Punto al Arte: El jardín de Sinuhé

El jardín de Sinuhé

Frente a una gran tumba tallada en la roca de una colina sagrada cercana a Luxor, arqueólogos españoles hallan un jardín funerario, el primero del antiguo Egipto conocido hasta la fecha.


POR JOSÉ MANUEL GALÁN 
FOTOGRAFÍAS DE JOSÉ LA TOVA/ PROYECTO DJEHUTY

"Se construyó para mí una tumba de piedra, en medio de las tumbas. Los constructores trazaron su suelo, el dibujante la diseñó, los talladores la esculpieron y el maestro de obra del cementerio la dirigió. Todo el ajuar que es depositado en la cámara fue provisto. Se me dispensó servicio funerario y un jardín[ ... ]". 

Así termina el relato literario sobre la vida de Sinuhé, un alto dignatario egipcio que, tras un largo periplo vital en el extranjero, regresa a Tebas, donde es enterrado hacia el año 1900 a.C. <<como se hace para un magnate principal» gracias a los favores concedidos por el faraón Sesostris I. Según nos describe en el texto, su tumba, tallada en la roca y de dimensiones considerables, dispuso de un jardín o huerto del que proveerse para realizar las ofrendas funerarias. Hipogeos como el que alude este célebre papiro escrito hace unos 4.000 años, al comienzo de la XII dinastía, durante el Reino Medio egipcio, se conocen muchos en la orilla occidental de Luxor, la necrópolis de la antigua Tebas. Sin embargo, nunca hasta ahora se había hallado un jardín asociado a una tumba, en parte debido a la poca atención que hasta hace pocos años los egiptólogos han prestado en sus excavaciones al exterior de las sepulturas. Y eso es precisamente lo que el equipo arqueológico hispano-egipcio del Proyecto Djehuty ha descubierto durante la última campaña de 2017, patrocinada por Técnicas Reunidas e Indra. Un hallazgo sin precedentes que arrojará nueva luz sobre los jardines funerarios en el antiguo Egipto. 


El arqueólogo David García junto con Gamal durante las tareas de excavación del jardín funerario (arriba) Una reconstrucción del mismo (abajo) muestra la ubicacción del tamarisco, un fragmento de cuyo tronco todavía se mantiene en pie. El estudio de las semillas halladas en los cuadrados de la retícula permitirá identificar las flores y plantas que crecían en el jardín o huerto.



ENERO DE 2007. Ante la atenta mirada de los inspectores del Servicio de Antigüedades, el poblado de Dra Abu el-Naga es literalmente barrido por los bulldozers. En el marco de una actuación gubernamental que pretende despejar la zona, las casas quedan reducidas a montones informes de adobe y la antigua necrópolis recupera su silencio original. Los habitantes, algunos de ellos empleados en nuestras campañas anuales de excavación, han sido previamente realojados en un poblado cercano, New Gurna. El canje les ha resultado incluso ventajoso: por una casa han recibido otra, equipada con agua corriente, luz eléctrica y un pequeño terreno donde plantar algún vegetal y criar unas pocas cabras y gallinas, un aspecto esencial para su manutención diaria. 

Al año siguiente, a cambio de retirar los escombros de la zona, conseguimos la autorización oficial para ampliar nuestro yacimiento so metros hacia el sudoeste del patio de entrada a la tumba de Djehuty, supervisor del tesoro bajo el gobierno de la reina Hatshepsut hacia el año 1470 a.C. y protagonista de los primeros pasos de nuestro proyecto iniciado hace 16 años. 

Así, desde enero de 2011 comenzamos a excavar en el área antes ocupada por parte del poblado. Tres metros por debajo de la casa de Mursi, el anciano que nos suministraba agua al yacimiento durante cada campaña, hallamos un depósito de cerámica compuesto por más de 2.000 vasijas datadas de entre 1600 y 1500 a.C. y, junto a él, las tumbas de miembros de la familia real de esa misma época, de la XVII dinastía, con inscripciones, figurillas de madera y piezas de lino escritas. 

Más abajo, donde había estado ubicado el cuarto principal de la vivienda de uno de nuestros trabajadores, Abdu, accedimos a través de un agujero a una inmensa tumba con un angosto pasadizo lateral y una espaciosa cámara sepulcral muy bien tallada, pero sin ataúd ni ajuar. De sus primeros ocupantes, que debieron de vivir y morir en torno al año 2000 a.C., solo hallamos una muñeca de madera pintada. Por el tamaño y el complejo diseño de la morada funeraria excavada en la roca de la colina, se podía deducir que debió de pertenecer a un personaje importante de la antigua Tebas de hace unos 4.000 años. 

