EUGENE DELACROIX
Y EL LINAJE DE LA PINTURA MODERNA
LA NATIONAL GALLERY DE LONDRES EXAMINA, A TRAVÉS DE UNA AMBICIOSA EXPOSICIÓN, EL LEGADO DE D ELACROIX EN LA PINTURA MODERNA Y EL SIGNIFICADO DE SU CRUCIAL INFLUENCIA EN LA OBRA DE LOS MÁS DESTACADOS PINTORES, DE MANETA KANDINSKI; MIENTRAS TANTO, EN PARÍS, EL MUSEO DELACROIX INDAGA EN EL INTERÉS DEL PINTOR POR EL ARTE GRIEGO Y ROMANO CARLOS G. NAVARRO
UN CÉLEBRE historiador del arte, Alfred H. Barr. Jr. ( 1902-1981 ), fue el reconocido autor de un árbol genealógico del arte moderno cuya influencia ha sido determinante para comprender la cultura contemporánea. Barr, primer director del MoMA de Nueva York, la institución cultural más influyente del siglo XX, sintetizó en un sencillo diagrama el parentesco histórico del arte moderno con el pasado más glorioso de la historia de la pintura.
El MoMA había nacido con la intención de prestigiar y hacer accesible el nuevo arte a un público que, en la década de los años treinta del siglo pasado, todavía se resistía a aceptarlo. Para ello llevó a cabo una valiosísima labor de selección y razonamiento de obras y artistas a través de un irrepetible programa de exposiciones que ha ofrecido durante décadas las claves necesarias para hacer comprender a la sociedad los discursos de la modernidad.
PATRIARCA DE LO MODERNO
En su afán de legitimación, Barr asoció en ese significativo esquema, elaborado como un árbol genealógico, a los más importantes pintores modernos con algunos maestros pretéritos, cuidadosamente seleccionados como eslabones previos, de acuerdo al orden dado por la crítica tradicional, dotándoles con esa secuencia ficticia de una necesaria nobleza heredada que identificaba a los primeros modernos como parte de una larga estirpe artística. Se autorizaba así, desde la noción académica de tradición, la entrada definitiva del arte moderno en la historia de la cultura y, con ello, ocupaba legítimamente el lugar privilegiado que le había reservado la posteridad.
En ese esquema, la más fecunda línea de creación contemporánea quedaba trazada a partir del maestro francés Eugene Delacroix (1798-1863). Barr fijó así una idea clave del imaginario contemporáneo: la condición de Delacroix-compartida con otros dos pintores franceses, lngres y Manet-como precursor del arte moderno, al tiempo que enlazaba a cada uno de ellos con grandes maestros de la tradición clásica de los siglos XVI y XVII – Rubens, Rafael y Velázquez, respectivamente-, distinguiéndose de esta forma tres claras sagas modernas. El ascendente de Delacroix sobre las generaciones inmediatamente posteriores a la suya es por tanto un hecho reconocido, y su influencia no ha pasado en absoluto desapercibida para la crítica.
La ambiciosa exposición que presenta ahora la National Gallery de Londres, organizada en colaboración con el Minneapolis lnstitute of Art, que ha sido su primera sede, se pregunta por la fecundidad real de esta asociación tradicional y por sus consecuencias plásticas más palpables hasta bien entrado el siglo XX, para, a partir de esta reflexión, explicar claramente los límites artísticos de esa genealogía ideal, valorando la recepción de la herencia artística de Delacroix más allá de su propio contexto histórico.
En ella se exhiben más de 80 obras, de las que cerca de un tercio son pinturas del maestro francés, entre las que destacan las réplicas y bocetos de algunas de sus composiciones míticas, así como sus trabajos preparatorios, que contienen en realidad lo más maduro y audaz de su arte, lo que enlaza con el modo en que fue apreciado por los primeros modernos. El resto de las pinturas de la exposición inglesa se deben a grandes artistas de la modernidad, en las que puede percibirse de forma nítida el impacto de su obra a través de varias generaciones posteriores a la suya, hasta llegar a la de Henri Matisse.
