Punto al Arte: 01 El Renacimiento en España
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Toledo y El Greco

El Greco alquiló, en 1585, una mansión lujosa en las llamadas "casas principales "del marqués de Villena. Su morada sería semejante a la hoy visitada con el nombre de "Casa de El Greco", aunque ésta no sea auténtica. Se hallaba en el mismo barrio, cerca de la ex sinagoga del Tránsito, asomada a los peñascales del Tajo. Consciente de su genio, el pintor quería vivir como un caballero. La leyenda de un Greco extravagante y solitario, errando como un espectro por una ciudad desierta, es de estilo romántico y muy posterior a la muerte del artista, nada "maldito" en una sociedad de humanistas y eclesiásticos, mucho menos indiscreta que la corte en investigar ese nacimiento que Theotocópuli nunca explicó, ni en remontarse por los antepasados del pintor para averiguar la vejez de su cristianismo. Ciudad cosmopolita, como Venecia, Toledo contaba con vecinos de muy diversas patrias: alemanes, franceses, húngaros, italianos, griegos y hasta turcos.  

San Bernardino de Siena de El Greco (Museo de El Greco, Toledo).
Lienzo pintado en 1603 para el altar de la capilla del colegio de San
Bernardino, en Toledo. En el paisaje que aparece en la parte inferior
de la tela, indudablemente para poner todavía más de relieve la ver-
ticalidad impresionante de la figura, se observa Toledo. La expresi-
vidad del rostro transido de bondad domina la composición, a pesar
de su pequeño tamaño. 
 



Con sus 80.000 habitantes (crecida población en aquella época) podía pasar por urbe. Y El Greco "entró en esta ciudad con gran crédito, en tal manera que dio a entender que no había cosa en el mundo más superior que sus obras" (Jusepe Martínez). 



Pronto fue amigo de los hermanos Covarrubias, hijos del célebre arquitecto: Diego, que llegaría a presidente del Consejo de Castilla, ya obispo de Cuenca, y su hermano Antonio, luego canónigo de la Primada. Ambos, humanistas, letrados en el concilio de Trento, tíos de los emblemistas Horozco y Covarrubias, miembros esclarecidos de una élite en la que un "filósofo de agudos dichos" (Pacheco) y representante de la cultura griega, pasado por Italia, había de ser bien recibido. Algo del mecanismo de alusiones simbólicas propio de la agudeza en boga en ese tiempo se rastrea en nuevas versiones de los asuntos repetidos por El Greco, la Expulsión de los Mercaderes, tema glosado por los relieves de la expulsión del Paraíso o del sacrificio de Abraham pintados en el fondo (Colección Frick de Nueva York y Galería Nacional de Londres), o la Anunciación con sus accesorios de flores o zarza ardiente (encarnación virginal), de canastillo con lenzuelo y tijeras (trabajo), de libro abierto (plegaria y estudio; Vilanova i la Geltrú y otros lugares). Hasta un retrato de caballero toledano, el de la mano sobre el pecho (Prado), puede explicarse como un símbolo de arrepentimiento, en relación con los "Ejercicios espirituales" de San Ignacio de Loyola. 

El Greco pinta muchos retratos de esa ilustrada sociedad de amigos y admiradores suyos: el licenciado Cevallos, el doctor Gregario de Angula, el doctor De la Fuente, el rejero y tratadista Villalpando, Hernando de Ávila ... Unos perdidos y otros ocultos bajo el marbete de "Caballero desconocido". En esos cuadros, el pintor concentra todo el interés en la faz del personaje, como vio hacer en Venecia a Tintoretto y Bassano, pero con una técnica de plena libertad, que se adelanta a Frans Hals en sus grandes y sueltas pinceladas ocres y grises. Sobre sus almidonadas lechuguillas, en cuyos pliegues se retuerce con brío el pincel del artista, esas caras siguen viviendo y de sus ojos salta esa chispa inmediata de calor humano, que desmiente el afectado "sosiego" de los elegantes de la época. Aunque sea difícil establecer preferencias entre esos retratos que son sin lugar a dudas magistrales, cabe destacar los del caballero canoso del Prado, ejemplo de nobleza y desengaño en su clara mirada; de un pintor joven (acaso Jorge Manuel; Museo de Sevilla) de ojos negros y gesto cordial; del predicador y poeta fray Hortensia Félix Paravicino (Museo de Boston), con sus libros y rasgo de intelectual; y del cardenal Niño de Guevara (Nueva York), semejante en sus púrpuras a un gran tulipán del que brota, inquieta e inquietante, la mirada a través de los anteojos. 



