En
efecto, después de Cimabue, otro pintor, llamado Giotto, tenía que aventajarle
en pasión y emoción. Dante, que hubo de presenciar la gran revolución acometida
por su amigo Giotto, lo recuerda así en la Divina Comedia: Giotto (1266-1337)
personifica el nuevo gusto dantesco, con todo lo que esta palabra significa de
interés por los sentimientos humanos. Las leyes del deseo y el dolor están
manifestadas plásticamente en sus composiciones, y por ello tenían que agradar
como es natural al autor de la Divina Comedia:
Credette
Cimabue nella pittura
Tener
lo campo, ed ora ha Giotto il grido:
si,
che la fama di colui oscura.
⇦ Retrato del poeta Dante, en un detalle de los frescos que Giotto pintó en el palacio del Podestá de Florencia.
Giotto (1266-1337) personifica el nuevo gusto dantesco, con todo lo que esta palabra significa de interés por los sentimientos humanos. Las leyes del deseo y el dolor están manifestadas plásticamente en sus composiciones, y por ello tenían que agradar como es natural al autor de la Divina Comedia. Giotto pudo tratar íntimamente a Dante cuando el poeta estaba desterrado en Padua; pero aunque para algunos es dudoso que Dante y Giotto coincidieran en Padua, no cabe dudar de su amistad y afecto mutuos. Dante hace en los versos citados el elogio del pintor, y éste pintó un retrato del poeta en los frescos del palacio del Podestá o Gobernador de Florencia.
Los
dos coincidieron también en el hecho de dejarse arrastrar por las fuerzas
pasionales de la naturaleza: Dante, implacable con los débiles, tiene caudales
de piedad para los condenados por pasión y llora conmovido, en el Infierno, por
el amor patrio de su enemigo Farinata; Giotto es el pintor de la Magdalena, del
Noli me tángere, de las melancolías de Joaquín y Ana, y es el pintor de San
Francisco, hermano de los pájaros, de la sora Luna, frate Solé, sor Acqua y
frate Focu.
Otra
particularidad de este artista es la abundancia y facilidad de su producción:
trabajó en Asís, en el antiguo templo de San Pedro de Roma, en Padua, en
Florencia y en Nápoles, y en todas partes trazó grandes series de composiciones
originales, muchas de ellas plenamente narrativas, llenas de espíritu creador y
apasionado.
⇦ El milagro de la fuente, escena de la vida de San Francisco, de Giotto di Bondone, inspirada en la "Legenda Maior" de San Buenaventura y que decora la iglesia superior de la basílica de Asís. En el centro de la composición aparece la figura del santo, que, arrodillado, se encuentra rezando en un promontorio que apenas parece más que un esbozo. Las dos figuras de la derecha son sendos hermanos franciscanos, mientras que a la izquierda un campesino se echa el suele para calmar su sed en un arroyo.
Giotto,
además, conserva cierta energía propia de un temperamento rústico. Viene del
pueblo y ama al pueblo: su hablar agudo fue famoso, al parecer, por el ingenio
que revelaba, tratando a los grandes con familiaridad no afectada, propia de un
campesino. Se cuenta que el rey de Nápoles, viéndole pintar un día de gran
calor, le dijo: “Si yo fuera Giotto, ahora descansaría un rato”. “Yo también,
si fuera rey”, contestó Giotto, dando a entender el diferente interés que el
arte despertaba en ambos.
Poco
sabemos de las primeras obras juveniles de Giotto; lo más antiguo de él
debieron de ser los frescos de Asís. Esta basílica, que comenzaron a decorar
Pietro Cavallini y Cimabue, enriquecida más tarde con los frescos de Giotto, es
el santuario de los orígenes de la pintura italiana, el verdadero museo del
arte trecentista. Es de una sola nave, con ventanas altas; deja, pues, en sus
vastos muros campo libre a los pintores. Pietro Cavallini había pintado en el
muro de la izquierda escenas tradicionales del Antiguo y el Nuevo Testamento.
Cimabue
pintó en el crucero la Virgen sentada entre los ángeles. Giotto, rompiendo con
la tradición, se aventuró en un repertorio completamente original, pintando, en
los veintiocho recuadros de la pared de la derecha, las escenas más culminantes
de la vida del santo de Asís: casi toda la leyenda del fundador de la Orden
franciscana, que estaba elaborándose y no había sido representada aún
plásticamente. Es fácil que los frescos de Giotto, en Asís, fueran pintados en
los primeros años del siglo XIV; el santo había muerto hacía poco más de medio
siglo; la devoción popular por el apóstol de la pobreza crecía cada día y ya le
reclamaba en los altares.
