El arte de Verrneer es
típicamente holandés, pero el pintor estaba informado, sin duda, de las
tendencias internacionales de su época. Hasta el punto de haber llegado a
permanecer invisible durante casi dos siglos; oculto, porque sus ternas eran
los mismos que los de los innumerables pintores de escenas de la vida holandesa
y porque la criba de la historia ha dejado pasar en bloque esos centenares,
millares de pinturas. Gustaban por su finura y precisión, por lo cual fueron
Gerard Dou y Ter Borch los preferidos, porque eran los más refinados y precisos.
⇨ La alcahueta de Vermeer (Staatliche Kunstsammlungen, Dresde). Pintado en 1656 se lo conoce también por La Celestina. En contraste con el puritanismo de algunas de sus obras, Vermeer retrata aquí una escena frívola y sensual, en la que la mano izquierda del caballero de la derecha parece buscar los encantos de la joven bajo la mirada satisfecha y maliciosa de la alcahueta.
Para distinguir a Verrneer, que
elevó el género de los divertidos cuadritos de gabinete al nivel de la
reflexión eran necesarios otros criterios. El primero en descubrir a Verrneer
fue el crítico francés Thoré Bürger, en 1866. De año en año la figura del
pintor no ha cesado de precisarse hasta el punto de que, hacia 1925, reforzada
por la admiración general hacia Cézanne,
la opinión no dudó en considerar la perspectiva verrneriana corno fuente de las
abstracciones de Mondrian y de los interiores de Fernand Léger.
Que esta virtud de pura plástica
haya estado oculta en cuadros aderezados con anécdotas galantes explica, sin
duda, que se haya tardado tantos años en extraer a Vermeer de la multitud de
pequeí1os maestros de su tiempo y en reconocer en él un artista cuya obra iba a
situarse al mismo nivel que las de Rembrandt y Frans Hals.
El baño de Diana de Vermeer (Mauritshuis, La Haya). En esta composición las mujeres aparecen castamente vestidas. Aparte del evidente puritanismo de esconder los cuerpos de las mujeres, el tratamiento del color en esta obra es realmente magistral.
Sin embargo, la plástica, que la
anécdota había ocultado, terminó asimismo por disimular o acallar a ésta. Se
rechazó en adelante todo lo que, en los cuadros que se habían podido atribuir a
Vermeer, no testimoniaba la más severa exigencia de rigor. Apareció un Vermeer
cada vez más particular y también más restringido. En 1866, Thoré Bürger llegó
a atribuir al pintor 76 cuadros; Goldschider no registraba más que 35 y
Swillens aún menos. Era la exigencia de la pureza la que empujaba a los
críticos a esta restricción.
Se renunció, de súbito, a
construir alrededor de Vermeer una obra que pudiera contarse. Cualquier
cronología pareció sospechosa. Ya sólo se quiso un Vermeer quintaesenciado, y
sólo se deseó la sublimación de Vermeer, pintor único en la historia.
¿Único, realmente? Los juegos de
espejos, la sucesión de planos que conducen la mirada hacia el punto focal del
cuadro, la perspectiva que hace abrirse y cerrarse ventanas y puertas, bajarse
el techo, subirse el suelo de una habitación, no se encuentran solamente en
Vermeer. Pero en ningún pintor como en Vermeer el ejercicio óptico recompone el
mundo, descompuesto por las diferentes lentes, en una totalidad tan coherente:
tiene la palpitación de la vida y ese frágil latido de más.
Por distinta que sea esta
cualidad ¿se puede decir de su obra que pertenezca a una escuela? ¿Fue Delft un
centro de pintura cuyo animador hubiera sido Vermeer?
⇨ Joven dormida de Vermeer (Metropolitan Museum, Nueva York), que describe un tema grato a la pintura holandesa del siglo XVII. Por el desorden de la mesa y la copa de vino casi vacía se ha interpretado que el sueño de la Joven ha sido provocado por la embriaguez. Vermeer impone su visión personal tomando la figura muy de cerca e iluminándola a la quieta luz de un interior en el que destacan el bodegón de primer término, el tapete de la mesa y la silla, siempre la misma, rematada por dos cabezas de león.
No se tienen pruebas de ello.
Delft, una de las escuelas de los Países Bajos, ha abrigado pintores de
diversas especialidades: de escenas de género, de flores, paisajistas (entre
ellos, el "romano" Pynacher) e incluso un maestro de lo fantástico,
Leonard Bramer. Todo ello no ha dado origen a un grupo coherente. Pero en
cierta época, entre 1640 y 1660, se ve converger hacia la ciudad un buen número
de jóvenes pintores. El más eminente, Carel Fabritius, discípulo de Rembrandt,
personalidad poderosa, separada pronto de la influencia de su maestro, pintará
una Vista de Delft, en la que hay una
curiosísima búsqueda de construcción del espacio en perspectiva.
