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Bizancio y la gloria de los iconos


¿Cómo es posible que la gran metrópoli religiosa, cultural y política de la cristiandad -durante siglos muy por encima de la misma Roma-, literalmente aniquilada por los turcos en 1453, produzca su fruto más esplendoroso a miles de kilómetros de distancia, manteniéndose su maestría artística y religiosa incluso hasta adentrado el siglo XVII? Se está haciendo referencia, por supuesto, a esos objetos de culto que reciben el nombre de iconos, que encarnan en su plasmación estética la relación entre el creyente y la divinidad -la experiencia sensible de lo sagrado- de acuerdo a los cánones del cristianismo oriental u “ortodoxo”. Y, preferentemente, los iconos surgidos de las manos de los monjes-artistas anónimos de Kiev, Novgorod y Moscú, el nombre de alguno de los cuales, por su maestría, no pudo mantenerse en el anonimato, como es el caso indiscutible de Andrei Rublev -o Rubliov- (1360-1430).

El fenómeno no resulta enigmático ni incomprensible cuando se recuerdan los avatares de la historia del Mediterráneo y de la cristiandad por un lado, y se señalan, por otro, los rasgos que identifican la producción de objetos -preferentemente de culto- en las culturas de valores que se consagraron al margen del transcurso del tiempo, al margen, pues, de la evolución de la sociedad y del arte desacralizados por la revolución renacentista de Europa occidental.

Iconostasio de la iglesia de la Transfiguración, en la isla de Kizhi. El Imperio bizantino amplió sus fronteras hasta este rincón del lago Onega, en el norte de Rusia. El iconostasio de este templo, el cual dispone de veintidós cúpulas, atestigua la pasión que sentfan los bizantinos por los iconos.

Si la historia tiene, pese a sus cíclicas convulsiones, un desarrollo gradual, habremos de situar un primer eslabón estético del icono en los planos bidimensionales, sin perspectiva, de actitud hierática y mirada siempre frontal -no es el espectador quien mira al personaje, sino el personaje (Cristo, el Emperador, el Santo, etc.) quien mira directamente a los ojos al contemplador- de los frescos y mosaicos de la Constantinopla cristiana. Hay que recordar que la división política del Imperio Romano, ya cristianizado, a principios del siglo V, promovió la eclosión y difusión de las comunidades religiosas bajo una Prefectura Orientis con capital en Constantinopla.

Y que una de las claves del éxito de esta Prefectura fue, acaso paradójicamente, su concepción local de la jurisdicción eclesiástica y del rito, consagrandose en sus lenguas respectivas, con el paso de los tiempos, el rito alejandrino (con ramificaciones copta y etíope), el de Antioquía (con dos liturgias sirias), el armenio, y el más extendido bizantino (en rito grecobizantino, melquitobizantino, eslavobizantino, romanobizantino, italobizantino e iberobizantino o georgiano), con predominio litúrgico del griego (lengua empleada hasta el siglo V por la propia iglesia romana). Allí donde quedan vestigios de la iconografía litúrgica de aquellas primeras iglesias (en Egipto y en Etiopía, por ejemplo), resulta evidente la importancia de las variantes estéticas de los respectivos ritos litúrgicos, pero siempre dentro de una herencia común, que es la del Bajo Imperio romano. 

Iconostasio de la iglesia de Zachezchi, en la isla de Kizhi. Los iconostasios son paredes que están pintadas sin interrupción con iconos. Abajo, en el centro, se encuentra la puerta santa, de doble hoja, y por la que únicamente puede pasar el clérigo.

Sin embargo, el más evidente emblema común fue arquitectónico, con la construcción auspiciada por el emperador Justiniano entre 523 y 537 de Santa Sofía, cuyos cánones en el trazado de plantas y de la gran cúpula redonda central (símbolo del cielo que desciende sobre la tierra, que es la nave), se expanden por el Mediterráneo occidental (la extraordinaria capilla palatina de Palermo es tal vez un ejemplo sintomático) antes del nacimiento del románico, extendiéndose irrefrenablemente por todo su ámbito de influencia y por los nuevos territorios de las estepas orientales, convertidas al cristianismo, pero también por el mismo Islam. Con todas sus variantes, tanto la cúpula de la mezquita como la llamada “cebolla” rusa (concebida para hacer resistentes las cubiertas a la nieve y al hielo) tienen su referencia fundacional en Santa Sofía.