Giotto
trazó, una por una, las escenas gráficas que forman la serie de la vida del
pobre de Asís en la pared de la basílica levantada sobre su sepulcro. La
primera escena representa al hijo del opulento mercader, que ya empezaba a
apartarse de la vida frívola de la juventud, reverenciado por un habitante de
Asís, que extiende su capa ante él, en medio de la plaza, para que le sirva de
alfombra, mientras cuatro burgueses de Asís comentan la escena. En cambio,
resulta interesante observar que aquel mismo artista, capaz de reproducir así la
realidad viva, es impotente para copiar el templo romano de la plaza de Asís,
pues lo dibuja con cinco columnas en lugar de seis y lo decora con mosaicos
medievales, como si se tratara de un mueble litúrgico.
En
el recuadro siguiente, Francisco entrega su manto a un pobre. Después se
encuentran escenas de su vocación, la disputa con su padre Pedro Bernardone, el
sueño en que Cristo le incita a sostener la Iglesia tambaleante, sus milagros y
predicaciones, sus retiros de penitencia, las relaciones con sus compañeros, y,
por fin, su muerte y los diversos milagros obrados por su intercesión. En todas
las escenas, las figuras secundarias expresan con claridad meridiana la
agitación espiritual que les produce la presencia inmediata de la santidad de
Francisco.
Otro de los vemtlocho episodios de la iglesia superior de Asfs, pintados por G1otto, que representa a San FranCisco recibiendo los estigmas.
Son
los frescos de Asís creación completa de un repertorio nuevo que las
generaciones piadosas repetirán durante todo el siglo XIV. La leyenda
franciscana será reproducida por los discípulos de Giotto con pocas
variaciones, tal como la inventó el maestro. Esto solo ya indica la potencia de
creación plástica del gran pintor florentino; recuérdese que para concretar el
repertorio de las representaciones cristianas se pasaron cuatro siglos en
tanteos, elaborándose penosamente por múltiples generaciones la tradición
evangélica, desde los frescos de las catacumbas a las primeras Biblias miniadas
y a los mosaicos de las basílicas.
La
representación de la leyenda franciscana era realmente mucho más asequible; no
existía la gran dificultad de la figura divina del Cristo, pero, como cantidad
de imágenes, era también abundantísima. Los primeros libros de la vida del
santo: la llamada leyenda antigua, la de los tres compañeros, la historia
escrita por San Buenaventura y las nombradas Fioretti, que vienen a ser los cuatro
evangelios franciscanos, popularizaban las circunstancias singulares de la vida
del pobre, que las gentes tenían empeño en ver desarrolladas plásticamente como
un paralelo de la vida de Cristo. Giotto, el pintor de las nuevas generaciones,
perpetuó la leyenda del santo enajenado de amor a la Naturaleza, predicando a
los pájaros o conversando en éxtasis con el mismo Dios. Dante dedicó a San
Francisco su canto magnífico del Paraíso; Giotto, joven aún y algo inexperto,
lo cantó también con la misma viveza en sus composiciones de Asís.
El Juicio Final, fresco de Giotto para la capilla de la Arena de Padua. No es difícil imaginar el impacto emocional que causarla en los ciudadanos de la época la figura enorme de Dios en el centro de la composición y las imágenes de los condenados en comparación con las de los bienaventurados.
También
de Giotto se tiene otro conjunto de frescos maravillosamente conservados, en
los cuales el gran maestro se apodera de las viejas representaciones
evangélicas para ofrecerlas rejuvenecidas a sus contemporáneos. Es la serie de
frescos de la pequeña capilla que había mandado levantar Arrigo Scrovegni,
señor de Padua, en el centro del anfiteatro romano de su ciudad, en memoria de
los mártires allí sacrificados.