Comisariada por Patrick Noon y Christopher Riopelle, conservadores del Minneapolis lnstitute of Art y de la National Gallery, respectivamente, la muestra se ordena en cuatro grandes secciones que abordan los aspectos fundamentales de esta noción genealógica del estilo y sus repercusiones inmediatas en el arte de finales del siglo XIX y principios del XX. La exposición comienza con una alusión al famoso Homenaje a Delacroix, de Henri Fantin-Latour (París, Museo de Orsay), en el que diez célebres pintores se reúnen en torno al retrato de Delacroix un año después de su muerte para rendirle justo tributo; por tanto, enlaza, convenientemente, con la reveladora exposición, dirigida por Christophe Leribault en París en 2011, en torno a esa icónica pintura que exploraba la reivindicación de Delacroix no solo por sus propios discípulos, sino por una égida de pintores y poetas independientes que, frente a las convenciones académicas, reconocían como referente al maestro, por su forma libre de concebir la pintura.
A lo largo de su vida, la producción artística de Delacroix había dividido a la crítica debido a la consideración tan distinta que motivaron tanto su color como su técnica. Sin embargo, después de su muerte, y tras la publicación de sus diarios, el pintor fue revelado como un auténtico teórico del arte, lo que contribuyó notablemente a su apreciación como el ingrediente reconocible de la afirmación del estilo de las siguientes generaciones, que le encumbraron como a su mejor precursor. Inspirados por los argumentos más característicos de Delacroix, fueron estos los que determinaron decididamente el interés de los jóvenes artistas por sus obras.
MODELO DE PERFECCIÓN
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Piedad (a partir de Delacroix),
por Vincent van Gogh, 1 889,
óleo sobrelienzo,
73 x 60,5 cm, Ámsterdam,
Van Gogh Museum
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Así, el primer ámbito de la exposición de Londres aborda el concepto mismo de emulación, mostrando el modo en que fue admirado y reconocido por otros artistas, que copiaron sus obras como las de los grandes maestros antiguos. Junto a los homenajes, como el de Fantin-Latour del National Museum de Gales o la Apoteosis de Delacroix, pintado por Cézanne, del Museo de Orsay, que explican por sí solos la sinceridad de su reconocimiento, hay ejemplos de copias de obras del pintor, como la realizada por Manet de su Barca de Dante (Museo de Bellas Artes de Lyon) o la de su Boda judía en Marruecos realizada por Renoir (Worcester Art Museum), o incluso la incorporada en el fondo de la Naturaleza muerta con un boceto de Delacroix, de Paul Gauguin (Estrasburgo, Museo de Arte Moderno), quien llegó a coleccionar -como también hiciera Degas- un buen número de obras del pintor romántico. Todas ellas reflejan la conciencia, como modelo de perfección, con la que contemplaron su ejemplo, y junto a la copia de Rubens realizada por el propio Delacroix, profundizan en la noción de linaje artístico heredado a la que alude el concepto principal de esta exposición.
ORIENTALISMO ROMÁNTICO
Por otro lado, Delacroix es considerado como un descubridor para la modernidad del concepto de orientalismo. Su amor por el exotismo, interpretado como un escenario fuera de la norma, le llevó primero a imaginar y luego a conocer y repensar Oriente como un concepto genuinamente acuñado por la imaginación romántica. En pos de la autenticidad que emanaban sus pinturas, viajaron al norte de África –o incluso a España- un número casi infinito de artistas europeos que buscaron la experiencia de descubrir un paraíso lejano. Una de las claves de su fortuna crítica fue precisamente la recuperación por parte de los pintores modernos del orientalismo en clave teórica, para profundizar en cada una de suspropias propuestas artísticas.
