Punto al Arte: El simbolismo

El simbolismo

Sin necesidad de remontarse a los antiguos y a la Melancolía de Alberto Durero, hay que admitir que William Blake (1757-1827) fue el verdadero precursor del simbolismo. Lo es por sus alusiones alegóricas, por su Torbellino de amantes, por su arte de visionario y de místico, en le que aparecen mezclados paganismo y cristianismo. Lo es incluso por su profetas y su Dios barbudo, que más bien parece destinado al Walhalla de Wagner. Otro antecesor del simbolismo fue el alemán Phillip Otto Runge (1777-1810), cuyas pinturas cíclicas sobre la Mañana (Museo de Hamburgo) están sembradas de mujeres-auroras y de niños con guirnaldas. En Francia, lo es el grabador Rodolphe Bresdin (1825-1885), ese genio extravagante (vivía en un desván transformado en jardín, con cursos de agua corriente) que descubre, en la Comedia de la muerte, el obsesivo y macabro símbolo de la vida perecedera.

Cristo en el Monte de los Olivos de Gustave Moreau  (Museo de Gustave Moreau, Paris) Máximo exponente del Simbolismo francés, este artista se interesó mucho por los tema bíblicos. En esta obra muestra el episodio de Cristo orando en el monte de los Olivos poco antes de ser crucificado. Si bien estaba muy influido por los grandes pintores renacentistas, él siempre hacía una interpretación muy personal de las escenas religiosas conocidas. 

En 1981, como ya ha sido señalado, se publican los preceptos del simbolismo pictórico en el Mercure de France, aunque el movimiento simbolista llevaba ya cierto tiempo incubándose. En el mundo de las letras y las artes nunca había sido tan grande el deseo de recurrir a figuras e imágenes empleadas como signos de una cosa o de una persona, y ello con carácter propio y distintivo. De este modo se pretendía suscitar o resucitar la idea de un objeto o de un personaje en contraste con la representación concreta de la realidad.

En las artes plásticas, el simbolismo aparece con la pintura de Gustave Moreau, el diletante solitario enemigo de las exposiciones. En la rue La Rochefoucauld poseía un taller que permanecía secretamente cerrado incluso para sus admiradores y que sólo se abría a los alumnos, los futuros fauves, que él mismo formaba en la Escuela de Bellas Artes, en la que entró por verdadera casualidad. Moreau había pintado, en 1864 y 1865, Edipo y la Esfinge y El joven y la muerte, la gran composición relacionaa con la desaparición prematura de Théodore Chassériau. En su arte, este maníaco genial se muestra obsesionado o¡por la cruel figura de Salomé, hasta el punto de impregnar su obra con un demonismo secretamente erótico. Su obsesión por la belleza femenina convirtió a esta última representación –la de Salomé- en el personaje central y centrífugo de su obra.
⇦ Aparición de Gustave Moreau (Museo de Gustave Moreau, Paris) Se trata de la representación al óleo de una acuarela que el propio artista expuso en el Salón de 1876. La historia de Salomé, símbolo de la mujer atractiva, decadente y perversa, apasionó en gran medida a este pintor, máximo exponente del simbolismo francés. Aquí la plasmó en un marco de recargada suntuosidad, aterrada ante esta acusadora visión, pero, aún así, irresistiblemente seductora.



La célebre acuarela expuesta en el Salón de 1876, la Aparición, ejerció una fortísima influencia en el arte simbolistas, sobre todo por la evocación de la hija de Herodes, cuya imagen Moreau multiplicó y en cuyo cuerpo dibujó filigranas de insidiosos tatuajes. La obra de Gustave Moreau está repleta de esfinges, grifos, hidras, unicornios y flores místicas, de Dalilas y liras muertas. Este arte, sobrecargado de columnas de ópalo y de paredes de crisoberilo, era exactamente lo contrario del realismo de Courbet y del antiintelectualismo. Al igual que Gustave Moreau, caso todos los artistas simbolistas fueron grandes lectores.
       
