La encantadora de serpientes (La charmeuse de serpents) es obra de Henri Rousseau, el Aduanero, un perfecto autodidacto que supo crear una obra valiosa y sincera, y cuya inspiración en la imaginación popular y en los relatos de la época le convirtieron en el pionero de un nuevo exotismo.
Comenzó a trabajar aproximadamente en torno a 1875, y sólo hacia 1884, con ya cuarenta años, se dedicó sistemáticamente a la pintura. Sus cuadros chocaron con los convencionalismos de la sociedad burguesa del momento al recurrir a las técnicas realistas consideradas pasadas de moda. Pero esta pecu liar manera de representar la realidad fue inmediatamente valorada por muchos artistas, entre ellos por el propio Kandinsky, quien consideró a Rousseau el padre del nuevo realismo. Ya Picasso y Braque sintieron la fascinación de sus pinturas por el tratamiento simple de las formas y la ignorancia de las convenciones.
Desde el punto de vista compositivo, La encantadora de serpientes, de 1907, es uno de los mejores logros de este artista, no sólo por ser una obra más en el grupo de sus Junglas, sino también por lo que supone respecto a su concepción artística. El tema exótico se halla inserto en una visión paisajística bastante compleja de planos, con contornos definidos y un extraordinario uso del color. La vegetación parece crecer enfrente mismo de los ojos del espectador.
En lo que atañe a la iluminación destaca cómo la tenue luz lunar incide sobre la vegetación del bosque y se refleja en el agua. La figura de la mujer, de piel oscura, no recibe ningún foco lumínico, viene a ser tan sólo una silueta, la cual se adivina en medio de la selva tropical. Ella toca la flauta y no sólo hace bailar a la serpiente, sino también a las plantas que aparecen iluminadas en primer término. La pintura se transforma en una misteriosa jungla llena de poesía y ensueño. El lienzo transmite un grado de irrealidad y fantasía.
A pesar de que sus fuentes de inspiración fueron tarjetas postales, cromos de almanaques e incluso fotografías, su profunda imaginación transformaba las pinturas en sueños llenos de gracia, ingenuidad y misterio. La exuberancia y el exotismo que desprende la representación hizo pensar que pudiera haber viajado hasta estos lugares que le hubieran permitido el conocimiento directo de esta naturaleza salvaje. Sin embargo, nunca viajó fuera de Francia, para él no existió más realidad que la del Jardín Botánico de París, que le sirvió de modelo y guía para sus estudios de vegetación.
De gran calidad pictórica así como un profundo espíritu simbolista, la obra se inspiró en un relato de la madre del pintor Delaunay. Parece que Rousseau ideó el cuadro tras haber oído de labios de la señora Delaunay la historia de su propio viaje a la India; pero importa recordar también que sobre aquellos años precisamente algunas encantadoras de serpientes se habían exhibido en París, en el circo Molier. Por tanto, es posible que acudiese a estos exóticos espectáculos para dar nueva forma a su arte.
Expuesto en el Salón de los Independientes de 1907, perteneció al coleccionista Jacques Doucet hasta la adquisición por el museo francés, donde ingresó en 1936.
Este óleo sobre lienzo de 169 x 189,5 cm conservado en el Musée d'Orsay, en París, de colores planos y alegres, es un magnífico ejemplo de lo que ha convenido en llamarse arte naif.
Comenzó a trabajar aproximadamente en torno a 1875, y sólo hacia 1884, con ya cuarenta años, se dedicó sistemáticamente a la pintura. Sus cuadros chocaron con los convencionalismos de la sociedad burguesa del momento al recurrir a las técnicas realistas consideradas pasadas de moda. Pero esta pecu liar manera de representar la realidad fue inmediatamente valorada por muchos artistas, entre ellos por el propio Kandinsky, quien consideró a Rousseau el padre del nuevo realismo. Ya Picasso y Braque sintieron la fascinación de sus pinturas por el tratamiento simple de las formas y la ignorancia de las convenciones.
Desde el punto de vista compositivo, La encantadora de serpientes, de 1907, es uno de los mejores logros de este artista, no sólo por ser una obra más en el grupo de sus Junglas, sino también por lo que supone respecto a su concepción artística. El tema exótico se halla inserto en una visión paisajística bastante compleja de planos, con contornos definidos y un extraordinario uso del color. La vegetación parece crecer enfrente mismo de los ojos del espectador.
En lo que atañe a la iluminación destaca cómo la tenue luz lunar incide sobre la vegetación del bosque y se refleja en el agua. La figura de la mujer, de piel oscura, no recibe ningún foco lumínico, viene a ser tan sólo una silueta, la cual se adivina en medio de la selva tropical. Ella toca la flauta y no sólo hace bailar a la serpiente, sino también a las plantas que aparecen iluminadas en primer término. La pintura se transforma en una misteriosa jungla llena de poesía y ensueño. El lienzo transmite un grado de irrealidad y fantasía.
A pesar de que sus fuentes de inspiración fueron tarjetas postales, cromos de almanaques e incluso fotografías, su profunda imaginación transformaba las pinturas en sueños llenos de gracia, ingenuidad y misterio. La exuberancia y el exotismo que desprende la representación hizo pensar que pudiera haber viajado hasta estos lugares que le hubieran permitido el conocimiento directo de esta naturaleza salvaje. Sin embargo, nunca viajó fuera de Francia, para él no existió más realidad que la del Jardín Botánico de París, que le sirvió de modelo y guía para sus estudios de vegetación.
De gran calidad pictórica así como un profundo espíritu simbolista, la obra se inspiró en un relato de la madre del pintor Delaunay. Parece que Rousseau ideó el cuadro tras haber oído de labios de la señora Delaunay la historia de su propio viaje a la India; pero importa recordar también que sobre aquellos años precisamente algunas encantadoras de serpientes se habían exhibido en París, en el circo Molier. Por tanto, es posible que acudiese a estos exóticos espectáculos para dar nueva forma a su arte.
Expuesto en el Salón de los Independientes de 1907, perteneció al coleccionista Jacques Doucet hasta la adquisición por el museo francés, donde ingresó en 1936.
Este óleo sobre lienzo de 169 x 189,5 cm conservado en el Musée d'Orsay, en París, de colores planos y alegres, es un magnífico ejemplo de lo que ha convenido en llamarse arte naif.
Texto extraído de: Historia del Arte. Editorial Salvat
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