Están también Pieter de Hooch, Emmanuel de Witte, Jan Steen,
artistas cuya obra tendrá cierto parentesco con la de Vermeer. Sin duda,
hay algo en Delft que los atrae y los influye. Pieter de Hooch pinta entonces
sus cuadros más rigurosos; el turbulento Jan Steen, escenas llenas de mesura y
discreción, y podemos pensar que fue en Delft de quien Emmanuel de Witte
concibió sus interiores como volúmenes luminosos llenos de misterio. ¿Vinieron
a trabajar cerca de Vermeer? De ninguna manera. Las fechas contradicen la
hipótesis y si Delft, en el estado actual de las investigaciones, aparece como
un centro posible de cierta concepción de la pintura, sin poder decir quién
animó este centro.
Cristo en casa de Marta y María de Vermeer (National Gallery of Scotland, Edimburgo). Pintado en 1632, en este cuadro queda clara la estructura piramidal de la composición, en la que Cristo aparece con la cabeza ligeramente inclinada hacia su derecha, en un gesto que hace evidente que está escuchando a las dos mujeres.
Así, Vermeer se aparta del orden
de la historia. Por
doquiera que se crea poder atacarle se escapa. Y sus cuadros, cuanto más se les
mira, más intrigan. No son obras de precursor (ni siquiera su influencia es
segura). Cada vez son menos numerosos. No se organizan unos con otros de manera
cierta. Mientras más fascinan a la opinión, más constituyen un verdadero
escándalo histórico.
⇦ La callejuela de Vermeer (Rijksmuseum, Amsterdam). Este es uno de los pocos paisajes exteriores que pintara Vermeer a partir de la Joven dormida.
Sin embargo, se conocen muchas
cosas de Vermeer y de su vida. La fecha en que nació; el 31 de octubre de 1632.
Cuando murió; el 15 de diciembre de 1675. Que se casó a los 21 años y tuvo once
hijos (ocho de los cuales vivieron) de Catherina Bolnes. Dónde vivía. En la
Plaza del Mercado de Delft hay una placa que indica: "Aquí se elevaba la
casa donde nació el pintor Jan Vermeer". Pero, sin embargo, hay tan poca
relación entre los datos de su existencia, corta y sin tumulto, y la realidad
de sus cuadros que hay que preguntarse si el pintor, quizá católico, fue ese
padre de familia numerosa y marchante de cuadros a ratos perdidos.
Aun así, no todo es
inconciliable. Existen concordancias. Los blasones que figuran por dos veces en
las vidrieras de composiciones suyas son los de una de sus vecinas de la Plaza
del Mercado. Se tiene, incluso, el testimonio de un aficionado lionés, Baltasar
de Monconys, que el11 de agosto de 1663 fue a visitar al pintor. "Vi
-anota en su Diario- al pintor Vermeer que no tenía ninguna de sus obras. Pero
las vimos en casa de un panadero que le había pagado 600 libras." Se
conoce, incluso, el papel que representó en el Gremio de los Pintores de su
ciudad. Vermeer de Delft fue nombrado decano en dos ocasiones: a los 31 y a los
38 años.
Muchacha leyendo una carta junto a la ventana de Vermeer (Gemaldegalerie, Dresde). Esta obra resume la obra pictórica del autor por la calculada relación que establece entre figura, luz y espacio. En el mismo escenario que pintará tantas veces; esa estancia con la misma ventana, el bodegón sobre un tapete, la misma silla. La dama no interesa por su anécdota, sino porque centra el juego altamente intelectualizado de espacio y luz.
Vista de Delft de Vermeer (Mauritshuis, La Haya). Éste ha sido llamado el "primer cuadro impresionista de la pintura europea" por su atmósfera de "plein a ir", fijada en una hora exacta del atardecer, ya que el reloj del edificio central marca con absoluta precisión las siete y diez. Marcel Proust escribió que esta tela era la más bella del mundo. Es, desde luego, uno de los paisajes más famosos de la historia de la pintura por su luminosidad, la perspectiva aérea, los reflejos de las casas en el agua y también por la insuperable perfección técnica, suave y transparente, con cuidados efectos puntillistas.
De hecho, es un hijo de
inmigrantes. Sus padres, los Vos, tenían en la Plaza del Mercado una taberna
que llevaba la enseña, verosímilmente reveladora de su origen, de Mechelen, que es el nombre flamenco de
la ciudad de Malinas. Y se conocen bien los albergues de los Países Bajos. Los
han pintado Jan Steen, Van Ostade y muchos otros. Jan Steen tenía, en el mismo
Delft, una cervecería con la enseña de De
Slange (La serpiente). Son salas bastante amplias, adornadas a veces con
cuadros. Pocas mesas. Bancos. Una chimenea. La taberna es un lugar de reunión
para festividades locales y familiares, de comercio también, y es muy natural
que Vos hubiese completado su establecimiento con un comercio de cuadros. Con
este título se hizo miembro, en 1631, del Gremio de Pintores. Este es un medio
en el que el arte es un fenómeno tan natural como el despacho de las pintas de
cerveza.
⇦ La carta de amor de Vermeer (Rijksmuseum, Amsterdam). Desde una habitación contigua, Vermeer muestra, bellamente iluminadas, a la señora y la criada, seguramente compartiendo confidencias amorosas de la primera.