Su cultura estuvo alimentada por la Salambô de Flaubert, la Salomé de Oscar Wilde, el Al revés de Huysmans y las crónicas de Jean Lorrain. Eso, sin hablar de Poe, de Baudelaire y de músicos como Chausson y Duparc. El arte de Gustave Moreau tiene ciertas afinidades con el de los prerrafaelistas ingleses y, sobre todo, un paralelismo con el Burnjones de los Sleeping Knighs (Walker Art Gallery de Liverpool); por el contrario, no tiene relación alguna con el simbolismo con que Fantin-Latour envuelve sus litografías en honor de Ricardo Wagner.
Salomé en el jardín de Gustave Moreau (Museo Mahmoud Khalil, El Cairo). Este es uno de los varios cuadros que el artista dedicó al personaje bíblico de Salomé, un tema que parecía obsesionarle. Inspirado en la Salomé de Oscar Wilde, realizó esta obra en acuarela representando a una bella y aparentemente inocente joven llevado la cabeza de San Juan Bautista en una bandeja.


⇨ Litografía de la serie dedicada a  Edgar Alan Poe de Odilon Redon (Biblioteca Nacional, París). Subtitulada El ojo como un globo extraño se dirige hacia el infinito, esta obra, junto con las otras seis que la acompañan, fue concebida en 1882 no como una ilustración del poeta estadounidense, sino más bien como un tributo a la pasión de éste por lo extraordinario y lo sobrenatural. El tema del ojo obsesionó a Redon  y lo trató con diferentes matices, ya fuera como símbolo de conciencia universal, cuando lo representaba abierto, ya como símbolo de la vida interior y la soledad cuando lo pintaba cerrado.



Tercera influencia preponderante: la de Odilon Redon (Burdeos, 1840-París, 1916) que impregnó a los ambientes del primer simbolismo. Causó estupefacción su álbum En el Sueño (1879), una de cuyas estampas muestra un astro extraño que adquiere la forma surrealista de un ojo desorbitado. Reflexivo y soñador a un mismo tiempo, un tanto prisionero de su ascendencia acomodada, Redon redujo a una misteriosa simplicidad las recargadas visiones de Moreau; la obsesión por las imágenes de éste se refleja en sus cabezas degolladas. Inspirado por el wangerianismo de Parisfal (1892 y el fantástico Edgar Poe, pintó mágicos ramilletes de adormideras y margaritas, perfiles recortados en una aura luminosa, pegasos blancos elevándose hacia las nubes, conchas que parecen aprisionar todavía a Venus. Su preocupación entre el delirio y el esplendor, entre el Tao y el Evangelio, entre Cristo y Buda, sus ilustraciones del Flaubert de la Tentación de San Antonio, sus ángeles caídos y sus quimeras son otras tantas ventanas abiertas al misterio (“¿De dónde procedemos? ¿Qué somos? ¿Hacia dónde vamos?”, se preguntaba Gauguin en su célebre cuadro de 1897, en el que remplazó el simbolismo por la síntesis). En Redon, todo eso se mezcla con dibujos precisos de árboles y follajes, reminiscencias de la realidad del mundo de la naturaleza.


⇦ La adormidera roja de Odilon Redon. (Musée d'Orsay, París). Uno de los numerosos estudios de flores que este artista pintó en los últimos años de su vida, fascinado por el Jardín Botánico de París, que visitaba con frecuencia.