Si bien en su interior estaba todo revuelto, e incluso había papeles y plásticos arrojados hacía no más de 20 años por la familia que habitó la casa que quedaba justo encima, el exterior había permanecido inalterado desde época antigua. Y era justamente allí donde nos aguardaban las sorpresas. 

A medida que descendíamos en la excavación delante de la gran tumba íbamos retrocediendo en el tiempo. Los últimos dos metros hasta alcanzar el suelo eran de arena fina y anaranjada. Los restos de cerámica tenían por fin una cronología homogénea, de en torno a 1600-1500 a.C., pertenecientes a la XVII dinastía o comienzos de la XVIII, cuando la ciudad de Tebas pasó de ser la modesta capital de la región y del tercio sur del país a convertirse en la capital del reino unificado y del incipiente imperio egipcio sobre Nubia, Palestina y sur de Siria. En un estrato inferior empezó a emerger una cerámica distinta, y además casi todas las piezas estaban completas. Por su forma y calidad, habíamos alcanzado el nivel de la XIII dinastía, es decir, en torno al año 17SO a.C. 

A la izquierda de la entrada de la gran tumba, adosadas a la roca de la fachada, aparecieron un par de sencillas capillas de la XIII dinastía construidas en adobe. Una de ellas tenía el techo abovedado y medía so centímetros de altura, 70 de ancho y SS de profundidad. Conforme íbamos retirando de su interior la tierra que había sido arrastrada y depositada por la lluvia y el viento, fueron saliendo a la luz tres estelas o lápidas de piedra caliza apoyadas contra cada una de las tres paredes de la capilla. Una de las estelas conservaba en su parte superior restos de la tela de lino que la habría cubierto a modo de cortina. Aunque a simple vista se veía que las tres estaban pintadas, una capa de barro incrustada en la superficie nos impedía observar los detalles. Al día siguiente, la minuciosa limpieza efectuada por una de las restauradoras del equipo, Pía Rodríguez Frade, nos permitió apreciar los colores, los detalles de la decoración y leer las inscripciones. 

Pero lo mejor estaba por llegar. A pocos centímetros por debajo del nivel de las capillas, el arqueólogo David García y su equipo de excavadores comenzaron a sacar a la luz lo que parecía el tronco de un pequeño árbol. No dábamos crédito a lo que estábamos viendo: el tronco, de unos 40 centímetros, seguía en pie, todavía erguido, con parte de la raíz avanzando hacia una zona más húmeda que todavía no identificábamos. El estado de conservación de la madera era admirable. Por los anillos que quedaban a la vista calculamos que el árbol vivió algo más de 20 años. Entre los posibles árboles que crecían en la antigua Te has, ya fuera de forma natural o plantados intencionadamente por la mano del hombre, pudimos deducir, gracias a la ayuda prestada por la especialista del CSIC en la identificación de maderas antiguas Mónica Martín-Lanuza, que se trataba de un tamarisco. 

Este arbusto o árbol de pequeño porte crece en áreas semidesérticas y es muy común en Egipto. Lo fue en la antigüedad y sigue siéndolo actualmente. De hecho, en la entrada del hotel que ocupamos durante las campañas de excavación, el Marsam, ubicado a espaldas de los famosos colosos de Memnón, hay un grupo de tamariscos que sobrepasan los cinco metros de altura. 

Seguimos excavando y, junto al árbol, apareció una estructura de adobe que poco a poco se fue definiendo como una retícula formada por cuadrados más o menos del mismo tamaño, 30 por 30 centímetros, separados entre sí por unos muretes de adobe con la parte de arriba redondeada y con restos blanquecinos de mortero para dotarlos de mayor consistencia. La estructura resultó tener una superficie total de unos tres metros por dos. Fue el egiptólogo Curro Borrego el primero en darse cuenta de que estábamos desenterrando lo que podía ser un jardín. 

Al día siguiente, tras incluir unas cuantas fotos del progreso de la excavación en nuestro diario online de la página web www.excavacionegipto.com, una colega alemana de Heidelberg, Eva Hofmann, me escribió emocionada un e-mail para compartir con nosotros que lo que estaba viendo en aquellas imágenes le recordaba lo que entre los egiptólogos se conoce como el heiliger Bezirk, un «espacio sagrado» delante de la tumba y que incluía un jardín funerario de carácter ritual. 

