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La escultura: Kúroi y Kórai


Mientras la arquitectura iba elaborando estas formas tan precisas, los escultores luchaban rudamente con las dificultades de la técnica. El secreto de la admirable belleza, jamás superada, que consiguieron las obras de la estatuaria griega consiste en la fijeza de los tipos. Los escultores avanzaron paulatinamente sin salir nunca de un reducido número de tipos bien definidos. Las escuelas dóricas de la Grecia continental se fijaron más bien en el tipo masculino y lucharon trabajosamente para interpretar la anatomía de las formas humanas en su imagen típica del atleta, hombre joven desnudo, primero rígido y después animado de movimiento, con las piernas un poco separadas.

Apolo del Piombino (Musée du Louvre, París). Llamado así porque se encontró en 1832 en el mar, cerca de Piombino -frente a la isla de Elba-, es un bronce de algo más de un metro de altura, con características arcaizantes que permitirían fecharlo en el siglo VI a.C. aunque para otros se trata de una reinterpretación tardía. El pequeño Apolo, si es que lo fue, debería llevar originalmente en la diestra un arco y una flecha. El hermoso rostro, que los cabellos recogidos aureolan, aparece lleno de nobleza y serenidad.



En los primeros días del arcaísmo, se ve aparecer al hombre en una inmovilidad grotesca; mas poco a poco se mueve y gana en inteligencia y expresión. Son innumerables las figuras de este tipo que se encuentran en Grecia y en muchos museos de Europa. En un principio se creyó que eran representaciones de Apolo. Actualmente se cree que cada una de estas estatuas masculinas de la Grecia primitiva es un retrato "heroico", un retrato idealizado, para poner sobre un monumento. Son retratos de atletas jóvenes, porque se representan imberbes e impúberes, y algunos de ellos llevan larga cabellera, lo que demuestra que no han llegado a la mayoría de edad, puesto que el efebo griego no se cortaba la cabellera hasta llegar a la completa madurez. A veces, el cabello de los Apolos arcaicos o kúroi (plural de kuros, palabra que en griego significa el mancebo) no cae suelto sobre la espalda, sino recogido o trenzado en varios bucles sobre los hombros.

Kuros de Milos y de Sunion (Museo Nacional de Atenas). El arte griego, excepcional equilibrio de intuición, racionalidad y sentimiento, supone un paso decisivo en la evolución artística de la humanidad. Por primera vez el hombre, enfrentado consigo mismo, acepta el riesgo del realismo. El ídolo, perdido su carácter mágico, se convierte en estatua, conexión orgánica, funcional de las diversas facetas de una imagen: en esta total aceptación del hombre está la verdadera grandeza del arte griego. Los kúroi, jóvenes atletas en la plenitud de su gracia adolescente -esculturas de carácter funerario, pero, más a menudo, exvotos por una victoria- son los primeros balbuceos de un nuevo modo de mirar. Los cabellos son todavía rígidos, así como la postura. Pero la pierna avanza con gesto humano y una débil sonrisa ilumina el rostro. Las esculturas corresponden a esta primera época, hacia 550 a.C. 
Kuros de Anavyssos (Museo Nacional de Atenas). Monumental escultura en mármol de 1,94 metros, que fue hallada en Anavyssos, en 1936. Dos años más tarde se encontró la base, en cuyo segundo peldaño estaba escrito: "Permanece triste y en pie junto a la estela del fallecido Kroisos, luchador de primera línea a quien el tempestuoso Ares ha arrebatado". Kroisos murió hace dos mil quinientos años, pero su noble figura, que avanza hacia la muerte con la sonrisa jónica en sus labios jóvenes, nos entristece todavía; tal como aconseja el dístico.



Pero lo que justifica la calificación de retratos heroicos que se le han dado a las figuras antes llamadas Apolos arcaicos es que siempre ciñen sus sienes unas bandas o cintas, coronas simbólicas que los griegos llamaban stéfanos y que son la señal distintiva de su carácter heroico semidivino. Para explicarse esta necesidad de ser algo más que simples figuras de atletas los personajes representados en las primitivas estatuas dóricas, no hay más que recordar la singular repugnancia que sienten todos los pueblos primitivos por la representación figurada. Un retrato sirve para prolongar la permanencia y, en cierto modo, eternizar la vida del ser que representa, y sirve también para alejar o producir maleficio a quienes lo contemplan.