Desde hace bastantes años, la pintura de Eugene Carrière (Gounay, Seine-et-Marne, 1849-París, 1906) es infravalorada. Sin embargo, y a pesar de las reservas que puedan ponerse a su arte, este hombre fue uno de los artistas moralmente más puros de finales del siglo XIX. Después de su fracaso en el concurso de Roma, ruvo una vida difícil. Pobre, excluido del mundo oficial, fundó, junto con Puvis de Chavannes y Auguste Rodin, la “Société Nationale des Beuax-Arts”, abierta a los nuevos talentos. Lo que impresionaba a los contemporáneos del artista, muerto de un cáncer Jean  Dolent, es de una realidad que posee “la magia del sueño”. Carrière, como él mismo decía, era un “evoulucionista”, un “visionario de la realidad”. La frase de Degas ante la obra de este artista brumoso (“¡Qué feo es fumar en la habitación de un enfermo!”) tal vez haya rebajado excesivamente sus méritos. Algunas de sus maternidades, sus retratos –el Verlaine y el autorretrato que se hizo antes de morir- son obras conmovedoras. Pero muchos de sus rostros, al igual que algunos bustos de Rodin, tiene el redondeado del academicismo.

Puvis de Chavannes (Lyon, 1824-París, 1898) tenía ya más motivos para ser calificado de simbolista. Nacido en el seno de una familia burguesa, se formó en el taller de Thomas Couture (entra en él un años antes de Manet). Inluido por las pinturas que Chassériau hizo en la Cour de Comptes, se lanza hacia un género abandonado por los impresionistas: la decoración mural, que alterna con cuadros de caballete como La Esperanza, El Hijo pródigo (1879) y El Pobre Pescador (1881).
 
Los ojos cerrados de  Odilon Redon. (Musée d'Orsay, París). Pintada en 1890, esta tela significó el inicio de Redon en el color, ya que hasta entonces sólo realizado dibujos al carbón en los que trabajó sobre todo el juego de luces y sombras. Los ojos cerrados aluden al pensamiento secreto o a la presencia interior del sueño, tema simbolista por excelencia, que será adpstado por el surrealismo cuarenta años más tarde. Se ha querido ver en esta cabeza clásica una influencia del Esclavo de Miguel Ángel, pieza que Redon no se cansaba de admirar en el Louvre.

El pobre pescador de  Puvis de Chavannes. (Musée d'Orsay, París). No se trata de una reproducción detallista de unas flores, sino de la expresión de un estado emotivo. Se ha dicho que nadie, ni siquiera Degas, consiguió representar como él el color azafrán de sus  heliotropos ni el rojo azul de sus anémonas, ni su gama delicada de tonos ambarinos, perlados, coralíferos. De hecho, este cuadro pintado en 1881, es una de las obras clave del simbolismo francés. Un crítico de la época dijo que el pescador no era ni carne ni pescado, ni tan sólo un buen arenque, en aquella nebulosa, simulacro de pinturq que insinuaba una barca en un río inexistente. Y otro lo calificó de “pintura de Viernes Santo”. Sin embargo, fue copiada por simbolistas, que vieron en ella una representación de la miseria humana, de la desolación, traducida en una serena atmósfera indiferente.
    
Esta última tela tuvo gran importancia en la evolución de la pintura simbolista. Su simplicidad alegórica, su atmósfera de recogimiento, la desnudez de las formas, la economía del color dado con sordina, concordaban bastante con el manifiesto de Aurier y con la búsqueda de lo que Gauguin llamaba la “saintaise”, lo que nos explica que precisamente Gauguin, así como Seurat y Maillol, llegaran a copiar esta tela. Pero muy pronto Puvis de Chavannes queda totalmente absorbido por los encargos.

Después de Marbella, es Lyon, París (el Panteón, la Sorbona y el Ayuntamiento). Inspirado por la princesa Cantecuzéne, que fue su musa como entonces se decía, Puvis su convirtió en el autor de esa obra gris, triste, desigual, aunque respetuosa de la idea y el espíritu que desplegó en las grandes telas que preparaba en el estudio y que luego hacía pegar en los muros preparados al efecto.

Aunque esta pintura diga poco en la actualidad, es el origen de Gauguin y Seurat, quienes verán en ella la “sensación directa enmendada”, el dibujo simplificador” y la “tendencia monumental” (André Mellerio). 

