En 1800 Goya recibe el deseo del
rey de ser retratado con toda su familia. El pintor se traslada al palacio de
Aranjuez para estudiar del natural y realizar apuntes de los miembros de la
realeza, para luego, ya en su estudio madrileño, componer la obra definitiva.
La Familia de Carlos IV es un cuadro de una gran complejidad
compositiva en el que las figuras están situadas como en un friso, en una
alienación horizontal, aunque la línea no es recta, sino ondulada,
serpenteante, como en las composiciones barrocas.
De izquierda a derecha pueden
identificarse a los siguientes personajes: en primer lugar, al infante Carlos María Isidro y su
hermano Fernando, príncipe de Asturias y futuro Fernando VII; a continuación,
una enigmática figura femenina que, volviendo el rostro, resulta difícil
identificar. Tal vez sea un miembro de la familia que entonces estaba ausente o
bien la futura esposa del sucesor al trono, cuya identidad aún se desconocía.
Detrás de la joven, el rostro de María Josefa, hermana del rey.
En el centro de la escena, como
señal de poder, la
reina María Luisa de Parma, rodeada por sus hijos menores,
perfectamente iluminada, ostenta un aire desafiante y orgulloso. En el extremo
derecho del cuadro, la figura oronda de Carlos IV, situado en una posición
avanzada respecto al grupo. El rey aparece con una expresión ausente, con gesto
de incompetencia, pues era la reina quien llevaba las riendas del Estado. Tras
el monarca, su hermano Antonio Pascual y la infanta Carlota Joaquina,
hija mayor de los reyes, que sólo muestra la cabeza, y por último el núcleo
familiar compuesto por el matrimonio de los príncipes de Parma y el hijo de
ambos.
Los miembros masculinos llevan la
banda de Carlos III y en algunos es visible el Toisón de Oro, mientras que las
damas lucen la banda de la Orden de María Luisa y visten a la moda Imperio.
El propio Goya se autorretrata
ante su caballete en el margen izquierdo de la tela, a espaldas de la familia,
emplazándose en la
penumbra. Su cabeza está a la misma altura que la de los
reyes. Se representa a sí mismo no ya como un humilde cortesano, sino como un
observador. La imagen recuerda indudablemente a Las Meninas de Velázquez,
obra en la que seguramente se inspiró, pero sólo en algunos aspectos. Aquí no
hay juegos de perspectiva ni profundidad, sólo es una acumulación de modelos.
Como el pintor sevillano se coloca pintando, pero no crea un espacio tan
amplio, pues la escena se sitúa en un sala estrecha y apretada.
El pintor de Fuendetodos no dejó
de lado el espíritu crítico, el sentido descarnado, casi caricaturesco de sus Caprichos, aunque no parece que tuviera
ninguna intención satírica y sólo se ocupó de realizar una auténtica obra
maestra. Goya los mostró tal y como eran, como simples mortales, ni más
hermosos, ni más feos. Los presenta con un realismo implacable, casi cruel, sin
ningún tipo de idealización.
Son los juegos de luz y sombra y
los contrastes cromáticos los que recrean una escena excepcional. La luz,
erigiéndose como la auténtica protagonista del lienzo, irrumpe por la izquierda
produciendo leves destellos en joyas, condecoraciones y ricas vestiduras que
portan los retratados. La gran riqueza cromática de la tela se basa en
amarillos y oros sostenidos por azules y rojos.
Uno de los más extraordinarios
retratos colectivos de la historia de la pintura española, se conserva en el
museo del Prado, en Madrid. Realizado en óleo sobre lienzo mide 280 x 336 cm.
Fuente: Historia del Arte.
Editorial Salvat.