Iglesia de Santa María Asunta, en Torcello. En este templo el iconostasio se aprecia separando el ábside del coro, a diferencia de la mayoría de las iglesias bizantinas, en la que aparece en la pared que se encuentra detrás del altar.

⇦ Virgen de Vladimir (Galería Tretjakov, Moscú). En este icono de la escuela de Constantinopla, la Virgen aparece representada con una mirada melancólica y más humana que nunca.



Hay que retroceder ahora hasta la convulsión de casi doscientos años, a lo largo de los siglos VIII y IX, de la “iconoclastia” bizantina, porque ella contribuyó decisivamente a la desaparición de casi todo el patrimonio artístico-religioso anterior no arquitectónico. Una oleada de pureza inquisitorial se extendió por la cristiandad bizantina al entenderse que toda plasmación plástica de la figura tridimensional -escultura- o bidimensional -pintura- vehiculaba lisa y llanamente paganismo (muchas iglesias de la reforma protestante mantendrán siglos más tarde idéntica postura doctrinal y procederán a la destrucción de patrimonio; la voladura de Budas en Afganistán no constituye, pues, novedad alguna). Para la ortodoxia cristiana, siempre temerosa de un regreso de los antiguos dioses sin duda añorados por el campesinado, la crítica iconoclasta podía tener sus razones (y sigue teniéndolas, pues cabe preguntarse por ejemplo quién o qué es exactamente la “Blanca Paloma” del Rocío andaluz) e incluso no ser insensible a los postulados teológicos en idéntico sentido del naciente islam; el caso es que, superada la convulsión doctrinal y estética de la iconoclastia, la religiosidad de las iglesias bizantinas se centrará en la producción de imágenes sagradas en los iconostasios, tabique que separa en iglesias y basílicas el ritual público del privativo del misterio sacramental.

Estos iconostasios eran y son, pues, despliegue iconológico ante los fieles de una sucesión de temas e imágenes en orden extremadamente rígido, y elaborados al fresco o al temple, dependiendo del material de elaboración del tabique, mampostería o madera, con creciente abandono de la tesela originaria de los mosaicos bizantinos (material y elaboración extremadamente costosos que sólo podían afrontar comunidades muy ricas, como Venecia primero en Torcello y luego en San Marcos). La creciente producción de iconos en tabla (de abeto o de tilo) reduce su tamaño e introduce la costumbre de su ubicación en el hogar y de su itinerancia.



San Jorge y el dragón (Museo del Ermitage, San Petersburgo). La escuela de Novgorod producirá excelentes iconos y no se limitará a repetir las escenas bíblicas que ya había representado tantas veces el arte bizantino, sino que destacará sobre todo con temas sagrado-históricos, como este clásico mito.

También aquí las escuelas y las tendencias nacionales y locales son múltiples, y los expertos saben distinguir de una ojeada no sólo su datación sino también su origen, pues existen rasgos diferenciados de los iconos italobizantinos, los serbios, los armenios, los griegos o los rusos, pudiendo calificarse estos últimos como la más gloriosa producción, estética y espiritual, de la cultura bizantina. Pero ahora se deben señalar los rasgos comunes de todo icono, es decir, su significación misma, de no fácil lectura para una mentalidad secularizada y, tal vez muy especialmente, para un cristiano occidental.

Esta dificultad occidental para la lectura de los códigos religiosos y culturales bizantinos tiene raíces muy antiguas. Ea separación dogmática de las iglesias de Roma y de Constantinopla data oficialmente del siglo XI, pero más de un historiador señala que los conflictos por el poder jurisdiccional se remontan a tiempos de las Prefecturas, desdeñando así la importancia del enfrentamiento de carga dogmática. El poderoso y culto imperio oriental, con sus Padres de la Iglesia y su clero de sólida formación teológica y espiritual, no acepta la tutela jurisdiccional del entonces arrasado imperio occidental con su clero incipiente e inculto. Pero parece innegable que, a partir de la oficialización del “cisma”, los factores dogmáticos adquieren importancia y agrandan el abismo entre iglesias.

