Muy diferente es el alcance y el
sentido intencional de Hieronymus Bosch,
o El Bosco, como se le ha designado
en España. Según los escasos documentos que a él se refieren, se llamó Jeroen
(esto es, Jerónimo) Anthoniszoon, y nació en ‘s-Hertogenbosch (Bois-le-Duc, en
francés). Debió de nacer, según apuntan todas las hipótesis, hacia 1450 y murió
en su ciudad natal en 1516; asimismo, era nieto de otro pintor: Jan van Aeken.
⇦ La Mesa de los pecados capitales de El Bosco (Prado, Madrid). Obra pintada hacia 1480. Alrededor del ojo de Dios, siempre abierto, se distribuyen una serie de escenas de gran realismo que describen imaginativamente las flaquezas humanas, a la vez que constituyen su análisis crítico. Este arte tan personal y sugestivo parece continuar la tradición de aquellos miniaturistas satíricos del siglo XV a los que aporta un nuevo aliento poético.
Su actuación estuvo íntimamente
relacionada con el espiritualismo de la Devotio
Moderna, doctrina derivada de la mística de ciertos autores de los siglos
XIV y XV. Este hecho lo confirman los pocos datos biográficos que de él se
poseen según los cuales perteneció, por lo menos desde el año 1486, a la
Cofradía de Nuestra Señora de su ciudad, relacionada con la Congregación de
Windesheim, asociación religiosa que seguía la inspiración mística señalada por
Ruysbroeck, y que también influyó en la formación de uno de los grandes
personajes de la historia, el gran humanista y eclesiástico Erasmo de
Rotterdam.
Tríptico de las Tentaciones de San Antonio, de El Bosco (Museo Nacional de Arte Antiguo, Lisboa). Detalle de la parte inferior del panel central. Este tema también lo trató en la Tabla de San Antonio ermitaño (Museo del Prado, Madrid) y es una de las obras más misteriosas del autor. Reinterpreta con su arte visionario la victoria sobre el pecado, San Antonio venciendo a las tentaciones. La técnica pictórica que desarrolla el autor en esta obra, brillante y fluida, es una de las mejores de su producción.
El arte singularísimo de El Bosco
parece partir, estilísticamente, del humorismo de las miniaturas y viñetas
satíricas del siglo XV. Con él se dedicó aquel artista no sólo a zaherir los
vicios de la sociedad contemporánea y la relajación que se había apoderado de
las órdenes monásticas, sino a describir las debilidades a que el hombre está
constantemente expuesto, y que lo convierten en fácil presa de las asechanzas
del Maligno, lo cual sitúa la producción de este pintor, a menudo muy virulenta
y repleta de elementos imaginativos propios de un excepcionalísimo temperamento
de visionario, en un plano moral e intelectualmente superior a la de la mayoría
de los artistas de su tiempo.
Mal comprendería, pues, los
propósitos que tenía en mente El Bosco quien viese tan sólo en sus magníficas
obras una mera complacencia en la representación de los extravíos humanos. Como
ya supo intuir en el siglo XVI fray José de Sigüenza (su primer comentarista español),
la intención del Bosco surge de sincerísimas convicciones cristianas, y su
actitud fustigadora de las frivolidades y vicios que degradan al hombre es la
misma que adoptó en muchos de sus escritos Erasmo, la gran figura humanista
que, dentro de la ortodoxia católica, trató durante el primer cuarto del siglo
XVI de poner remedio a la prolongada crisis moral y religiosa que turbaba a
Europa, y de evitar el rompimiento de la agitación religiosa alemana con Roma.
Ahora bien, El Bosco empleó en la
campaña por él emprendida a través de sus pinturas un cúmulo de conocimientos
esotéricos que tampoco desdeñó el Humanismo: la antigua ciencia cabalística que
la tradición medieval hebrea había conservado, y la alquimia (base de la
moderna química), a la que entonces se daba alcance universal como
interpretación de la potencia de las energías naturales, con las
características, también, de un saber sólo accesible a los iniciados.
Fue, entonces, El Bosco un pintor
de mentalidad grave y complicada, que se sintió capaz de evocar en su pintura,
en todo su insidioso carácter, las fuerzas del mal, y no se privó de
representarlas incluso en su propia morada, el Infierno, valiéndose para ello
de toda la caterva de seres malignos imaginarios que en sus figuraciones
plásticas había creado el arte de la Edad Media.
Faltos de una base cronológica
cierta, los modernos estudiosos de su arte sólo por deducción han podido
establecer en él varias etapas. Se atribuyen a la primera, con la tabla
satírica de la Curación de la locura,
del Museo del Prado, que representa la fingida extracción de una piedra del
cerebro de un loco (tema repetidamente tratado en las pinturas de los Países
Bajos), la de la Nave de los locos
del Louvre, basada en el opúsculo del mismo título escrito por Sebastián
Brandt, la escueta Crucifixión del
Museo de Bruselas, con el Escamoteador
del Museo de Saint-Germain-en-Laye, y la célebre tabla de forma discoidal,
llamada Mesa de los siete pecados
capitales, del Prado, en que aquellos pecados se representan a través de
pequeñas escenas de sabroso realismo, repartidas en los círculos concéntricos
que, alrededor de su pequeña circunferencia central (su pupila), forman el ojo
de Dios, que, según advierte una inscripción, constantemente nos mira. Pudo
pintar también El Bosco durante aquel período, las Bodas de Caná del Museo de Rotterdam, con otras obras de menos
importancia.