De todas formas, no es ahí donde
Vermeer se ha encontrado a sí mismo. Y sin embargo, el comercio de Rayner Vos
(Vos cambió su nombre por el de Vermeer hacia 1651) jugó ciertamente un papel
en su formación.
Basta con aproximar las palabras
taberna-tienda de arte y Vermeer. Inmediatamente, un foso se abre entre las dos
imágenes mentales: una pone el arte en la calle, en el ruido; la otra exige el
silencio. Una es un intercambio de objetos por dinero. La otra exige la pureza.
¿No se ven mejor los primeros cuadros atribuidos a Vermeer si se les relaciona
con las obras que circulan en la taberna?
Ahí está, en un principio, Cristo en casa de Marta y María
(Edimburgo) y El baño de Diana (La
Haya), dos cuadros sin firmar que no se sabe a quién atribuirlos si no es a
Vermeer. No por su composición, que no es original, sino a causa de cierta
manera de concebir el color como el más rico estado de la materia pictórica; a
causa, igualmente, de todo lo que, en sus detalles, parece decir que esas dos
obras son cuadros con los que un pintor empieza. ¿No revela la elección de los
dos temas una oposición a lo que le rodea? En la pintura de los Países Bajos,
que no es religiosa (las pinturas de Rembrandt y de su escuela constituyen una excepción),
Vermeer eligió la representación de Cristo.
La lechera de Vermeer (Rijksmuseum, Amsterdam). Vermeer sentía verdadera predilección por representar escenas de la vida cotidiana de la sociedad holandesa. Aquí, da un aire de tranquila dignidad a la criada, que aparece totalmente concentrada mientras realiza sus tareas.
Mientras que la mitología y su
corolario, la desnudez, seducen a los artistas de toda Europa, los Países Bajos
(y España) no sienten esta inclinación. Y Vermeer pinta con mucha discreción y
con vestidos opacos mujeres haciendo su tocado en plena naturaleza. Su Diana tiene sensiblemente la misma
postura que la Betsabé de Rembrandt
(Louvre), que es de la misma época (1654), pero su diosa es mucho más púdica y
tan castamente vestida, tan poco elegante en realidad, que no tendría razón
para fulminar y metamorfosear al cazador Acteón si pasara por aquellos parajes.
⇨ Joven con collar de perlas de Vermeer (Staatliche Museum, Berlín). Otra de las brillantes escenas de interiores de Vermeer, en la que muestra, en esta ocasión, la comedida vanidad de la joven que, ante el espejo, se contempla con un collar de perlas.
Esas dos obras testimonian, sin
duda, un rechazo profundo de lo que se pinta y de lo que se vende en Delft. Su
fuente está en la idea que el joven artista puede hacerse del arte italiano,
idea ingenua que debe apoyarse en algunas estampas, quizás, y sobre todo en un
deseo de algo distinto. Y los críticos italianos no se han equivocado al
subrayar que, a través de los pintores de Utrecht, Honthorst, Bronchorst, sus
mayores, ha llegado hasta Vermeer algo de caravaggismo, es decir, una manera de
jugar con la luz como con un proyector, componiendo otro ritmo en el interior
del ritmo de las formas y del de los colores. Pero el caravaggismo es, ante todo,
expresivo, dinámico. Exalta hasta el instante dramático. Y los primeros cuadros
de Vermeer que reflejan un poco la libertad y la ambición de los artistas
italianos, último reflejo, al mismo tiempo contradicen el mensaje que han
deseado difundir. Las santas mujeres que acogen a Cristo, por su densidad y su
sencillez, anuncian la
futura Lechera.
Se trata de cuadros de juventud:
el artista busca una orientación extraña. Y se trata de cuadros de un
temperamento ya asentado. La búsqueda no impide que aparezcan las cualidades
duraderas.
La muchacha de la perla de Vermeer (Mauritshuis, La Haya). También llamada Muchacha con turbante. Por su misterioso encanto, que recuerda los ambiguos personajes de Leonardo da Vinci, es conocida como "La Gioconda del Norte". Su sencillez clásica, el inimitable color, la suave textura, el relieve destacado sobre ese fondo oscuro hacen de ella una obra maestra.
Mujer pesando perlas de Vermeer (National Gallery of Art, Washington). Otra vez un interior, otra vez una mujer, otra vez las perlas luminosas. El artista es un maestro en estos temas que, si bien son repetitivos, no por eso dejan de ser ejemplares y distintos a la hora de representarlos.
Joven con aguamanil en la ventana de Vermeer (Metropolitan Museum, Nueva York). Obra fechada en 1664 en la que el autor vuelve al tema de la mujer en sus tareas domésticas, con una iluminación que protagoniza la escena.
El cuadro siguiente, conocido
bajo el título de La alcahueta o La Celestina (Dresde), está fechado en
1656, un año después de la muerte del padre de Vermeer. Curiosamente,
representa una de esas escenas de la vida galante que, bajo cobertura de
moralidad, tratan los relatos proverbiales de los desórdenes de la vida del
hijo pródigo. Vermeer pintaba, por fin, la clase de cuadros que podemos
imaginar muy en su lugar en una taberna.