En Egipto, muchos faraones se ensañaron en destruir las facciones de sus antecesores o borraron sus nombres y los suplantaron con los propios. En la Grecia primitiva predominaba el mismo concepto entre los dorios; una ley o costumbre no codificada prohibía la representación de personajes que no fueran de carácter divino o semidivino, o sea que se tratara de héroes. Esta ley a menudo se transgredía y hasta llegó a olvidarse completamente en el siglo V a.C. Pero debió de respetarse estrictamente en los siglos VIII y VII, y esto explica la abundancia de figuras de atletas impúberes, a los que antes se solía designar como Apolos arcaicos.

Caballero Rampin (el cuerpo en el Museo de la Acrópolis de Atenas y la cabeza original en el Musée du Louvre). La invasión doria es un revulsivo en la historia de Grecia, que aporta formas de sociedad distintas y muy originales. El convencionalismo de las primeras obras evoluciona hacia prototipos cada vez más representativos. El Caballero Rampin, miembro de la dorada juventud ateniense en tiempos de Pisístrato, fue probablemente vencedor en un concurso hípico, puesto que su cabeza está coronada de hojas de roble. Pero esta cabeza, ligeramente inclinada, marca el abandono del principio de la frontalidad, lo que supone un importante cambio estético, mientras su sonrisa y la ordenada barba son todavía arcaicas. Esta escultura, fechada hacia el año 550 a.C., es una fusión fecunda del arte jónico y el del Peloponeso.



Son héroes, porque de otro modo no llevarían la corona que les caracteriza indiscutiblemente como inmortales. Consiguieron la categoría de héroes por haber ganado la carrera de cien metros en Olimpia. Zeus había concedido este favor a los vencedores de aquella carrera en los Juegos porque una tradición suponía que al nacer, cuando todavía era un tierno infante, antes de que su padre Cronos pudiera devorarle como había hecho con sus anteriores vástagos, unos muchachos dorios que jugaban a correr en la vertiente del Ida oyeron los gritos del recién nacido, lo raptaron y se lo llevaron a la lejana Olimpia. Por este favor, los mancebos que vencían en la carrera de cien metros tenían derecho a erigirse una estatua. Eran héroes. Si ganaban tres veces la misma carrera, al derecho de la estatua se añadía el del parecido, y el retrato podía recibir entonces las facciones del héroe retratado; sin esta triple victoria, la estatua se identificaba sólo con una inscripción. De esta manera se tendría una estatua de atleta corredor para cada Olimpiada, que, naturalmente, se colocaba en el "heroón", lugar sagrado junto a la puerta de la ciudad natal del muchacho "campeón"; pero, además, algunos de los vencedores en los juegos de Olimpia dedicaron otras estatuas con sus nombres en los santuarios panhelé­nicos y aun en lugares de menor importancia.

⇦ Koré de Antenor (Museo de la Acrópolis, Atenas). En el pedestal hay una inscripción excepcional, porque recoge los nombres del escultor Antenor y el de su padre Eumares, célebre pintor citado por Plinio. Ambos trabajaron en esta escultura tremenda (2,55 metros), nueva visión de severa espiritualidad en la concepción arquitectónica de la figura humana. La esbeltez ascendente de la línea, que rematan sólidamente los hombros y la cabeza noblemente erguida, presagian lo que se llamará el "estilo severo" de la plásti­ ca griega, y cierra el período arcaico.






Koré de Eutídicos (Museo de la Acrópolis, Atenas). "Eutídicos, hijo de Telearco, la dedicó" es la inscripción que lleva en la base esta koré. Esculpida hacia el año 500 a.C.. los obreros que la encontraron en la Acrópolis, en 1882, la bautizaron con el nombre de "La Malcarada". Los labios abultados, en un mohín de chiquilla contrariada, y su mirada despreciativa han hecho popular el divertido apodo. Sin embargo, bajo estos signos anecdóticos se nos revela una evolución en la plástica griega: el abandono del anonimato sobrio y estilizado de los héroes.