Cierra este ciclo en su producción
(o abre en ella otra etapa) el tríptico del Carro
del Heno, también en el Prado, cuya tabla central versa sobre un tema
simbólico lleno de dinamismo: el espectáculo que la humanidad ofrece al
lanzarse con su insaciable codicia al asalto de los bienes materiales,
representados, en este cuadro en forma de colosal carga de heno que lleva el
carro que en él se halla pintado, hacia la que se precipitan gentes de todas
las condiciones, atropellándose entre sí (e incluso matándose) para tomar cada
cual, cuanto más pueda de los aparentes bienes que constituyen aquella carga.
La fluidez compositiva y los
purismos cromáticos que se aprecian ya en esta obra se fueron perfeccionando,
en la carrera de El Bosco, con la realización de una serie de pinturas de temas
multitudinarios, en las que, en la progresiva complicación de sus concepciones,
fue añadiendo el autor una estupenda riqueza de aciertos expresivos y de color,
e impresionantes fantasmagorías. Así, el tríptico de las Tentaciones de San Antonio ermitaño, del Museo de Lisboa (datable
del año 1500), es una creación magistral tanto por la tétrica escena de las
visiones sacrílegas con que los seres malignos tratan de estorbar la devoción
del santo -al que una figurita de Jesús, apareciéndosele y señalándole un altar
eucarístico, infunde valor para que pueda resistir aquella prueba-, como en la
pintura del panel lateral que representa un aspecto indeciblemente lóbrego y
deprimente de la morada infernal.
Con otra obra de alta fantasía
alcanzó El Bosco su momento culminante. Se trata del gran tríptico vulgarmente
llamado el Jardín de las Delicias,
que, como todas las obras de este maestro que se hallan en el Prado, perteneció
al rey Felipe II. El tema que aquí fue tratado (difícil de interpretar a causa
de la profanidad que en esta obra domina) es un examen crítico-moral (y aun
satírico) de los extravíos eróticos por los que los seres humanos se dejan
dominar cediendo a los impulsos de su propia sensualidad. La pintura que hay en
su hoja lateral de la izquierda representa la Creación de Eva en una extraña
concepción del Paraíso Terrenal, y en la tabla del centro pintó El Bosco, con
habilísimo dibujo y encantador cromatismo, un exuberante conjunto de escenas de
devaneo y de apasionado abandono a los goces carnales (tratados con innegable
vena humorística), dentro de un ambiente de sueño sensual, poblado de
rutilantes simbologías que denotan una inigualable potencia poética, en su
delicada formulación plástico-imaginativa. Varias son las interpretaciones que
se han intentado dar a este singular conjunto de situaciones de tipo erótico,
en el que una cabalgata de desnudos jinetes desfila alrededor de una
inquietante estructura monumental (especie de Fuente de la Juventud) que surge
de la laguna situada en el centro de la obra.
A comprender el verdadero sentido
de este tríptico se llega cuando se contempla lo que hay pintado en su
portezuela, situada a la derecha del espectador, una evocación panorámica del
mundo infernal sapientísimamente realizada, en forma de un paraje oscuro y
fosforescente con estallidos luminosos, que entre los horrorosos tormentos de
los condenados (que El Bosco diseñó con las excelencias de su inventiva),
preside la horrible figura de Lucifer que, acomodado en su alto sitial, defeca
continuamente, de un modo pintoresco, los cuerpos de los condenados que va
devorando.
No menor es la originalidad de El
Bosco en los cuatro paneles que de él se conservan en el palacio ducal de
Venecia, uno de los cuales, el que representa el Acceso del alma al Empíreo, trata este elevado tema con una
sublimidad lírica digna del poema de Dante.
Ninguna seguridad hay respecto a
la cronología de otras obras del pintor, como la tabla del Gólgota del Museo de Viena, el sereno San Juan en Palmos del Museo de Berlín o la emotiva tabla circular que
representa a Cristo llevando la Cruz,
en El Escorial, y la de Jesús ultrajado
de la Galería Nacional de Londres, que le es similar por el estilo, aunque
todas estas pinturas parecen corresponder al período en que El Bosco hubo de pintar
el hermosísimo tríptico de la Adoración
de los Magos, del Prado, obra realista y que sigue dentro del inquieto
proceder de su autor la tradición de las anteriores representaciones de aquel
episodio.
La calidad, absolutamente
original, del estilo de El Bosco le sitúa, en cierto modo, fuera del alcance de
cualesquiera influencias. En efecto, su caso constituye en este aspecto una
excepción en la pintura de su tiempo.
Fuente: Historia del Arte.
Editorial Salvat.