⇦ Alegoría de la fe de Vermeer (Metropolitan Museum, Nueva York). Pintado entre 1671 y 1674, en las postrimerías de su vida, aquí el artista quiere mostrar la exaltación de esta mujer en el momento de sentir la iluminación de la fe, con sus ojos vueltos hacia el crucifijo y la mano en el corazón.
Pero, ¡de qué manera! En ningún
otro el color tiene esa densidad del esmalte de la porcelana y, al mismo
tiempo, ese peso. Conocemos el tapiz que ocupa el centro del cuadro. Los
holandeses acostumbran a colocarlos sobre la mesa. Los hay por todas
partes en su pintura. Como Rembrandt, por ejemplo, hará más tarde en sus Retrato de grupo de los Síndicos de los
pañeros, Vermeer expone los pliegues en el primer plano de su tela casi
cuadrada. La respiración del cuadro, su vida, proviene del color y también de
la luz, que arroja claridades estremecidas como las que produce el sol cuando
entra en una habitación por el ojo de la cerradura o la rendija de un postigo.
Empieza ahí un estudio de la luz
que el pintor no dejará de desarrollar a lo largo de toda su vida. Es, sin
duda, significativo que después de haber gustado el gran tono internacional y
el célebre arte italiano, haya vuelto al tema más corriente, al género menos
noble, precisamente al mismo que los críticos extranjeros reprochaban al arte
holandés, para comenzar en él una aventura excepcional.
Mujer escribiendo una carta y sirvienta de Vermeer (National Gallery of lreland, Dublín). En 1670, el artista realiza esta obra con los mismos elementos temáticos que son el interior de su casa y una mujer que escribe a la luz que entra por la ventana, sin que se intuya siquiera cuál es el paisaje exterior. En segundo plano y de pie se encuentra la sirvienta de la dama.
¿No había hecho Rembrandt lo
propio? Cuando le preguntaron por qué no emprendía el tradicional viaje a
Italia respondió que en su país podía saber bastante de arte italiano. Sobre el
terreno, con los elementos que disponía, tuvo de sobra para realizar su obra.
Ahí, evidentemente, interviene la noción de nacionalismo. Se dice que ésta es
estrecha, paralizante. Pero el espectador, aunque aprecie las comunicaciones
internacionales, valora igualmente que cada tierra conserve algo de su
originalidad. Por encima de la idea que los une, ama la naturaleza que
diferencia a los seres.
⇨ Sirvienta entregando una carta a su ama de Vermeer (Frick Collection, Nueva York). Nuevamente el mundo femenino en el ambiente interior de su casa, la sirvienta y su ama que sólo parece comunicarse con el exterior por medio del hábito epistolar. Ése es el ambiente introspectivo que prefiere el artista y que le lleva a diseccionarlo con meticulosidad y precisión.
Así, Vermeer comenzó una obra
que, verosímilmente, fue apreciada de inmediato, pero cuyo trazado era
demasiado personal para atraer de una manera duradera a otras personalidades.
Por lo demás, la organización de la pintura en los Países Bajos estaba hecha de
tal modo que todo en ella se dividía: cada uno cultivaba su pequeño matiz, su
vibración personal.
¿Qué es lo que se encuentra
alrededor de Vermeer? De los discípulos de Vermeer no se ha dicho nunca nada.
Sin embargo, el hombre no pasó desapercibido. Tenía suficiente renombre para
que se quisiera saber su opinión sobre los cuadros italianos vendidos por
Gerrit Uylenburgh, el mayor marchante de los Países Bajos, al elector de Brandemburgo.
Hay muchos más datos del Vermeer vivo. Pero todos estos documentos, tan
prolijos sobre asuntos de dinero, de herencia, de alquileres, no dicen nada de
su obra.
Salvo después de su muerte.
Entonces, algo aparece. Los negocios van mal. Un año más tarde de la muerte del
marido, la viuda es declarada en quiebra. Hay deudas por todas partes. El caso
no es único. Los Países Bajos acaban de ser ocupados por las tropas de Luis
XIV. El país se ha inundado a sí mismo. El Gran Pensionario, Jan de Witt, ha sido
asesinado. Los partidarios de Guillermo III vuelven a tomar el poder. En toda
esta agitación política hay suficientes causas para arruinar a una familia.
Lo que va a hacer Catherina es, sin duda, intentar salvar la situación, pero también intentar salvar los cuadros de su marido. Ocultará algunos en casa de su madre. Depositará otros en casa de un acreedor, el panadero Van Buyten, bajo promesa de poder rescatarlos a crédito. Llegará a recuperar 26 en casa del marchante Jan Colombier, donde habían sido retenidos como garantía de una deuda de 500 florines en la tienda de comestibles.
⇦ El astrónomo de Vermeer (Musée du Louvre, París). Pintado en 1668, en este cuadro el autor cambia de protagonista pero no de ambiente. El estudioso es un hombre que sentado ante una mesa observa el globo terráqueo. La ventana sigue siendo el recurso para iluminar la escena.
Si esta mujer lucha por los
cuadros es que son escasos. Y la figura de Vermeer gana, quizás, en claridad.