LAS CLASES PUDIENTES del antiguo Egipto, además de construir amplios jardines junto a sus villas, con hileras de palmeras y sicomoros alrededor de un estanque donde deleitarse y refrescarse, construían también jardines o huertos de planta rectangular dividida en cuadrados separados por muretes de adobe. Los huertos estaban elevados del suelo medio metro, para poder rellenar cada cuadrado con tierra fértil. A uno de los lados construían una escalera de tres peldaños para que los aguadores subieran con comodidad y accedieran a los cultivos situados en el centro. 

Conocemos todos estos detalles gracias a las representaciones de escenas agrícolas con las que los antiguos egipcios decoraron sus tumbas. Por ejemplo, en un muro de la mastaba de Mereruka, en Saqqara, de hacia 2200 a.C., se muestra a un grupo de hortelanos dirigiéndose a un huerto reticulado en el que crecen espigadas lechugas. Cada uno de ellos acarrea un par de cántaros que cuelgan de los extremos de un palo que portan sobre los hombros. Cuatrocientos años después, en dos tumbas del cementerio de Beni Hasan, en el Egipto Medio, se representa el detalle de la escalera en uno de los lados del huerto. El diseño de estos huertos o jardines es exactamente igual a la estructura que nosotros hemos desenterrado. 

Por otro lado, gracias también a la decoración tan detallista de las paredes interiores de las tumbas, sabíamos que a la entrada de estas se ubicaban pequeños jardines que formaban parte del paisaje ideal de la necrópolis en el momento del funeral. Así, por ejemplo, en la tumba de Reneni, en la localidad de Elkab, a So kilómetros al sur de Luxar, se representa lo que podría considerarse el enterramiento perfecto de un alto dignatario del año 1500 a.C. Justo delante de las capillas donde residen en el más allá los dioses Anubis y Osiris hay un rectángulo reticulado pintado de verde: un pequeño jardín o huerto (véanse páginas 62-63). Una composición casi idéntica a la de nuestro hallazgo y muy similar a la que Sinuhé describe hacia 1900 a.C. de su propia tumba. De hecho, cuando escribí a Richard Parkinson, profesor de literatura egipcia de la Universidad de Oxford, para contarle el hallazgo del jardín, me respondió entusiasmado que ojalá fuese de la XII dinastía, la época de Sinuhé, de cuyo relato él es una eminencia. Al confirmarle que la cerámica sugería datarlo de ese período, su respuesta no tardó en llegar: «¡Oh, fantástico, como el jardín de Sinuhé! Ahora me parece todavía más hermoso». 

De este modo, la arqueología confirmaba lo que conocíamos por la literatura y la iconografía. Lo escrito en el relato y lo pintado en las paredes no era una idealización de la necrópolis o del funeral, sino que, efectivamente, se construyeron y cultivaron jardines rituales delante de las tumbas de las personalidades más influyentes. 


La excavación en torno al jardín dio más resultados: descubrimos un cuenco que contenía cinco dátiles, hoy secos, exactamente iguales a los que se venden en el zoco de Luxor y que a los egipcios les gusta mojar en leche para devolverles su jugosidad. Los vasos de cerámica y las vasijas desenterrados fueron multiplicándose -vasos-hes para realizar libaciones, vasijas de barro margoso blanquecino con decoración incisa o con protuberancias en el borde- y permitieron una datación preliminar del jardín como perteneciente a la XII dinastía, poco después del año 2000 a.C. 

Cuando David García y Gamal -uno de los mejores excavadores que conozco y que lleva trabajando con nosotros en Dra Abu el-Naga casi 15 años- comenzaron a excavar el interior de la retícula, la tierra se tornó oscura y empezaron a aparecer semillas. En cada cuadrado eran distintas y su estado de conservación era sorprendente. Por lo general, las semillas de época antigua que estudian los especialistas proceden de contextos de incendio y están carbonizadas, como es el caso de los jardines de Pompeya. Por eso las de nuestro jardín, de 4.000 años de antigüedad, suponían un hallazgo excepcional, como así nos lo confirmaba la arqueobotánica del CSIC Leonor Peña. 