A lo largo de la amplia sección dedicada a este aspecto pueden verse, mezcladas con algunas de las más bellas pinturas orientalistas debidas a Delacroix, las composiciones de Cézanne, Eugene Fromentin, Pierre-Auguste Renoir, Théodore Chassériau o Frédéric Bazille; todos ellos supieron capturar devotamente los motivos acuñados previamente por el maestro. Pero el empleo de esos motivos dados para la reflexión puramente pictórica queda en la exposición brillantemente asociado a la relación que mantuvo la pintura moderna no solo con la experiencia del viaje a Oriente o su conceptuación literaria, sino sobre todo con la forma en que los artistas modernos recibieron los argumentos narrativos propios de la tradición académica, con los que Delacroix había convivido.
Destaca particularmente en el contexto de la exposición el papel concedido por uno y por los otros al arte religioso, que asume el protagonismo principal de la tercera sección de la exposición. A partir del tratamiento de Delacroix de las imágenes icónicas de la tradición cristiana, la exposición lo relaciona con el interés de algunos de los modernos por esos mismos conceptos, ya en clave de contemplación estrictamente plástica. Así, Gustave Moreau, Odilon Redon, Van Gogh o Gauguin demostraron un interés sincero por interpretar esos mismos argumentos académicos, a menudo religiosos pero también históricos o literarios, a partir de Delacroix, como un camino de libertad hacia sus propias búsquedas personales.
El último tramo de la exposición culmina con la valoración del maestro como un precursor de la modernidad, desde lo formal, en pos de la idea de relativización del argumento, para ofrecer así el más hondo calado de su ejemplo a través de su posteridad artística. La liberación del colorido y de la pincelada fueron decisivas para la aceptación del gusto moderno, pero también lo fue que la observación de la naturaleza y la renuncia a los asuntos tradicionales se trataran con la misma gravedad que la tradición académica. Para Delacroix, "todos los temas se vuelven buenos por mérito del autor". De hecho, escribiría una valiosa admonición en ese sentido: " ¡Oh. joven artista!, ¿esperas un tema? Todo es tema, el tema eres tú mismo, son tus impresiones, tus emociones frente a la naturaleza. Dentro de ti es donde debes mirar, y no a tu alrededor". Liberados así de la dictadura de los argumentos poéticos impuestos por la Academia, los artistas modernos se enfrentaron, guiados por Delacroix, a la prosa del natural. De hecho, la exposición concluye con un conjunto de obras que se refieren a argumentos de la naturaleza, entre los que destacan las pinturas de floreros y los paisajes. Obras como Un jarrón de flores, de Gauguin, Estudio para una improvisación, de Kandinski, o dos pequeños estudios de Matisse, uno para Calma, lujo y voluptuosidad y otro llamado La japonesa, toman el relevo plástico al maestro francés. En ellas se asumen sus propósitos coloristas y libres y completan, finalmente, su mensaje de independencia artística.
Paradójicamente, el Museo de Delacroix de París exhibió hasta fina les de marzo de este año una pequeña pero muy pertinente e interesante exposición que plantea, sin pretensiones, el sincero interés que acercó al maestro francés al mundo de la Antigüedad y que supone el contrapunto a la muestra londinense, con la que ha coincidido algún tiempo.
La exposición francesa estaba centrada en la génesis y en el significado de la decoración que desplegó en su atelier parisino de la rue de Fürstenberg. Ese decorado estaba compuesto básicamente de altorrelieves vaciados de escogidas esculturas antiguas, y se han expuesto además algunos de sus dibujos de estudio de antigüedades griegas y romanas y varias pinturas. Todo ello deja al descubierto el aprecio y la sensibilidad de Delacroix hacia el mundo antiguo, lo que permite junto a la exposición de la National Gallery, una reflexión sobre la compleja noción de genealogía asociada a la aparición del gusto moderno. Delacroix, ferviente admirador de las antigüedades griegas y romanas, que pudo estudiar en el Louvre desde su juventud, contempló de ellas precisamente lo que tenían de audaces y poco convencionales, interesándose no tanto por los aspectos clásicos a los que venían asociándose, sino más bien por explorar sus límites formales y sus formas más transgresoras, como si reconociera lo anticlásico como un componente inmarcesible de la cultura.
(Fuente: Revista “Descubrir el Arte”, Mayo 2016, nº 207)