Se ha sabido, por Monconys, que "en su casa no había ningún cuadro
suyo". También que un marchante de Delft, Jan Colombier, poseía 26 que no
había adquirido porque cualquier acreedor podría pensar en embargados. Esto
significa que el renombre de Vermeer era cierto y sus cuadros inaccesibles.
Cuando se llegaba a Delft era él el hombre al que había que encontrar, pero sus
tarifas eran más elevadas que las de los demás pintores y los aficionados se
iban con las manos vacías. Esto significa que, como Rembrandt, Vermeer ha
intentado valorizar una obra que él deseaba poco numerosa, que no tuvo la
suerte de encontrar en su esposa una heredera lo suficientemente rica que le
permitiera cumplir sus deseos.
Significa también que intentó romper el sistema de venta que obligaba a los pintores holandeses a la producción en serie y que no pudo alcanzarlo o lo alcanzó quizá solamente durante algunos años. Desde que la situación política se alteró, el equilibrio que había podido establecer entre los ingresos de una segunda profesión (el comercio de cuadros, por ejemplo, o la taberna, ¿quién sabe?) y su trabajo de pintor, se rompió. Tuvo contra él la competencia de los necesitados (el retrato a 100 florines), la de los tulipanes (se pagaba un bulbo más caro que un cuadro), y sobre todo, los desórdenes de la guerra. Su carrera fue un fracaso en la medida en que vivió de otros recursos que los de la venta de sus cuadros. Sin embargo, no fue el primero en haber intentado hacer su obra al margen del comercio. ¿No es así como había procedido Leonardo da Vinci?
A causa de esta distancia, o tal vez porque Vermeer no vivió de sus pinceles, no llegamos a hacer coincidir los documentos biográficos con su obra.
Contemporáneo, sin duda, de La alcahueta es otro cuadro, Joven dormida (Metropolitan Museum de Nueva York). La obra confirma la decisión de Vermeer de anclarse en los temas nacionales. Los durmientes hacen gravitar sobre toda la pintura holandesa del siglo XVII el peso extraño de los sueños que no conoceremos jamás. ¿Acaso es por los ojos cerrados por donde esa nación tan ocupada en tácticas comerciales, políticas y filosóficas escapa a su labor? La durmiente de Vermeer está sentada cerca de una puerta abierta. Está situada demasiado claramente cerca de las líneas de fuga de la composición para que no captemos que entre las frutas que hay sobre la mesa y la perspectiva lo que está soñando es, quizás, incierto, pero es evidente que su secreto escapa a todas las horizontales que subrayan la profundidad de su sueño.
⇨ Dos hombres y una mujer con un vaso de vino de Vermeer (Herzog Anton Ulrich Museum, Brunswick). Llamada asimismo La coqueta, esta obra lleva la firma de Vermeer en el cristal de la ventana. Ha sufrido numerosos retoques, a los cuales acaso se debe esa expresión rebuscada de la joven. La armonía suave del color tan cristalino, las relaciones espaciales entre los elementos compositivos, el punto de fuga, que propone el mosaico del suelo, convierten la tela en un estudio óptico.
Porque lo que quiere decir no pretende expresarlo principalmente por objetos, por escaleras, por vasijas o por personajes, sino por el color, la luz y la forma. En él todo debe ser expresado por los puros medios del cuadro. Hay un momento en que estos medios llegan a ser lo bastante eficaces como para que no haya necesidad de dibujar los personajes, los objetos que representan los cuadros colgados de las paredes. El objeto, apenas sugerido, se convierte en el término pictórico, valor luminoso, sin dejar de ser un valor en el relato.
En esta obra apagada está en germen todo el futuro Vermeer. Para que aparezca totalmente, no falta más que un toque de varita que despierte a la durmiente y abra la ventana. Al mundo oscuro sucederá, en adelante, el aire libre. Una luz de primavera helada, azul, o una luz rubia de verano van a abrir la ventana y a correr por el mapa de los Países Bajos que adorna el muro antes de reflejarse en los dientes blancos, en la sonrisa de la Muchacha sentada frente a un militar de visita (Frick Collection, Nueva York) o de acariciar la frente lisa de la Muchacha leyendo una carta junto a la ventana (Dresde).
En adelante, Vermeer posee su lugar escénico. Fuera de dos paisajes (La callejuela, Amsterdam, y la Vista de Delft, La Haya) y de algunas figuras aisladas, todo lo que pinte estará situado cerca de la ventana abierta o cerrada. Todo será el análisis de lo que puede suceder a personajes diversos, ocupados o desocupados, según que la luz entre en oleadas, a pleno sol, con la ventana abierta o por reflejo de la fachada del otro lado de la calle que hace que los rayos vengan alternativamente de la parte baja o de la alta, o más aún, que la pieza sea observada desde otra habitación, como un foco de claridad entre dos zonas de sombra (La carta de amor, Amsterdam).
Vermeer ha descrito, así, totalmente, de la mañana hasta el anochecer, la luz tal como entraba en una morada holandesa del siglo XVII, espacio repartido en salas adosadas a las ventanas que las limitan y que las abren, sin abrirlas, puesto que nunca la composición, salvo en los dos paisajes, dirá lo que hay fuera.