El
anfiteatro, o arena de Padua, hoy muy deteriorado, rodea la capilla con un
ambiente de soledad y de silencio que favorece mucho la contemplación de las
pinturas del gran maestro florentino. El pequeño santuario está todo decorado
por su propia mano, o de discípulos que trabajaron allí bajo su inmediata
dirección. Hay treinta y ocho recuadros, cuyos asuntos están tomados, unos, de
los Evangelios canónicos, y otros, inspirados en el Evangelio apócrifo de San
Jaime, donde se cuentan las leyendas de Joaquín y Ana. En este texto está
glosada como una novela la romántica historia de Joaquín, celoso de su esposa,
y que tras huir al desierto regresa para una tierna reconciliación. Giotto, con
su fuerza genial, dio nueva vida a recuadros como el que representa a Joaquín
pensativo en medio de los pastores; vemos allí reaparecer en Giotto al niño campesino
de la leyenda de Vasari que dibujaba sus ovejas.
El
paisaje está indicado sencillamente con unas rocas y pocos árboles, para dar
idea de un ambiente rústico; se está aún algo lejos de los días en que los
artistas, libres por completo de tantas cosas como entonces preocupaban a
Giotto, así en la técnica como en la composición, gozarán de libertad para
entretenerse en la perspectiva y dar la impresión de ambiente local.
El falso
Evangelio de San Jaime prodiga también detalles apócrifos sobre el nacimiento,
la infancia y los desposorios de la Virgen, que los bizantinos se complacieron
en ilustrar y que Giotto, alma creyente, repite infundiéndoles una moderna
significación. Lo importante es el sentimentalismo de las divinas personas, que
son sobre todo superiores por su capacidad de amar. Pero
cuando el drama desencadenado de la Pasión ha llegado a su desenlace, el
paroxismo del dolor no tiene límites y las almas agitadas descubren sus
secretos con gestos descompuestos. Y, sin embargo, ¡cuánta belleza en aquellos
seres apesadumbrados! Dante debía reconocer allí personajes de su Comedia como
en un espejo. Dantesco y giottesco son casi sinónimos.
El Encuentro de San Joaquín y Santa Ana en la puerta dorada de Giotto pertenece al ciclo de frescos que decoran la capilla Scrovegni, de la Arena, en Padua, considerados como el máximo exponente de la madurez artística de Giotto. Desarrolla la leyenda, procedente del Evangelio apócrifo de San Jaime. según el cual un dla los esposos se reconciliaron en la Puerta Áurea de Jerusalén. Plásticamente, la pirámide que forman los dos personajes principales ha merecido especial atención, as! como la figura de mujer con el rostro semicubierto, en la que se ha visto incluso una anticipación de Manet.
Escena de las Exequias de San Francisco por Giotto, que repite en la basílica de Santa Croce, de Florencia, el tema análogo de dos paneles de la iglesia superior de Asís. Ello permite comparar la mayor madurez de esta última, debida íntegramente a la mano del maestro. En 1937 se devolvió a esta composición su forma original, ya que los desperfectos, ocasionados por algún sarcófago adosado a la pared, quedaron perfectamente invisibles gracias a la intervención del restaurador.
Virgen entronizada (Gallería degli Uffizi, Florencia). Una de sus rarísimas pinturas sobre tabla, que Giotto pintó para la iglesia florentina de Ognlssanti, y que se considera una de sus obras maestras. La Virgen no se muestra distante en un divino hieratismo, sino que su rostro refleja una dulzura humana que podría muy bien ser el de cualquier mujer toscana de la época.
Además, Giotto decoró
una parte de la basílica antigua de San Pedro, en el Vaticano, que fue
destruida al construirse la iglesia actual, y de aquel conjunto de
composiciones no queda sino un mosaico, muy restaurado, que representa la nave
de los Apóstoles y a San Pedro andando sobre las aguas, encima de la puerta de
entrada. Era también obra de Giotto el altar mayor de la antigua basílica
vaticana, del que se guardan algunos fragmentos en la sacristía de la actual
iglesia. Tienen hoy importancia porque se conservan poquísimas pinturas de
Giotto sobre tabla.
La
más característica de su estilo en este género está en la Galería de los Uffizi
de Florencia; es una Madona sentada en un trono, rodeada de santos y ángeles.
El trono no es ya el mueble bizantino de marfil de las Vírgenes de Cimabue,
sino una cátedra muy italiana, ricamente decorada con mosaicos. Los ángeles, arrodillados,
presentan jarritos con flores y miran con intensidad afectuosa a la figura de
la mujer madre, de seno desarrollado y amplio regazo, envuelto majestuosamente
entre los pliegues del ropaje. La cabeza tiene también nueva hermosura.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.
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