Deesis (Museo Estatal Ruso, San Petersburgo). Uno de los modelos más repetidos por la escuela de Novgorod es esta escena de Cristo con la Madre y San Juan Bautista como intercesores.

El resentimiento o la venganza del occidente romano será considerable: los cristianos de la IV Cruzada, en lugar de luchar contra los turcos asaltan Constantinopla; los diversos reinos y protectorados latinos en Tierra Santa marginan o tratan como a enemigos a los cristianos orientales; nadie en Occidente responde a la solicitud de ayuda de Constantinopla, que pasa definitivamente a ser turca e islámica en 1453.

La historia de repite a principios del siglo XX frente a la silenciosa y sistemática persecución de las originarias comunidades cristianas por parte del imperio otomano y, en la actualidad, por el fundamentalismo islámico; o, en el orden ideológico, fue notorio el acercamiento de la progresía católica de la segunda mitad del siglo XX a los portavoces intelectuales del comunismo antes que a los de las iglesias cristianas por ellos subyugadas.

La Transfiguración de Cristo, en fa iglesia de la Transfiguración, en Novgorod. Este fresco hace patente el estilo de Teófanes el Griego, una de cuyas características es el empleo de colores hasta entonces poco utilizados, como el rosa y el azul.

⇦ Pantocrátor, en la cúpula de la iglesia del Salvador, en Novgorod. Aparte de la novedosa introducción de una gama de colores más amplia para representar los iconos, la escuela de Novgorod dotó de mayor realismo a las figuras.



Pues bien, en el ámbito religioso y estético, el icono ejemplariza este abismo entre sensibilidades. Porque el icono no pretende ser arte, sino la manifestación misma de la divinidad al alcance sensorial del creyente. Una divinidad simbolizada en la gloria de Dios (Hombre), a diferencia de la opción occidental de representación del Hombre (Dios). Se trata de matices teológicos de la máxima importancia iconográfica: allí donde el arte religioso occidental, desde el gótico al barroco católico, se recreará” en la Pasión, en último extremo en la carne torturada de Cristo y de los mártires, en las visiones del Infierno, en la carnalidad del santoral popular, o en el retrato de hermosas damas con niño presentadas como la Virgen María, los bizantinos preferirán la contemplación mística de la realidad terrenal redimida y transfigurada por la Pascua cristológica: sus temas preferidos son el Salvador, La Natividad, la Madre de Dios, la Ascensión, la Asunción de la Virgen a los cielos, la Transfiguración y la Trinidad representada por tres ángeles (en una composición inconcebible en Occidente); sus imágenes son gloriosas; su carne no pertenece ya a este mundo e irradia la luz misma de la divinidad; su contemplación abre auténticas vías de contacto y comunicación con el Espíritu; sólo un hombre de santidad, no un artista, puede afrontar la ritualizada elaboración de un icono y es precisamente la maestría en la realización del icono la prueba, no de su condición de artista, sino la de su santidad…

San Juan Bautista (Museo Rublev, Moscú). Teófanes el griego importó a Novgorod las técnicas de la escuela de los Paleólogos, y uno de sus mejores discípulos fue Andrei Rublev, autor de este icono.

⇦ El Salvador (Galería Tretjakov, Moscú). Sin duda, este icono, uno de los más afamados de su autor, Andrei Rublev, es el que mejor transmite la dignidad que el citado artista siempre otorgaba a los rostros de los iconos.



Así, temas, estructuras y elaboración estaban sumamente ritualizados y se mantuvieron incólumes durante siglos, hasta la occidentalización -y banalización- del arte religioso ruso que se inició en el siglo XVIII. Estas técnicas suponen el recurso a una perspectiva invertida, con el punto de fuga no en la obra sino en su contemplador; a la plasmación de estructuras radiales simbólicas que anulan toda jerarquía cronológica; a la disposición frontal de las figuras, también de antiquísima tradición, cuya mirada atraviesa al contemplador que así se convierte en contemplado; o a la plasmación de una luz de oro que emana de la materia transfigurada y, por tanto, en una dimensión atemporal sin sombras solares.