La habitación se convierte, de esta manera, en una especie de laboratorio en el que la pintura experimenta, sobre escenas placenteras, dosis diferentes de claridad.
⇦ Dama de pie ante la espineta de Vermeer (National Gallery, Londres). El autor pinta con extrema perfección una joven de pie tocando el teclado de la espineta, que parece mirar a quien la está escuchando tocar. A la izquierda, otra vez la ventana es la fuente de iluminación que se refleja en la tela brillante del vestido.
La opinión se ha interrogado, naturalmente, sobre ese mundo cerrado. El hecho de que durante los casi veinte años de pintura que las fechas de su vida le señalan, Vermeer no haya salido de este lugar escénico si no es por paisajes vistos desde una ventana, invitaba a pensar que el pintor de este universo cerrado se había visto físicamente obligado a la reclusión, que quizás había tenido dificultades para desplazarse. Hoy se piensa que esta invalidez, si existió, no explica esa obra, no añade nada al retrato imaginario que se puede trazar del artista, que no se ha representado a sí mismo más que de espaldas en el famoso cuadro El taller del pintor (Viena).
Vermeer nació el mismo año que el filósofo S pinoza. Contemporáneo suyo, exactamente, en Delft, fue el biólogo Anthonie van Leeuwenhoeck, que se ocupará, por lo demás, de su sucesión. ¿No es tentador pensar que haya podido haber entre estos tres hombres algo más que la normal comunidad de generación? Spinoza vivió del pulimento, es decir, de la fabricación especializada de vidrios ópticos.
Leeuwenhoeck perfeccionó el microscopio hasta el punto de descubrir las células de la sangre y los espermatozoides.Vermeer se sirvió, con toda certeza, de los aparatos ópticos tan apreciados por los pintores desde el Renacimiento -entusiastas de la experimentación- y en particular de la famosa cámara oscura que reducía al plano del cuadro la realidad tridimensional. Aparte de las técnicas ópticas que ocupaban a los tres hombres, es posible que pudiera también aproximarles cierta manera de pensar. Manera salida de la técnica misma: con una lente se cambia el mundo.
Y esta curiosidad se une a la corriente de pensamiento, difundido y discutido en una de las obras del propio Spinoza, que pedía que cada ser descendiera a sí mismo para conocer el mundo. Descartes había asentado las reglas de esta reflexión sin ningún a priori. Antes de él, interrogarse era encontrar a Dios inmediatamente y dialogar sobre las razones del universo. Acceder, de repente, a la teología. Con Descartes las cuestiones que se plantearon estuvieron basadas sobre algunas experiencias de física, risibles quizá, pero en las cuales la opinión ponía bastante esperanza para prolongar la parte terrestre del debate y para situar los problemas aquí abajo, durante el mayor tiempo posible.
⇨ Dama en azul de Vermeer (Rijksmuseum, Amsterdam). Llamada también Mujer leyendo una carta, se dice que el artista captó en esta obra exquisita la imagen de su mujer Catherina encinta, que llena la tela de una encantadora felicidad, tranquila y serena. Todo es armonía y equilibrio de los elementos formales de la composición. Refiriéndose a esta obra escribía Van Gogh a su hermano: "La paleta de este extraño artista comprende el azul, el amarillo limón, el gris perla, el negro y el blanco ... con un gusto extraordinario y un infalible sentido de la composición".
Ese aquí abajo de Vermeer parece haber sido curiosamente mundano. En verdad que se ven algunas sirvientas (La lechera, diversas doncellas). Pero La encajera es demasiado elegante para ser una obrera. La mayor parte de los personajes pertenece al mundo descrito por Ter Borch. Las mujeres visten de armiño, se prueban collares de perlas, usan vidrios preciosos y aguamaniles de lujo, tocan instrumentos muy caros. Escriben muchas cartas y se podría pasar de un cuadro al otro como se sigue una novela epistolar que muy bien hubiera podido ser la de "Las preciosas". Por lo demás, la pieza de Moliere Las preciosas ridículas es de 1659: es la sátira de las damas de Vermeer. También había preciosas en los Países Bajos.
Sin embargo, Vermeer pintó a esos personajes de una manera tan ideal que cuesta trabajo tomarlos como ilustración de un mundo del que se sabe claramente que confundía complicación y finura. Su manera da a todo lo que toca una especie de calidad mística y que no puede ser, en estos cuadros decididamente realistas, más que metafísica.
En cuanto a la mística, hay que pasar de inmediato a lo que en la pintura de Vermeer trata de las preocupaciones religiosas de sus personajes. La alegoría de la fe (Metropolitan Museum de Nueva York) representa una dama en su oratorio. Cristo está representado dos veces en su morada: en una gran pintura en el muro (una Crucifixión de Jordaens) y en un crucifijo sobre la mesa. Ella tiene la mano sobre el corazón. La manzana del pecado perturba el perfecto orden del pavimento recién lavado, en el que, segunda mancha de este interior tan limpio, la serpiente del mal agoniza horriblemente bajo una piedra providencial. Como asiento, la dama tiene un globo terráqueo, lo que la obliga a una posición algo incómoda. Decididamente, cuando no es pintura o escultura, la religión no aporta más que molestias en el más confortable de los lugares de descanso.