Casi siempre se olvida de incluir entre los pintores simbolistas al que puede er considerado como un propagador de la alegória; el suizo Arnold Böcklin (Basilea, 1827 – San Domencio, cerca de Fiesole, 1901). De familia acomodada, tuvo una vida dura en Roma después de la ruina de su padre. Marchó entonces a Munich y la Pinacoteca de esta ciudad le compró su Pan entre cañas. Después de haber sido profesor en Weimar, regresó a Italia y se instalo en Florencia y más tarde, en los alrededores de esta ciudad.


La sirena de Arnold Böcklin. (Kunstmuseum, Berna). Esta obra, también llamada El mar en calma, fue pintada en 1887 por el máximo exponente del simbolismo centroeuropeo, junto a otras de temática similar, se considera hoy una anticipación del movimiento surrealista. Böcklin pasó de pintar paisajes de colorido oscuro a obras de estilo monumental y de mayor luminosidad, inspiradas en temas mitológicos, como esta sirena que reposa sugestiva y sensual en una roca, mirando directamente al espectador mientras el tritón, imponente, se hunde en el mar.

Böcklin intentó dar un planteamiento y un color rejuvenecidos a los mitos de la antigüedad grecorromana. Nacido un año después que Gustave Moreau, y por tanto contemporáneo de éste y de los prerrafaelistas ingleses, pintó a sus héroes y sus semidioses con un estilo mucho más realista que aquéllos. Su simbolismo de escenógrafo teatral se hace patente en Vita somnium breve (1888), alegoría de las etapas de la vida, y en la fantástica Peste (1898) del Museo de Basilea.

En Alemania, Hans von Marées (1837-1887) es autor de arte mixto, emparentado con el de Puvis de Chavannes, pero que presenta al mismo tiempo, en medio de reminiscencias de Tiziano y del arte tradicional, un sabor de materia que le confiere todo su valor. Marées posee una paleta cálida, un empaste jugoso. Algunas  de sus obras, como los frescos decorativos realizados de Nápoles, no dejaron de ejercer cierta influencia en el joven Paul Klee.


Jóvenes a la orilla del mar de   Puvis de Chavannes. (Musée d’Orsay). Se trata de la clásica composición de este artista: la figura de pie y de espaldas marcando el eje de la composición, ligeramente descentrado. Puvis consiguió difundir nueva vida a la tradición académica restituyéndole la seriedad y nobleza primitivas y situándola más allá del tiempo. Su interés obsesivo por la composición, cuyos maestros creyó ver en Rafael y Poussin, sorprende siempre por la insólita colocación de la figura central y la fría serenidad del ambiente.

También está relacionado en muchos aspectos con el simbolismo Auguste Rodin (París, 1840-Meudon, 1917). ¿Acaso no murió antes de poder terminar aquella Puerta del infierno, en la que pretendía reunir un conjunto que recordara las ideas de Blake? La obra fue encargada a Rodin el 16 de abril de 1880 por el Ministerio de Bellas Artes, por la cantidad de ocho mil francos y nació de un proyecto de una puerta monumental destinada a un museo de artes decorativas. Está llena de lirios rotos, de caídas de Ícaro, de alegorías (Las Tres somras) y coronada por El Pensador. Obsesionado por la Divina Comedia, Rodin no pudo ver el vaciado en bronce (realizado casi diez años después de su muerte) de esta Puerta que venía a resumir desordenadamente los principales temas de su arte.