⇦ Retrato de un pintor de El Greco (Museo de Sevilla). Realizado entre 1600 y 1605, en este retrato se ha visto el de su hijo, el arquitecto y pintor Jorge Manuel Theotocópouli. De toda su producción, la muestra más humana e intimista son los retratos, la más apegada a la realidad y la más verista. Al representar a su propio hijo, El Greco huye de la tremenda monumentalidad heredada de Bizancio y parece que le guía, no el gusto por lo sobrenatural, sino las ganas de plasmar la imagen terrena de un ser querido.   




Para convivir con esa élite, morigerada de costumbres, pero que no repara en gastos, pues nada hay para ella peor que ser mezquino, El Greco vive ricamente, por lo que desde el primer momento contrae deudas ya que sus encargos no dan para financiar el estilo de vida de caballero adinerado que pretendía llevar. Según escribe Jusepe Martínez, "ganó muchos ducados, mas los gastaba en demasiada ostentación de su casa, hasta tener músicos asalariados para, cuando comía, gozar de toda delicia". Aunque el testimonio de Martínez sea tardío, no deja de ser revelador y digno de fe, si contamos que es cierto que "la riqueza que dejó (El Greco, al morir) no fue más que doscientos cuadros principiados de su mano", amén de unos libros y escasa ropa y pocos muebles. Por ello, cuando después de un nuevo pleito de tasación, en el que el altivo artista quiso apelar hasta al Santo Padre, el cura de Santo Tomé, Andrés Núñez, se aviene a pagar 1.200 ducados por el cuadro hoy conocido por Entierro del conde de Orgaz (sería más exacto llamarlo señor que conde), los da directamente a los acreedores del artista. 

Ese lienzo, una de las obras más conocidas de El Greco y al que cabría calificar de retrato colectivo, le fue encargado en 1586 por Andrés Núñez, que pertenecía al alto clero que frecuentaba el pintor. El cura de Santo Tomé quiso así perpetuar la leyenda de cierto piadoso caballero del siglo XIV, don Gonzalo Ruiz, señor de Orgaz, que mereció ser enterrado por los Santos Agustín y Esteban, aparecidos a su muerte; conmemoraba al mismo tiempo su reciente triunfo en un pleito contra la villa de Orgaz, reticente en el pago de una manda anual establecida por el bienaventurado señor a favor de la parroquia de Santo Tomé. Todo ello consta todavía explicado en una larga inscripción colocada bajo el cuadro de El Greco, íntimamente ligado a lo crematístico desde su origen hasta nuestros días, en que su visita turística produce, si no frutos devotos, cuando menos saneados beneficios, pese a la maravillosa espiritualidad de la pintura, que muchos consideran la obra maestra del pintor. Andrés Núñez, que se impacientaba por las demoras de una pobre villa, retrasó por dos años el pago de ese lienzo inapreciable. 

El célebre lienzo, mediopuntado, aparece dividido en dos partes por una línea horizontal de cabezas de caballeros y clérigos, contemporáneos, no del señor de Orgaz, sino de El Greco: arriba, el Cielo; abajo, la Tierra. Pero cada uno de esos espacios trasciende y penetra en el contrario; y si en la parte baja, la buena sociedad toledana asiste, sin un asombro de mal gusto pero con una devota veneración, a la milagrosa aparición de dos Santos (parecidos, por lo demás, a un arzobispo y un diácono de la Catedral Primada en una misa de pontifical, más que a dos enterradores celestiales), en la parte alta los coros de los bienaventurados contemplan, con una gravedad semejante, la presentación ante la Deísis de los bizantinos (Cristo juez, entre la Virgen y San Juan, mediadores) del alma del señor de Orgaz, en forma de niño traslúcido, llevada por un ángel cuyo faldellín cae por encima de las cabezas de los caballeros. 