La carrera de los cien metros era el medio más frecuente de conseguir la exaltación a la categoría de héroe, pero a veces la voluntad de Zeus se manifestaba de manera directa. La muerte por el rayo era señal de ser elevado a la condición heroica; la muerte instantánea o por alguna manera extraña permitía creer en la posibilidad de una intervención divina. Y la condición de héroe semidivino no se obtenía por virtudes ni por esfuerzo militar.

Por esto el privilegio concedido a los héroes de sobrevivir como serpientes enroscadas en los montículos de sus sepulcros era altamente deseable. Tanto más cuanto que el Olimpo dórico era un Valhalla o Paraíso herméticamente cerrado a los humanos. Únicamente media docena de mortales habían sido aceptados al banquete de los dioses por ser hijos o favoritos del Gran Zeus, como Hércules, Cástor y Pólux, Ganimedes, Psiquis.

Hera de Samos (Musée du Louvre, París). Escultura de la época arcaica, que fue realizada hacia el año 560 a.C.











 Dama de Auxerre (Musée du Louvre, París). Escultura que se puede fechar hacia el año 650 a.C. y que es una de las primeras versiones en piedra de los primitivos xoana de madera. El artista no ha tratado de captar la realidad, la ha recreado a partir de sucesivas imágenes conservadas en la memoria, lo que da a la escultura un aire de símbolo. La frontalidad de la figura, construida como una fachada cuya maravillosa plástica enriquecen los dibujos geométricos de la falda, corresponde a un sentimiento arcaico todavía temeroso de lanzarse al mundo del movimiento.



Las estatuas de atletas son especialmente preciosas en el arte griego primitivo, porque escasean en esta época imágenes representando a dioses. Textos y tradiciones mencionan fetiches de madera que los griegos llamaban xoana (en singular xoanon) a los que se concedía culto. A los xoana había que vestirlos y bañarlos; caso de tener ya forma humana, ésta debía de ser muy simplificada. Se continuaron venerando hasta la época clásica. En los tesoros de los templos o en las mismas cellas, junto a las grandes estatuas de las divinidades se enseñaban los antiquísimos leños que habían recibido el culto primitivo. Pero de todos los de que hablan los textos eran simulacros de divinidades femeninas. Esto explica que se tengan una serie de estatuas de doncellas, o kórai, paralela a la de los kúroi, muchachos predilectos de Apolo y Zeus. No se sabe a ciencia cierta qué calidad de personas eran las kórai ni tampoco lo que les había dado derecho a ser retratadas; únicamente se desprende de las estatuas que eran jóvenes y con carácter casi heroico, porque están coronadas con diademas. A veces se identifican con nombres.

Algunas van vestidas a la moda jónica, lo que hace resaltar más todavía el contraste con los atletas dó­ricos encumbrados a la categoría de héroes por el dorio Zeus. La indumentaria jónica consiste en una túnica corta, llamada en griego jitón, sobre la cual se arrebuja un manto caído de un hombro y cruzado sobre el pecho. Este manto, llamado himatión, se recoge graciosamente con la mano izquierda. Otras kórai visten ya a la moda dórica, consistente en una túnica larga que llega hasta los pies y en el severo peplo, pieza cuadrada de lana cogida por medio de dos fíbulas o broches sobre los hombros, y que cae plana cubriendo la espalda y los pechos hasta la cintura. Túnica y peplo rígidos a la moda dórica envuelven tan completamente la forma femenina, que el cuerpo parece un tronco liso. Se diría que se trata de imitar al xoanon de madera.

 Niké de Delos de Akermos de Quíos (Museo Nacional de Atenas). Quíos es donde el artista la esculpió en mármol de Paros hacia el año 588 a.C., junto con su padre y colaborador Milkiades. Iconográ­ficamente, los seres míticos alados tienen su origen en las culturas orientales, pero los griegos los relacionaron con la Victoria, de ahí el nombre de Niké. La diosa alada, flexionando ingenuamente las rodillas, representa uno de los primeros intentos artísticos de despegarse de la tierra. Con sus cuatro alas, hoy desaparecidas, encarnaría el viejo sueño de ícaro: el dominio del cielo, morada de los dioses.






















