Al mismo tiempo que
disminuye el interés por el gran arte monumental, la pintura desciende también
de los frescos decorativos a los cuadros de caballete. La evolución de la
pintura griega es más rápida que la de la escultura. Es interesante recordar en
este sentido, que Polignoto, hijo y discípulo de un pintor de Taso, Aglaofón, y
que es el maestro característico de los grandes frescos de Delfos, Atenas y
Platea, ya pintó cuadritos de género sobre tablas a las que se había dado
previamente una ligera capa de estuco; en el fondo, la técnica
continuaba siendo la misma de la pintura al fresco, y los colores utilizados
eran los cuatro fundamentales.
Los asuntos y el estilo, sin embargo, debían
de variar profundamente. De dos ilustrísimos pintores de la primera generación
después de Fidias se han conservado muchas anécdotas, y hasta sus opiniones en
materia estética, por los dichos atribuidos a Sócrates, que cultivaba su
amistad. Son los rivales Zeuxis y Parrasio. Aristóteles, que había conocido los
grandes progresos del arte realizados por Scopas y Lisipo, se
quejaba de que las figuras de Zeuxis, si bien eran bellas, no tenían carácter
personal. La célebre Helena de Zeuxis, en Cortona, podría considerarse como
obra típica de este género; debió de ser un icono, imagen de una mujer bella,
pero inexpresiva. También de Zeuxis eran muy celebrados un Amor coronado de
rosas y varios cuadros con algunas figuras, entre ellas una familia de
centauros y un Hércules pequeño ahogando las serpientes.
Parrasio, que debió de ser más elegante y
delicado que Zeuxis, se complacía en detallar en grado sumo la expresión y el
carácter de sus figuras, así en la fisonomía como en el gesto. Esto se le
criticaba tanto como la inexpresiva frialdad de Zeuxis. Su Teseo, excesivamente
tierno, parecía" alimentado con rosas". Se han conservado descripciones
del cuadro de uno de los discípulos de Parrasio, Timantes. Representaban el
sacrificio de Ifigenia, y lo admiraban los antiguos por la manera de expresar
el dolor en los personajes. Agamenón aparecía velado, para esconder así su
desesperación de padre; los demás héroes de la guerra de Troya manifestaban con
viveza sus sentimientos: Ulises, Menelao, Néstor. En lo alto se veía a Diana
con una cierva, que tenía que sustituir a Ifigenia en el sacrificio, salvada
por la diosa según tradición recogida también por Eurípides.
Admira de qué pobres materiales hay que
valemos para reconstituir las grandes obras pictóricas desaparecidas del arte
griego, y ello a menudo hace caer en la incertidumbre. Así, el sacrificio de
Ifigenia ha sido transmitido por un mosaico romano hallado en Ampurias y por
una pintura del Museo de Nápoles; ambas interpretaciones pueden conservar algo
del cuadro de Timantes, pero divergen tanto en la composición general como en
los detalles. A la diferencia de interpretación contribuyen la edad y la
técnica; el fresco que se custodia en el Museo de Nápoles debe de ser más
cercano al original que el mosaico de Ampurias, porque la figura de Agamenón,
tal como está allí a un lado y totalmente cubierta por el manto, reaparece a
menudo en relieves de sarcófagos romanos con el mismo asunto.
A otra generación pertenece ya Apeles, un
pintor griego de Asia, nacido en Colofón, pero que pintó en Efeso y murió en
Cos. Su fama determinó a Alejandro a concederle el privilegio de pintar sus
retratos. En Éfeso se admiraban sus cuadros más famosos, entre ellos una
Afrodita Anadiómena, o Venus saliendo del mar, que en pintura venía a ser lo
que la Venus de Cnido en escultura. No se conserva ninguna copia de esta
pintura, pero hay varias estatuas de una Venus joven escurriendo sus trenzas
todavía húmedas y llenas de algas, que acaso reproduzcan la Afrodita pintada
por Apeles. Es otro caso de traducción en escultura de una obra maestra
originariamente pintada.
Existen asimismo varias referencias escritas
de otras pinturas de Apeles, que representaban a Alejandro en coloquio con los
dioses o ya francamente divinizado; en sus pinturas él y sus discípulos debían
de perpetuar asimismo los hechos capitales de la vida del gran conquistador. A
Apeles o a su discípulo Filoxeno hay que atribuir el original de un mosaico de
Pompeya, que puede admirarse en el Museo de Nápoles. Representa la batalla de
Issos, cuando Alejandro ataca personalmente al grupo de mil lanceros llamados
los inmortales, que forman la invencible escolta de Darío. El héroe macedonio,
con la cabellera revuelta, embiste a caballo a los temidos guerreros persas y
lleva la confusión hasta el mismo carro de Darío. La célebre batalla se ha
resumido hábilmente en aquel episodio; en una sola escena están expresadas la
gloria de Alejandro y la victoria de los griegos. No hay otra indicación del
lugar más que un extraño tronco de árbol; sin embargo, la profundidad del
espacio está hábilmente sugerida por la diversa inclinación de las lanzas, que
se entrecruzan indicando que entre ellas queda cierto espacio.