¿Qué se plantó en aquel jardín del Reino Medio? Por un lado cabe la posibilidad de que las especies respondieran al carácter simbólico que los antiguos egipcios asignaban a muchas plantas, frutos y flores, como el arbusto de la persea, con cuyas ramas se componían ramos para despedir a los difuntos y se trenzaban guirnaldas para adornar el pecho de los comensales en los banquetes funerarios; o la flor de loto, que se consideraba una alegoría del ciclo de la muerte y resurrección al cerrarse con el atardecer y volver a abrirse con los primeros rayos del sol a la mañana siguiente; o la planta de la lechuga, que los antiguos egipcios asociaban con la capacidad masculina de engendrar vida. 

El posible carácter simbólico de las plantas del jardín encajaría bien con el árbol que fue plantado y creció junto a una de sus esquinas, pues según los textos funerarios de la época los egipcios imaginaban que el alma del difunto se posaría en la rama de un tamarisco al salir de su tumba al alba para disfrutar de las ofrendas depositadas sobre un altar situado junto a la entrada. 

Por otro lado, el jardín también podría ser un huerto en miniatura, en el que se habrían plantado los vegetales que solían ofrecerse en lo que los antiguos egipcios denominaban «la bella fiesta del valle» y en otras celebraciones en honor a los difuntos. En este caso, el árbol tal vez tuviera la simple función de proporcionar algo de sombra en las horas de calor más intenso del verano. 

Un grupo de simientes pudo identificarse con relativa facilidad como semillas de cilantro. Más tarde supimos que esta especie había sido descrita también en uno de los pocos jardines o huertos conocidos hasta la fecha, el hallado en Amarna, la ciudad de Ajnatón y Nefertiti, de alrededor del año 1350 a.C., excavado y concienzudamente documentado por el equipo dirigido por Barry Kemp de la Universidad de Cambridge. 

Al parecer en nuestro jardín hay también semillas de cucurbitácea, tal vez de melón o de pepino, pero será preciso un estudio más profundo para su confirmación, al igual que del resto de las semillas y partes de flores todavía por identificar. 

Una de las tres estela halladas en una de las capillas que hay junto a la entrada de la gran tumba que hay junto a la entrada de la gran tumba fue realizada en honor de "el soldado Jememi, hijo de la señora de la casa Sat-idenu" (derecha). Está grabada y pintada, y en ella ambos aparecen sentados frente a una messa de ofrendas servida con todo tipo de vituallasy, debajo, dos vasijas y tal vez dos lechugas. En la vida eterna que los antiguos egipcios esperaban disfrutar en la vida del más allá, la mesa debía estar siempre bien provista de pan, cerveza, carne de bóvido y de ave y distintos tipos de vegetales. Las dos piezas de cerámica han sido halladas junto al jardín funerario: un incensario de la XII dinastía (arriba) y una vasija decorada con motivos incisos de la XII dinastía.

¿CÓMO SE HA CONSERVADO EL JARDÍN y las semillas, e incluso el pequeño tronco de tamarisco, si esta zona de la necrópolis fue sucesivamente reutilizada hasta época romana, es decir, durante más de dos milenios? Tal vez la respuesta esté en los perfiles de la excavación del patio de entrada a la gran tumba. 

En el corte del terreno producido al excavar, los geólogos Sergio Sánchez-Moral y Soledad Cuezva, investigadores del CSIC en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, identificaron estratos de arena fina, como de playa, consecuencia del arrastre provocado por fuertes corrientes de agua debidas a episodios de lluvia muy intensa, como la conocida "gota fría". El patio, incluido el jardín y el tronco de árbol, fue sepultado en su totalidad bajo esta capa de arena que lo desecó y mantuvo protegido de la actividad posterior. La arena, además, amortiguó el peso de la tierra y las piedras que se fueron acumulando con el paso del tiempo hasta alcanzar cinco metros de altura. 

El estudio de la botánica del jardín, junto con el registro de las lluvias en los estratos de la excavación y en el terreno, sumado a la gran cantidad y variedad de momias de animales que hemos ido descubriendo en el interior de las tumbas del yacimiento (ibis, halcones, cernícalos, buitres, águilas, serpientes, musarañas ... ), nos abren una pequeña ventana a la jardinería y el ecosistema de la región de Tebas de hace 4.000 años y a cómo sus habitantes se adaptaron e hicieron uso del medio ambiente, en este caso con fines rituales. 

Una hermosa paradoja: a partir de la excavación de una necrópolis tenemos hoy la oportunidad de conocer nuevos aspectos de la vida de los antiguos egipcios, del medio físico en el que vivieron -y murieron-y de llevar a la práctica lo que se denomina <<arqueología del medio ambiente». 

Fuente: Revista National Geographic. Agosto 2017

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