Verticalmente, la composición parece dividida por una línea torsa, a manera de columna salomónica, que desde el cuerpo del difunto (envuelto en rica armadura de acero damasquinado) y por la mitra de San Agustín, encadena con el faldellín del ángel y el ánima por él transportada, hasta llegar a Jesús, a cuyos pies se abren, como dos cortinajes, las nubes. A ambos lados, dos parejas de eclesiásticos rematan la fila de espectadores terrestres: frailes, a la izquierda; clérigos, a la derecha. Entre estos últimos asoma la cruz parroquial, que parece tocar las nubes. 


⇦ San Ildefonso escribiendo de El Greco, en el Hospital de la Caridad, lllescas (Comunidad de Madrid). Pintado entre 1603 y 1605, su rico cromatismo parece huir de aquellos contrastes violentos que tanto impresionan en la mayoría de telas de esta época. Tampoco hallamos en él aquel toque convulso, exasperado, sino, por lo contrario, una tierna o casi trémula poesía. 



Hay entre los seres del cielo algunos con aspecto de retratos, como cierto anciano con la mano en el pecho, que no deja de recordar a Felipe II (muerto en 1598, es decir, más de diez años después de pintado el cuadro); entre los de la tierra, algunos con aire de santos, como el fraile franciscano, semejante en todo a su fundador. Lo terrenal y lo celeste aparecen íntimamente unidos en esta obra, síntesis de una fe y de una sociedad reunida para venerar los despojos mortales de un guerrero como don Juan de Austria o Garcilaso de la Vega. Sociedad de austeros trajes y ricas vestiduras litúrgicas, entre la que figuran, según tradición, El Greco asomado por encima de la mano de un santiaguista, y su hijo, un niño que nos mira atentamente mientras señala hacia el milagro, sirviendo de nexo entre su realidad y la nuestra. 

A este mismo ambiente de humanidad trascendida pertenece un cuadro muy atractivo, aunque no de tan alta calidad, y que responde al nombre de Retrato del capitán Julián Romero (Museo del Prado). En esta obra se ve al mencionado capitán rezando de rodillas, envuelto en su blanca capa santiaguesa, al amparo de un santo guerrero, armado de punta en blanco. El Greco insiste en pintar armaduras toledanas contemporáneas, sin importarle un ardite los reproches de anacronismo que mereció su Expolio. De una inspiración semejante es el magnífico Crucifijo entre dos orantes (Louvre), que se identificaron un tiempo con los Covarrubias. En este lienzo, al que no se le puede adjudicar una fecha concreta pero que suponemos pintado hacia 1585-1590, el fondo se limita a ser un simple y magistral movimiento de nubes, como las que tan gloriosamente suelen coronar Toledo, sistema que El Greco lleva a geniales consecuencias (como, por ejemplo, en su Sagrada Familia del Hospital Tavera y su San Sebastián, en el Museo del Prado), al aislar a sus personajes en un espacio al mismo tiempo irreal y real, divino y humano. 

Resurrección de Cristo de El Greco (Museo
del Prado, Madrid). Obra pintada entre 1605
y 1610, que refleja su apasionado misticis-
mo exacerbado por el clima de Toledo. Con-
trariamente al Retrato de un pintor y al San
Ildefonso escribiendo
, no existe aquí ninguna
preocupación verista, sino el gusto por un
arte muy querido, por poner de relieve con
la verticalidad de la tela, la de la figura que
se retuerce y se eleva en el espacio disol-
viéndose en la luz. La composición es plana,
con desprecio por la perspectiva. 