⇦ La encajera de Vermeer (Musée du Louvre, París). La firma del pintor aparece en la pared y la protagonista ha sido identificada como la esposa del pintor, Catherina, que tendría entonces unos treinta y cinco años, puesto que la obra se fecha hacia 1665. La figura oscura se recorta contra un fondo de luz que da lugar a una serie de sombras transparentes de exquisito modelado. Excepcionalmente, el foco de luz se sitúa a la derecha. Renoir dijo que esta pintura y Embarque para Citerea de Watteau, eran las dos mejores telas del Louvre.
Otra presencia religiosa en
Vermeer: una escena del peso de las almas; se trata de un cuadro, situado en su
lugar escénico favorito, sobre otra dama ocupada en pesar perlas. Las dos
imágenes muestran claramente dónde estaba la fe de Vermeer. No exigente, igual
que en Spinoza, queda como una cuestión pendiente que no se elude y que
perturba el buen orden. ¿Hay mucho más? Es poco probable. Si Dios preocupa a
Vermeer es de otra manera; en la realidad que pinta, en la luz que se filtra al
filo de la cortina.
Puestos aparte estos dos cuadros,
el país de Vermeer está poblado de damas que no por ser elegantes dejan de
comportarse como concienzudas amas de casa, que sólo por correspondencia, si
está permitido decirlo, pertenecen al mundo de "Las preciosas".
Porque leen y escriben. ¿Y qué escriben sino dulces billetes? Pero después de
haber hecho abrillantar el pavimento.
Cierta interpretación ha intentado representarlas, si no como prostitutas, al menos como cortesanas o más exactamente como geishas. Parece característico del arte de Vermeer que pueda dejar en la incertidumbre en la que ningún pintor holandés autorizaría a dudar de sus intenciones. Es que su arte es más fuerte que los temas que trata. No despersonaliza a los seres que analiza. Por el contrario, los precisa en una realidad que rebasa su condición. Los que están fastuosamente vestidos no dominan en absoluto a los que lo están como servidores. El ama y la sirvienta, con todos los signos característicos expuestos, ocupan el mismo espacio, respiran idéntico aire, permaneciendo cada una en su lugar. ¿Armonía social? Sobre todo, armonía plástica. La obra de Vermeer debería ser el repertorio cotidiano de los directores teatrales que desean adecuar la presencia de los actores a la del decorado.
⇦ El concierto de Vermeer (lsabella Stewart Gardner Museum, Bastan). Esta obra, pintada en 1670, muestra a una cantante de pie a la derecha que está acompañada por otra sentada tocando la espineta. La luz tenue ilumina la escena que parece desarrollarse en la sala de la casa.
Este es el programa del pintor, mucho
más que la evidencia de la felicidad que podía consistir en vivir en casas tan
limpias como las que las holandesas ofrecían a esposos y a amantes ocupados en
guerras incesantes y aventuras comerciales. Más que la felicidad holandesa es
la suya propia la que
Vermeer ha pintado. Son raros en la historia los pintores que
han contado la densidad de la alegría y de la paz que puede haber en una morada
o en un paisaje.
No es posible analizar aquí la
obra de Vermeer cuadro tras cuadro. Sin embargo, todos son la experimentación
de una dosis de claridad y cada estudio merece ser comentado. Hay que anotar
que parece que entre 1656, fecha inscrita en La alcahueta, y 1675, año de su muerte, período jalonado de pocas
fechas seguras (1668 en El astrónomo,
Museo del Louvre, París, 1669, en El
geógrafo, Instituto Stadel, Francfort), en esos 19 años es imposible aislar
períodos divergentes. Para el orden de sus obras hay que apoyarse en algunos
descuidos, alguna rapidez de ejecución y a declarar que aquí, en estos cuadros
que no están quizá terminados, se tienen pruebas de una degeneración, de un
debilitamiento y, en consecuencia, que aquellas obras sólo pueden pertenecer al
fin de su carrera. Pero, ¿se puede hablar de vejez de un artista muerto a los
43 años?
Lo único en la carrera de Vermeer
es que no se la puede disponer como el crescendo y el decrescendo de las
fuerzas, según las cuales se organizan ordinariamente las biografías.
Toda su obra (entre 30 y 40
cuadros, según los críticos) hubiera podido ser ejecutada en unos pocos años
por otro pintor. Pero las fechas reparten este conjunto de cuadros a lo largo
de una vida, corta quizá, pero más larga que la de Watteau, la de Rafael y la de Caravaggio. ¿Es
posible creer en una duración humana en lo que parece escapar a todas las
medidas? A eso responde el tiempo que exige el análisis de cada cuadro. Se
pueden pasar dos horas ante un Vermeer y no tener bastante con las miradas que
su riqueza requiere.
La lección de música de Vermeer (Colección real de la Reina Isabel II de Gran Bretaña, Londres) La escena se sitúa al fondo donde una joven de pie está tocando la espineta, mientras a su lado está el maestro. Una luz muy intensa ilumina todo el ámbito del cuadro.
