A partir de 1733, aproximadamente, Jean-Baptiste-Siméon Chardin inició una nueva etapa en su carrera al empezar a componer escenas intimistas como La institutriz (La Gouvernante), realizada en 1738.
El número de figuras que aparecen en sus pinturas siempre es reducido. Aquí, coloca a dos personajes en el ambiente de una casa burguesa sencilla, con una decoración sobria, austera, en un ambiente casi religioso. El pintor ha sabido materializar muy amablemente la cotidianidad de una pequeña burguesía parisina en su intimidad: fa criada dedicada a sus tareas y el niño como tal con los juguetes por el suelo. Es imposible imaginar mayor contraste simbólico entre los juguetes esparcidos a la izquierda del cuadro y el costurero abierto con la labor de la mujer a la derecha.
La joven institutriz reprende al niño de una forma estrictamente íntima y la lección aprendida para su futuro comportamiento queda clara. Se suele pasar por alto el marcado aspecto moralizante del tema: una criada asume el deber de amonestar a una persona que puede llegar a convertirse en su señor y por tanto su superior en la escala social.
La mujer ya no es sensual, sino que es una criada, que representa el papel educativo de la madre. En las escenas de género de Chardin no solemos encontrar al padre ni a ninguna otra figura masculina y si hay niños se da por supuesto que son disciplinados. Son las madres y las mujeres de aspecto maternal las que destacan imbuidas en sus tareas domésticas. Sus obras contrastaban con los temas heroicos y las alegres escenas del rococó que constituyeron la corriente artística principal durante la primera mitad del siglo XVIII.
El cuadro emana reposo, como todas sus obras. La escena es siempre algo bien hecho, bien construido. El gesto natural y preciso de los cuerpos nos transmite tranquilidad y calma. Resalta la delicadeza del colorido y la luz tenue que irradia en los personajes proyectando un aura de humanidad.
Chardin es un realista, pinta aquello que ve, los ambientes sencillos, el trabajo y los gestos cotidianos. Se mueve totalmente al margen de la moda galante y recoge la tradición interiorista de la Holanda del siglo XVII. Al igual que Vermeer, sitúa la mujer como centro de las casas modestas. Como el pintor de Delft, la luz será otra de sus grandes preocupaciones.
En sus pinturas es más importante las-formas que el contenido. Con eso y con todo, su mérito reside en la fusión extraordinaria de la técnica y la temática. Sus personajes son, de hecho, naturalezas muertas; inexpresivos, serios, y tan íntegros como un objeto artesanal.
Fue admirado por Denis Diderot por su técnica minuciosa y perfecta y por plasmar los valores morales. Tanto él como Greuze eran algunos de sus favoritos, mientras que despreciaba a Boucher por su vida depravada, que se reflejaba en sus cuadros. "¡Otra vez quí, gran mago, con vuestras composiciones mudas! ¡Cuántas cosas le dicen sobre la imitación de la naturaleza, la ciencia del color, y la armonía! ¡Cómo circula el aire alrededor de esos objetos! ¡La luz del sol cubre mejor los contrastes de los seres que ilumina! ¡Chardin no conoce colores amigos ni enemigos!", escribiría el filósofo refiriéndose al pintor.
Por sus naturalezas muertas y retratos intimistas se le considera el pintor de la burguesía francesa y el continuador de la pintura holandesa. Su obra La institutriz, de 46 x 37,5 cm actualmente se conserva en la Galería Nacional de Canadá, en Ottawa.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.