Hasta los más pequeños detalles del icono encierran una carga teológico-simbólica: las orejas se ahuecan como expresión de la atenta escucha de Dios; los ojos, grandes y almendrados, carecen de pliegues y de comisuras para hacer coincidir las miradas exterior e interior; la nariz se alarga para mejor simbolizar el aliento vital insuflado por Dios a la materia viva; el rostro monocolor carece de relieve pues ya ha triunfado sobre su propia materia originaria. Incluso los procesos de ejecución están férreamente ritualizados y exigen una accesis de ayuno y meditación que mimetizará procesos cosmogónicos: la pintura base se asimila a la “substancia” y el posterior modelado de las formas a la “esencia”; luego se procede a la ejecución de los colores desde los más oscuros hasta los más claros, de la misma manera que la Redención entraña el paso desde las tinieblas a la luz…

La Trinidad (Galería Tretjakov, Moscú). El empleo de una variada gama de colores se muestra aquí muy útil, pues el azul de las túnicas es el color que representa la divinidad de los tres personajes.

Todas las iglesias cristianas bizantinas u ortodoxas coinciden, pues, en la consideración del icono, no como expresión de “arte religioso”, sino como manifestación de lo sagrado, es decir, como presencia matérica de la divinidad con la que entrar en extático contacto -de hecho, coinciden en esta creencia con manifestaciones mucho más antiguas de cultos litúrgicos de religiones precristianas-. Sin embargo, pese a la coincidencia dogmática, es opinión generalizada la atribución de una extraordinaria maestría (espiritual y estética) a los iconos surgidos de la mente y las manos de los monjes-artistas rusos.

San Nicolás (Colección privada). Los iconos de la escuela Stroganov serán, si se quiere, más refinados por cuanto introducen una decoración más recargada pero, con ello perderán la carga de espiritualidad de Teófanes el Griego y Andrei Rublev.



Tras la conversión al cristianismo de Vladimir, príncipe de Kiev, en el año 988, el núcleo inicial de la futura gran Rusia promovió la eclosión de la liturgia bizantina, siempre bajo la tutela de los maestros-artistas griegos, de la que la iconoclastia ya había hecho desaparecer todas las tallas y esculturas.

Esta relación se mantuvo a lo largo del tiempo, como prueba el hecho de que el icono mariano más venerado en Rusia, la Hodegetría o Virgen-Guía de Vladimir, fuera pintada en Constantinopla en el siglo XII. Con el tiempo los iconos de Kiev fueron incorporando el carácter local, casi siempre con colóraciones en oro y plata. Ya en el siglo XV, finalizada la dominación islámica de los tártaros, florece en el norte la escuela de Novgorod, con un nuevo estilo surgido en la Constantinopla de los Paleólogos: aparición de colores como el rojo, el verde, el rosa y el azul, introducción de estructuras radiales en movimiento circular y de temas no tanto de Historia Sagrada cuanto sagrado-históricos. Este es el estilo en que trabajó Teófanes el Griego y sus discípulos en los frescos de la iglesia del Salvador y en la producción de iconos. El siglo XV, sin embargo, testimonia la consolidación de Moscú como centro político, cultural y religioso de Rusia. Allí brilla la estrella de Andrei Rublev (1360-1430), discípulo de Teófanes, cuyas obras más famosas, El Salvador y La Trinidad, introducen un sorprendente aligeramiento de los colores para la conquista de una profundidad del espacio en la que expresar una mayor espiritualidad y dignidad de los rostros, ciertamente sublime.

Sofía -la Santísima Sabiduría-, entronizada en forma de ángel alado rojo (Galería Mark, Londres). Se aprecia la clara estructura circular de la composición de este icono de la escuela de Moscú, heredera del estilo de Teófanes el Griego.
Muy notables por su refinamiento son, un siglo más tarde, los iconos ahora de pequeño formato y por tanto susceptibles de viajar y de ubicarse fuera de los iconostasios, realizados por encargo de la dinastía Stroganov, así como por los primeros zares Romanov desde 1613. Adentrado el siglo XVII, y pese a la resistencia dogmática (y por tanto también estética) del movimiento de los “Antiguos Creyentes”, el icono ruso se occidentaliza, es decir, se abre al naturalismo por un lado y a la ornamentación con sobres o collares generalmente de plata sobre la pintura, que sólo queda liberada en rostros y manos, perdiendo en el proceso casi todo su sentido espiritual y estético originarios.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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