Esos eclesiásticos, frailes y caballeros, son los clientes de quienes recibe El Greco sus encargos. Su primer Apostolado -colección de 12 cuadros de media figura de los Apóstoles, más uno del Salvador, destinado a ocupar el centro, adaptación de la imagen múltiple pero simétrica y numéricamente coherente, de los "iconostasios" bizantinos-, el llamado Henke (por el nombre de un coleccionista sevillano que poseyó la serie, antes de su dispersión) es contemporáneo del Entierro del conde de Orgaz. Sigue hacia 1600 el Apostolado de Almadrones, población de Guadalajara donde fue descubierto a mediados de este siglo (parte en el Museo del Prado), luego el del convento de San Pelayo, en Oviedo (Colección del marqués de San Félix); por fin, los dos, magníficos, de la Catedral y del Museo de El Greco, en Toledo. Este es una de las últimas obras del pintor. Vista la exacerbación de caracteres faciales y expresivos de esos santos, el doctor Marañón aventuró la hipótesis de que el artista empleara como modelos a los locos del vecino Hospital del Nuncio, idea, al parecer, tan gratuita como la del astigmatismo del pintor o de la decadencia de Toledo, a que antes nos hemos referido, basadas en caracteres estilísticos de un artista que está lejos de ser un objetivo fotográfico: un artista tan subjetivo como El Greco. 

La afición del pintor al canon alargado en las figuras (una suerte de "liberalidad" de tamaño, de "largueza" contra la avaricia de las formas enanas, semejante a la liberalidad de la pincelada, generosa y suelta) da a sus santos de cuerpo entero la majestad monumental de torres. Por su altura como por la belleza de esta familia de gigantes manieristas destacan: San Pedro y San Ildefonso (o Eugenio) de El Escorial; San Juan Bautista del Young Memorial Museum; Santiago y San Agustín del Museo de Santa Cruz; Santos Andrés y Francisco del Prado; San Bemardino del Museo de El Greco, y San José de su capilla toledana, para la cual se le encargaron, en 1597, cinco lienzos, tres de los cuales (entre ellos el portentoso San Martín) han "emigrado" a Washington. 

Quedan in situ, además del gran lienzo del santo titular apoyado con la mano diestra en su báculo de patriarca y acariciando con la izquierda los rubios rizos de un Niño Jesús, vestido del más delicado granza, una Coronación de la Virgen, según un esquema empleado en 1591 en un pequeño retablo para el pueblo de Talavera la Vieja (Museo de Santa Cruz), y que se liberará de todo recuerdo compositivo del Entierro del conde de Orgaz (muy notorio en Talavera y perceptible en la capilla de San José) en la genial versión ovalada del Hospital de la Caridad, de la villa toledana de Illescas. 
Asunción de la Virgen de El Greco (Museo
de Santa Cruz, Toledo). Realizado entre
1607 y 1614, en esta obra también se en-
cuentra el monumentalismo vertical hereda-
do de Bizancio, la composición circular, en
torbellino, de un dinamismo absolutamente
volcánico y una independencia total de toda
norma de perspectiva, cuyo cálculo tanto
había preocupado al Renacimiento florenti-
no. La Virgen parece crecer, llenando los es-
pacios, en el centro de un juego de luz per-
fectamente artificial. Una vez más, en la
parte inferior de esta tela, se aprecia el pai-
saje inconfundible de Toledo.    

Ya en 1603, El Greco se compromete a ejecutar un retablo, tallado y dorado, para la imagen titular de dicho Hospital, la Virgen de la Caridad, llevada allí según tradición por el santo arzobispo lldefonso. Se trataba de una obra de no poco importante envergadura pues en ese retablo habrán de figurar cuatro lienzos, todavía in situ, por fortuna, aunque separados de esa colocación: una Virgen de Misericordia, y tres, también dedicados a María, la referida Coronación oval y dos tondos, con la Anunciación y la Natividad de Jesús. A ellos agregó, para decorar el claustro, la imagen de San Ildefonso, escribiendo inspirándose en la milagrosa imagen que llevó hasta Illescas. Pictóricamente, este cuadro es uno de los mejores del artista; pero apenas le van en zaga los demás, de una liberalidad de pincelada que todavía hoy parece "de vanguardia", como la fuerza fosforescente del color. En esta sobresaliente obra del pintor se observa que El Greco no se dedica a buscar iconografías modernas, como Pacheco; pinta las más tradicionales, pero transformándolas hondamente. Como más tarde ocurre en Velázquez, las innovaciones son de fondo, no de superficie. 

