Castigo a los cómplices de la muerte del emperador León, según una miniatura de Skylitzés (Biblioteca Nacional, Madrid). |
La palabra bizantino aún despierta la idea de inútiles querellas, de discusiones ociosas, de esfuerzos vanos en busca de alambicadas distinciones. El Imperio bizantino, después de la época de oro de las dinastías de Teodosio y Justiniano, debía durar aún el largo período de ocho siglos. Durante este tiempo, Bizancio no se sostuvo constantemente en una perezosa decadencia, como todavía se suponía el siglo pasado, aunque para Montesquieu, la historia bizantina fuera una simple "sucesión de revueltas, cismas y traiciones".
El concepto que los pueblos occidentales se habían formado de Bizancio viene resumido en aquella frase de Taine, refutada por C. Diehl en su discurso inaugural de la Sorbona sobre el arte y la historia bizantinos: “Un pueblo de teólogos sutiles -decía Taine- y de idiotas fanfarrones”.
La causa de este error ha sido el creer que la civilización de Bizancio se encerró desde el primer momento en un formulario preciso, como un dogma, establecido tan rígidamente que, dentro de él, ni artistas ni pensadores tenían ya la libertad de producir nada propio.
Cierto es que en Bizancio todo estaba regido por el principio fundamental del imperio cristiano que había imaginado Constantino. La etiqueta de la corte, la administración y el gobierno, las reglas del arte y aun de la ciencia derivan de dogmas religiosos que fijaban los Padres de la Iglesia en los Concilios. Pero, aunque todo en Bizancio estaba regulado por la jerarquía cristiana, los artistas sabrían encontrar sus espacios de libertad para ampliar los horizontes de su arte.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.
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