El simbolismo, cuyos artífices de auténtica envergadura continúan siendo Gustave Moreu y Odilon Redon, tendrá pronto una prolongación en el parisiense Alphonse Osberg (1857-1939), quien siguiendo el ejemplo de Puvis de Chavannes, “artista del alma” como se decía entonces, llena sus pinturas con princesas nocturnas y “liras mágicas”. C. Seller, de Nacy, pinta con mejor fortuna, ángeles etéreos, de una lactescencia de azucena. Luego llegan los belgas, que tienen en Henri Leys una especie de prerrafaelista. Entre ellos destacan las figuras de Émile Fabry (1865-1966), que se proclama pintor ideísta e hinduista, y de Fernand Khnopff (1858-1921), el soñador de metáforas visuales de un preciosismo a la inglesa. Algunas obras logran imponerse, como La Muerte en el baile de máscaras (1880), del acuarelista Félicien Rops, y el Cristo de los ultrajes, de Henri de Groux.

Náyades de  Arnold Böcklin. (Kunstmuseum, Basilea). Este cuadro, de composición monumental, representa la epata de pintura mítico-paisajista que desarrollo Böcklin hacia al final de su vida. La obra, de colorido algo forzado, subraya una composición abigarrada y barroca que sorprende, sin embargo, por su gran dinamismo.

Mientras tanto el abogado belga Octave Maus, ayudado por el jurista Edmond Picard, funda en Bruselas, en el años 1881, la Revue d’art moderne y la Asociación de los XX que, a partir de 1884, organiza cada año exposiciones a las que invitan una gran participación internacional, abierta generosamente a la aportación de los simbolistas.

Entre los belgas, Jean Delville y Emile Fabry forman parte del Salón de los Rosacruces, animado desde 1892 hasta 1897 por Josóphin Péladan, un diletante esteticista y místico a la vez. Como reacción a su época, a la que consideraba un plena decadencia, Péladan soñaba ya en 1888 –fecha de su regreso de Bayreuth, donde se enamoró locamente del wagnerianismo- en una especie de falansterio de artistas llamados a colaborar en lo que él llamaba (ya que se confesaba católico)”una tercera orden de intelectuales militantes y de agitadores estetas”. Péladan, el “Sâr”, como le llamaban, se habían encastillado en un extraño esoterismo enraizado  en Leonardo de Vinci y opuesto al realismo de Gustave Courbet. “El Salón de los Rosacruces –escribía en Le Figaro del 2 de septiembre de 1891- será un templo dedicado al Arte-Dios, con las obras maestras como dogma y los genios como santos.” Y Péladan enumera a los que en su opinión son los grandes artistas del momento: Puvis de Chavannes, Odilon Redon, Louis Anquetin y el músico Eric Satie.

La isla de los muertos de Arnold Böcklin. (Kunstmuseum, Basilea). Titulada así por un marchante. De hecho, es una de las obras más famosas de este pintor y escultor suizo, y de las más importantes para él, que la denominó “Pintura para soñar”. Es una obra plenamente simbolista que data de 1880, y de la cual existen varias versiones posteriores. No describe la naturaleza tal como los ojos la ven, sino que elabora a partir de ella las impresiones recibidas por el artista creando un mundo nuevo, que es, en suma, un rechazo de la realidad.


Las caricias o La esfinge de  Fernand Khnopff. (Museo Real de Bellas Artes, Bruselas). Este pintor, uno de los simbolistas belgas más destacados, fue miembro fundador en 1883 del “Grupo de los XX”. A él se debe la creación de dos tipos femeninos que se contrapones: la esfinge y el ángel. En este óleo de 1896 personificó a la esfinge con cuerpo de felino, y junto a ella el varón, de aspecto menos feroz.

En estos salones participaba también el holandés Jan Toorop, con sus árboles antropomorfos, los franceses Osbert, Armand Point y Charles Filliger que pintaba guaches con un estilo místico; los suizos Carlos Schwabe, minucioso dibujante de lirios y de Mélisandes, y Ferdinand Hodler, que expuso las Almas frustradas, pero que más tarde abandonó el simbolismo por el paralelismo. Entre los que expusieron con los Rosacruces figuraba asimismo el bernés Albert Trachsel, un arquitecto paradójico que se complacía en construir en sueños templos y palacios que diseñaba a modo de precursor de Freud. El álbum de sus láminas fue publicado en el Mercure de France, en 1897, con el título de Fêtes réelles.