En la Virgen de Misericordia da nueva vida a un esquema añejo, el de Nuestra Señora amparando a sus devotos con el manto, muy visto a finales de la Edad Media; en esa composición introduce recuerdos del Expolio (el rombo carmesí de la túnica de Cristo, transformado en túnica rosa-granza de María) y del Entierro del conde de Orgaz (la bipartición cielo-tierra marcada por las cabezas de los caballeros -entre ellos Jorge Manuel- y sus blancos cuellos escarolados y la vertical salomónica del centro, la Virgen en este caso, flanqueada de "cortinas" de nubes). Los amplios pliegues (ensayados sobre figurillas de barro, que Pacheco vio en el taller del pintor) de la túnica y el manto de la Virgen le dan un aspecto flotante y glorioso, paradójicamente dinámico y estático, luminoso y ligero como las nubes que le sirven de dosel. 

Si en la Coronación insiste en la composición de Talavera (o en la de un cuadrito del Prado), pero desquiciándola al pasarla a un lienzo ovalado en sentido horizontal, en los dos cuadros redondos recoge elementos figurativos de los pintados en 1596 para el Colegio de doña María de Aragón: ángel adorante del Bautismo de Cristo (Prado) y Niño que, como en los Apócrifos, especialmente en el Líber de infantia Salvatoris, ilumina con su propia luz el Portal (Adoración de los pastores de Bucarest). 


Vista de Toledo de El Greco (Metropolitan Museum of Art, Nueva York). Es extraño encontrar cuadros de paisajes en la obra de los pintores renacentistas españoles, ya que se lo consideraba un género menor. Se puede decir que con este cuadro El Greco es el primer paisajista de la historia del arte español. El artista centra la imagen en los edificios emblemáticos de la ciudad, como el Alcázar, la catedral, el puente de Alcántara y el castillo de San Servando y echa a volar la fantasía de un paisaje verde, inexistente en la realidad.   
Una nueva versión del esquema de la Navidad la dará en su Adoración de los pastores, una obra que pertenece ya a sus últimos años y que estaba des tinada a servir de decoración a su tumba en Santo Domingo el Antiguo (hoy en el Prado). Como un verdadero bizantino, El Greco insiste sin fatiga, no sólo en iconografías y en esquemas compositivos, sino incluso en personajes y detalles que combina a lo largo de sus obras; ya se ha señalado las repeticiones de sus tipos de ángeles. Todo ello nos aparta de la romántica idea de un artista espiritualizado, que pinta en alas de la mística; pero no impide que sus pinturas se beneficien de un misticismo que buscaríamos en vano en Juanes, MoralesNavarrete.

La ejecución del contrato con el Hospital de la Caridad acarreó al artista un nuevo pleito. Los patronos de dicho centro le reprochaban defectos en tallas, pinturas y dorados para no pagar la tasación que los representantes de El Greco pedían. Uno de los defectos que acusaban fue la "indecencia" que suponía pintar en un altar personajes vestidos a la moda del siglo y con lechuguillas almidonadas, como los devotos de la Virgen de Misericordia. El artista alegó que lo había hecho así para que se viera claramente que no eran santos y que, por lo demás, parecía curioso que los patronos juzgasen indecente una moda admitida en toda la Cristiandad. Tras no pocas incidencias, pruebas y contrapruebas se llegó a un acuerdo en mayo de 1607, en que se tasaron las obras en 784.878 maravedís, sin que El Greco, como en el caso del Expolio, cambiase nada a lo pintado. 