Si bien no se conoce con seguridad al autor
de este cuadro de la batalla de Issos, en cambio ha llegado hasta hoy el nombre
de otro pintor de la época: Etión, autor de un cuadro también famoso que
representaba las bodas de Alejandro y Roxana. Queda de él una detalladísima
descripción de Luciano, quien, alabando el conjunto, describe las figuras de
los esposos y de los pequeños amorcillos que juegan con las armas del
conquistador.
Como un eco del cuadro de Etión es probable
que se perciba en el fresco descubierto en Ostia, que enriqueció la colección
Aldobrandini y actualmente se halla en la Biblioteca Vaticana. Se trata de una
copia muy pequeña; las figuras, mucho menores del natural, están todas en un
mismo plano, lo que revela que el original de la composición databa, por lo
menos, de principios del siglo III a.C. En el centro descuella el grupo hermosísimo
de la esposa, velada aún, pálido el rostro, y escuchando los últimos consejos
de Peitos semidesnuda.
Del mismo estilo del siglo IV a. C., o a lo
sumo de principios del siglo III, es el modelo de una gran composición
descubierta en una quinta de los suburbios de Pompeya, la llamada Villa de los
Misterios. Son los más hermosos frescos de la antigüedad recobrados hasta hoy;
los únicos de grandes dimensiones, con numerosas figuras mayores del natural.
La fecha de su ejecución material es conocida, porque las obras de construcción
de la quinta que decoraban fueron interrumpidas por el cataclismo que destruyó
la ciudad; pero los modelos son muchísimo más antiguos, griegos seguramente, y
repetidos en Pompeya, como nosotros decoramos a veces nuestras casas con copias
de pinturas del Renacimiento italiano. Los temas representados son extraordinariamente
interesantes: a un lado se halla el cuadro del gineceo con la madre de familia,
la cual enseña a leer a un niño y recibe la visita de las amigas; probablemente
se conciertan para ir a la fiesta de iniciación de algún nuevo tipo de
misterios. A continuación hay un largo plafón con curiosas representaciones de
las ceremonias: varias jóvenes se muestran poseídas del frenesí o delirio
báquico, propio de un rito extraño; perseguidas por unas figuras negras,
aladas, ejecutan una danza completamente desnudas; una de las muchachas cae
anonadada sobre las rodillas de su compañera, la cual, sin duda alguna, procura
reanimarla. Evidentemente se trata de una liturgia que exige el paroxismo de
una gran emoción. Entre terrores y revelaciones de frases extrañas de doble
sentido, las almas de las personas candidatas a la cofradía reciben algo que
era exclusivo de los iniciados y que les haría contemplar el mundo con otra
realidad de la que veían con sus ojos naturales. Es de todo punto imposible
hacer suposiciones acerca de la clase de misterios de que participan las
figuras representadas en los frescos de la Villa de los Misterios, pero es muy
dudoso que fueran una imitación diluida y provinciana de los misterios de
Eleusis. Tampoco representan el delirio báquico de la orgía.
Iniciación
al culto dionisíaco, Villa de los Misterios, Pompeya. A la derecha,
una mujer a la espera de la ceremonia de purificación.
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Los misterios eran muchos y muy variados,
casi tantos como lugares reputados santos había en Grecia y en las islas. Es
seguro que nunca llegaremos a conocer el valor, seriedad y trascendencia
mística e la mayoría de ellos, pero todos tenían en común el hecho
característico de la experiencia religiosa, universal en el mundo entero; esto
es, el cambio radical en el alma del myste o catecúmeno después de la iniciación.
En otras religiones se llama "salvación, conversión, segundo
nacimiento". El alma, cambiada, casi no se reconoce a sí misma: detesta
aquello que amaba y ama lo que detestaba. Por esto en la escena de la Villa
ltem se presenta un espejo a las personas que han recibido la iniciación, para
demostrarles que son otras y que hasta su aspecto físico se ha transformado. Es
posible que después de haber sufrido las pruebas que exigía la ceremonia, con
terrores y castigos que acaso duraran toda la velada, las caras de los
iniciados reflejasen en el espejo la congoja y los sufrimientos, y no fueran
capaces de reconocerse a sí mismos.
No es extraño que las ideas y ceremonias de
los misterios influyeran en el arte. Debían de ser tremendamente impresionantes
y algunos casi exclusivamente estéticos. Heródoto, tan sarcástico y escéptico
en materias religiosas, no puede disimular la impresión que le causó el
misterio de Osiris, que pudo presenciar en Menfis.
Fuente: Historia del Arte.
Editorial Salvat.
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