La muerte del enterrador de Carlos Schwabe (Musée d’Orsay, París). Considerada una obra clásica del movimiento simbolista, en ella el artista representa al ángel de la muerte como una mujer hermosa armada con una guadaña, que viene en busca de un viejo enterrador. Las alas parecen acariciar al anciano como si quisiera calmar sus miedos, mientras en su mano derecha resplandece una luminosidad misteriosa.

También podemos considerar obras simbolistas El Grito (1883), la Danza de la vida y algunos grabados de Edvard Munch (Engelhaug, 1863-Ekely, 1944). El pintor noruego, que, en 1887, expuso en el Salón de los Independientes de París su Friso de la vida humana, una obra dominada por las representaciones del Amor y de la Muerte, se ordenará inmediatamente hacia el expresionismo.

Acaso se puede ver también cierto simbolismo en el barroquismo a veces legendario de Adolphe Monticelli (Marsella, 1824-1886), con sus bruscos saltos de empaste a los azules de turmalina, que evocan con disfraces de baile de máscaras, lecciones de amor en un parque y noches de Walpurgis provenzales.

La noche de Ferdinand Hodler. (Kunstmuseum, Berna). En esta obra se observa el dominio de un fuerte colorido y de la configuración lineal. La composición y factura revelan claramente los vínculos que mantuvo Hodler con el Jugendstill y el simbolismo. No obstante, sus pinturas, influyeron también decisivamente a los pintores expresionistas.

Ya más tardíamente, puede decirse que el simbolismo se prolonga hasta el “modern style” francés y decoradores como el vidriero Gallé, el ebanista Majorelle y el arquitecto Guimard, autor de las entradas del metro parisiense. También lo encontramos en el Jugendstil alemán, que reveló al  público europeo la obra de Gustav Klimt (1862-1918), con sus retratos de mujeres con túnicas sobre un fondo de mosaicos.

En Inglaterra está Beardsley (1872-1898), ilustrador de la Salomé de Oscar Wilde y autor de los grabados titulados Wagnesitas. En Estados Unidos no podemos ignorar a Whistler (1834-1903) cuyo simbolismo alcanza hasta a su propia firma, convertida en mariposa, ni a A.P. Ryder (1847-1917) y su Caballo y la muerte del Museo de Cleveland. Finalmente, Suecia tuvo a Ernst Josephson y Rusia a Mihail Vroubet.

El día de Ferdinand Hodler. (Kunstmuseum, Berna). La posterior evolución de su estilo, dentro de la corriente del monumentalismo simbolista, le llevó a la creación de composiciones murales como ésta que vemos aquí. Obsérvese el equilibrio de masas, la fuerza rítmica y la configuración lineal de la obra. Hodler, una de las grandes figuras de la pintura helvética, se halla más próximo a Puvis de Chavannes que al simbolismo germánico. En su obra intentó traducir el drama de la existencia y el ritmo del universo, en una visión plástica grandiosa, mística y atormentada.

En resumen, aparte de los creadores Gustave Maureau, Odilon Redon, Puvis de Chavannes, Böcklin y Rodin (Hans von Marées, Hodler y Munch sólo fueron simbolistas momentáneamente), el movimiento denominado “simbolismo” se compone de un determinado número de prosélitos que no llegaron a producir obras importantes. Todos ellos estaban influidos por los poetas y escritores contemporáneos: Verlaine, Huysmans, Mallarmé, Jules Laforgue, Maeterlinck. El hecho de depender de autores literarios les relegó a menudo al papel de simples viñetistas. En la prensa, el movimiento tuvo como principales defensores, junto con Huysmans, a Joséphin Péladan, Albert Aurier, Jules Destrée, André Mellerio, Jean Lorrain, Gustave Geffroy, Charles Morice y Claude Roder Marx.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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