En esos encargos aparece como colaborador de Domenico su hijo Jorge Manuel, arquitecto y pintor como su padre y figura mal estudiada y peor juzgada, ya que por un lado se admite su intervención en los cuadros más geniales de El Greco (como estos de Illescas) y por otra se le atribuyen las copias y réplicas más tristes y relamidas. Sólo podemos juzgarlo en aquellas obras de arquitectura en que su padre no intervino, tales como el nuevo Ayuntamiento de Toledo, una de las más hermosas fachadas del estilo que unos llaman "herreriano" y otros "madrileño" y que sería más justo calificar de Felipe III, del nombre del soberano reinante desde 1598 hasta 1621. 


⇨  Fray Hortensio Paravicino de El Greco (Museo de Boston). Si bien este artista no gozó del favor de la corte, ya que el rey Felipe 11 prefirió a los pintores mediocres, imitadores de Miguel Angel sin personalidad, tuvo en cambio ocasión de tratar en Toledo a una serie de intelectuales, poetas y humanistas. Paravicino, trinitario, predicador y poeta que dedicó al pintor cuatro de sus sonetos, tenía veintinueve años cuando posó para este retrato, sin duda uno de los mejores que salieron de su mano. Pintada en 1609, en esta obra, El Greco describió admirablemente el prototipo de intelectual de la época.    



Por otro lado, un hijo de Jorge Manuel y de su primera esposa, Alfonsa de los Morales, nació en 1604, año en que fallece en Toledo, en casa de El Greco, su hermano Manuso Theotocópuli, que, como ya hemos señalado en las primeras líneas dedicadas al pintor, fue aduanero en Candía. Parece extraño que el artista no pintara retratos de su familia; por ello se ha supuesto retrato de Manuso una mediana cabeza de viejo de discutible autografía (Colección Contini-Bonacossi, Florencia) y escena de su casa una curiosa composición conocida por Familia de El Greco (Colección Pitcaim, Pensilvania) no menos dudosa, en laque figuran cuatro mujeres, las cuales pudieran ser doña Jerónima de las Cuevas, compañera y quizás esposa de El Greco, su nuera Alfonsa y dos sirvientas o familiares, y un niño, su nieto Gabriel, y el más extraño gato de la pintura europea. Asimismo, hay también un retrato de anciano, en este caso de más segura atribución, que se cree que puede ser un Autorretrato de El Greco (Metropolitan Museum, Nueva York). 

De todas formas, no deja de ser curioso y revelador del carácter independiente que acreditó el artista a lo largo de toda su vida lo poco que sabemos de su familia. Por ejemplo, ni siquiera no es posible asegurar si, por ejemplo, llegó a casarse con doña Jerónima, ni la fecha de la muerte de esta dama, que Marañón cree que fue de parto en plena juventud y Camón Aznar, en cambio, le concede más larga y saludable vida, pues sitúa su fecha de fallecimiento cuando ésta es ya anciana, entre 1597 y 1604. 



⇦ San Bartolomé de El Greco (Museo de El Greco, Toledo). Realizado para el Apostolado del Hospital de Santiago entre los años 1610 y 1614, este cuadro es sin duda una de las mejores representaciones de apóstoles, porque en él refleja con muy pocos elementos la posesión por el espíritu divino. Sus rasgos faciales y la extraña ocupación de sus manos sugirieron al doctor Marañón que quizás El Greco pudo haber empleado como modelos para esta serie a los locos del vecino Hospital del Nuncio.