Pero hasta en ciertas kórai vestidas a la moda jó­ nica queda como una reminiscencia del tronco circular, acaso el pilar o fuste de columna prehelénico.

Hay una intención simplificadora en estas estatuas; son como vigas o columnas, no por falta de técnica; obsérvese en la famosa Hera de Samos del Louvre, casi un xoanon, la perfecta talla de los pies y el elegante plisado de la túnica, de un arte refinado. El mismo cuerpo cilíndrico de los viejos xoana puede verse en la Dama de Auxerre, del Louvre. Un brazo está pegado al cuerpo y el otro, doblado sobre el pecho, casi forma bloque con él.

Los dos tipos principales de la primitiva escultura griega, el tipo masculino de los jóvenes atletas y el femenino de las muchachas con manto, mantienen ciertas características que persisten en todo el período arcaico. El tipo masculino permite ver la manera como ha sido interpretado el cuerpo humano desnudo, subdividiéndolo en planos y acentuando sus líneas principales del pecho, de la cintura y la cadera. La figura está vista desde una posición de frontalidad, y hay gran simetría en sus movimientos, por cuanto avanzan moviendo la pierna izquierda y van con los brazos en equilibrio, como si llevaran el sistro o sonaja de las estatuas egipcias.

El tipo femenino está siempre vestido, pero los ropajes caen en pliegues paralelos, adaptados al cuerpo. En un principio, la forma humana desaparece en absoluto; no se ve más que el cilindro de la estatua; después, ocurre precisamente todo lo contrario, ya que el vestido se ajusta marcando las diferentes partes del cuerpo hasta con exceso.

⇨ Moscóforo (Museo de la Acrópolis, Atenas). Esta escultura, hallada durante las excavaciones de 1864, está fechada hacia el año 470 a.C. En 1887 apareció la base y la inscripción permitió identificarla como el exvoto de un tal Rombo, Bombos o Kombos (falta la primera letra), un gran señor del Ática que se presenta con la ofrenda del becerro. Ambas figuras estuvieron policromadas y en el animal se conservan restos de pintura azul. El Moscóforo es una obra concisa, rotunda, de una magnífica expresividad; la obra maestra de un escultor ático, el resto de cuya producción no ha llegado desgraciadamente hasta el presente.



Las cabezas, tanto de las esculturas de tipo femenino como de las de tipo masculino, son de cráneo pequeño, de forma esférica; la frente, reducida; los ojos en forma de almendra, algo inclinados, puestos de lado; pero como si fueran vistos de frente, y la sonrisa, llamada arcaica, estereotipada en los rostros, trata de expresar una idea de vida, y aún más que vida, de plácida beatitud.

Pero cuando los escultores primitivos de Grecia quisieron interpretar el movimiento, sus obras no demuestran más que una ingenuidad encantadora. Un tal Akermos firma muy orgulloso una Nike o Victoria volando encontrada en Delos. Akermos no tiene otro medio para indicar que la figura avanza en el aire que ponerla arrodillada; así no toca de pies en el suelo, y sólo se apoya por los pliegues de la tú­nica, que pasan rozando sobre el pedestal.

Otro tipo masculino, que no es ya el del simple atleta, es el que se ve iniciarse en la magnífica estatua conocida por el Moscóforo, figura de hombre joven llevando a cuestas un pequeño becerro, del Museo de Atenas. Esta estatua fue encontrada también en la Acrópolis, estaba labrada en mármol del Himeto y debía de ser el exvoto de cierto Rombo, hijo de Pales. Lo mismo que la Hera de Samos, su arcaica simplicidad no es óbice para que esté sabiamente modelada. El Moscóforo lleva un vestido adaptado al cuerpo, y sus formas musculosas están suavizadas por esta fina malla. Este tipo maravilloso de los primeros tiempos del arte griego sugiere, por asociación de ideas, la representación del Buen Pastor del arte cristiano.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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