Sucede por otra parte que algunas
obras, por ejemplo, El taller
(Viena), han sido visiblemente concebidas como creaciones en un sentido
ambiguo. Y que, en todas las composiciones, por sencillos que fuesen sus temas,
se siente la complejidad de la concepción, aunque ésta np deje aparecer nunca
ningún retoque, ninguna corrección: como si cada obra hubiera sido preparada
tan minuciosamente que no hubiera habido necesidad de añadirle ninguna
modificación una vez empezada. Sucede, en fin, que hay también cierta evolución
que puede ser captada (no en la técnica, pues lo propio de cada cuadro de
Vermeer es el resultar acabado, sino en la manera en la que el juego de actores
accede a la soltura de lo natural). ¿No son los primeros cuadros los que fijan
los personajes en los gestos que los unen, Dos
hombres y mujer con un vaso de vino (Brunswick) o Dama de pie ante la espineta (National Gallery, Londres)? Algo hay
en la composición que debe someterse al orden plástico. Más tarde, el lujo de
Vermeer consistirá en que esta solidez inamovible, y sin embargo estremecida,
llega a comunicarla a lo más frágil, a lo imperceptible de la vida: al
equilibrio de la balanza que pesa una perla, a la leche que se derrama de un
recipiente, al gesto de La encajera
(Louvre), a lo que los fotógrafos tratan como instantáneo.
Dicho de otra manera; si se mira
a lo que parece perfeccionarse en esta carrera perfecta desde el principio, de
entrada instalada en un nivel constante, si se pone toda la atención en lo que
parece aumentar en este pintor, la exigencia de la verdad del instante,
entonces la cumbre de Vermeer es el momento privilegiado en que la mujer anuda
su collar alrededor de su cuello, en el que lee una carta, en el que toca un
acorde en el teclado de la espineta, en el que los músicos se ponen de acuerdo,
con una mirada, sobre el silencio a observar o sobre la música que van a
ejecutar juntos.
Vermeer fijó por la más severa
regla plástica el instante más frágil de la vida. Su arte es el del segundo en que la mano va
a levantar el aguamanil, a elegir un lugar en la esfera terrestre, a buscar un
planeta en el globo celeste, a decidir el modo en el que se va a tocar una
pieza de música. Justo antes. O, también, justo después, cuando la pluma se
levanta del papel, el plectro se separa de la red de cuerdas, el vaso de la
boca, el bolillo de la mano de la encajera. Y, cuando pinta un paisaje, la Vista de Delft, por ejemplo, indica la
hora en la esfera del reloj: las 7 y 10. Pero ¿de la mañana o de la tarde? La
luz roza los tejados. Hay gentes que pasan en la sombra: ¿todavía no o ya es
después?
⇦ Dama escribiendo una carta de Vermeer (National Gallery of Art, Washington) Fechada en 1665, en esta obra el autor resalta la figura iluminada sobre un fondo oscuro. La mujer parece hacer una pausa en su tarea para mirar al espectador.
Vermeer sitúa el acto en el
tiempo. La duración interviene en su obra. Ella es la que hace que la epidermis
de las cosas se revele en el temblor de su grano, puesto que la realidad
granula con puntos de luz temblorosa el pan, el papel, el corpiño, la alfombra. Nada es
fríamente liso. Todo palpita. Diríase que el pintor vio la materia en el
microscopio de Leeuwenhoeck. Pues ese movimiento, ese hervor de superficie, si
bien es la luz la que lo hace aparecer, si bien ésta exalta el color (mirad
junto a las ventanas, en los pliegues de los cortinajes), sin embargo, la luz
no tiene rayos ni vibración. El taller de Vermeer tenía ciertamente la
regularidad de las luminosidades del Norte. Y ese temblor de los pigmentos que
hace vivaces a las mujeres, viviente y cremosa la leche, luminosa la perla,
erizada la piel de armiño, es el del momento precario que entrega la realidad a
una totalidad que es la de los estados de gracia.
A propósito de los cuadros de
Vermeer se puede hablar de revelación del mundo. Para poder revelar ese mundo
había que poseerlo por entero, desde el nudo de lana de la alfombra hasta la
transparencia un poco verdosa del cristal de las ventanas, hasta las manchas de
la pared, hasta las líneas del pavimento, saber reflejar la turgencia del brazo
de una joven, los sonidos de un bajo de viola, el mechón que se escapa de una
cabellera. En un cuadro de Vermeer todo es conocido, pero no todo alcanza el
mismo nivel de presencia: todo se ordena en una estudiada escala de grados de
intensidad. Así, se puede pensar que pintar una sola guitarrista aliado de su
ventana es tan complejo como orquestar una sinfonía.
Es significativo que Marcel
Proust haya sentido la necesidad de oponer (¿o de concordar?) otro momento a la
instantaneidad de los cuadros de Vermeer: el de hacer morir a su visitante
justo durante la contemplación de cierto lienzo de muro amarillo. En efecto, la
única realidad que podía corresponder, en intensidad, a la de ese cotidiano
milagro de los cuadros era la de una muerte.
Fuente: Historia del Arte.
Editorial Salvat.