Un argumento para inclinarse por la primera de las hipótesis, la que sitúa la muerte de doña Jerónima en la juventud de ésta, es que en el inventario de los bienes de El Greco, realizado a su muerte en 1614, hay tal escasez de ropa blanca, tanto de uso interior como de cama, y tanta pobreza de muebles (sólo una "media" cama y un catre), que toda presencia femenina parece ausente. Los restos de El Greco parecen hablamos de un hombre mayor que vive solitario y poco preocupado de procurarse unos ropajes, para él y para su casa, que estuvieran a la altura de su categoría como artista. De hecho, Jorge Manuel tenía su propia casa, en la Aldegüela, cuando su padre volvió a ocupar, en 1604, en las "casas de Villena", nada menos que los veinticuatro mejores aposentos. El Greco tenía dos criados, María Gómez y Francisco de Preboste, que le sirvieron más de veinte años. 

Estas sombras que desgraciadamente nos impiden ver algunos capítulos de la vida del pintor también afectan a su esfera más propiamente profesional. Por ejemplo, tampoco sabemos gran cosa de su taller. Jusepe Martínez dice que "tuvo pocos discípulos, porque no quisieron seguir su doctrina por ser tan caprichosa y extravagante que sólo para él fue buena". Aparte de su hijo, se citan nada más que dos alumnos, Tristán y Maino, "dos grandes discípulos, entre otros", según escribe un siglo después Palomino. Es probable que Luis Tristán, nacido cerca de Toledo en el último cuarto del siglo XVI y avecindado en la ciudad entre 1603 y 1607, fuera en esos años alumno de El Greco, de quien heredó la febril tipología de algunos santos (Santo Domingo, Museo de El Greco), pero poniéndola al día por el cuidado naturalista de ciertos detalles. Su Trinidad de la Catedral de Sevilla recuerda la pintada por El Greco para Santo Domingo el Antiguo. 


Laocoonte y sus hijos de El Greco (National Gallery, Washington). Ésta es la única tela de tema mitológico del Greco, pintada entre 1610 y 1614. La cabeza de Laocoonte recuerda la del San Pedro de El Escorial, aunque aquí expresa con distorsión horrible que acaba de morderle la serpiente causante de su muerte. Podría verse en esta tela un resumen de la vida de El Greco: su educación helenística, su aprendizaje veneciano y sobre todo el soberbio paisaje de Toledo, ante cuya puerta de Visagra espera el caballo de Troya. ¿Se vería el Greco a sí mismo como un desdichado Laocoonte toledano?      
La Adoración de los pastores del Fitzwilliams Museum de Cambridge parece más cerca de Bassano que del propio Greco. La personalidad de Tristán está por estudiar seriamente, como las de otros contemporáneos suyos, como Orrente o Cotán, de la generación vacilante entre el idealismo manierista y la imitación de la naturaleza. Juan Bautista Maino, nacido en Pastrana en 1578, tiene con El Greco más discutible relación. Estuvo en Toledo en 1611 y pintó para el convento de San Pedro Mártir el soberbio retablo de las "Cuatro Pascuas" (Natividad y Resurrección en Vilanova i la Geltrú, como depósito del Prado, donde están la Epifanía y la Pentecostés), en el que nada se rastrea de Theotocópuli, ni en el cuidado naturalista de personajes y detalles, ni en el color, ni en la ejecución casi lamida, como sería raro hallar otra en la España de la época. Mucho más cerca que de El Greco está Maino de los caravaggistas claros, como Gentileschi. Pero si El Greco no fue imitado y traicionado por sus discípulos, como todos los genios, de la pintura o de cualquier campo espiritual, porque no los tuvo, eso no le ha librado de plagios y falsificaciones y de que se atribuyan a él, a su taller y a su escuela los mamarrachos más escandalosos y los lienzos más negruzcos e ininteligibles. 


⇨ San Pablo de El Greco (Museo de El Greco, Toledo). Esta obra pertenece al mismo Apostolado que el San Bartolomé. Por lo tanto, también se fecha entre 1610 y 1614. El Greco inscribió en la cartela una epístola del santo en griego. San Pablo fue uno de los favoritos del pintor; como en tantos otros personajes de su galería, lo repitió varias veces en actitud similar, tratándolo como un arquetipo.   



Se sabe del taller de El Greco por la visita que, en 1611, le hizo Francisco Pacheco, que vio allí" una alacena de modelos de barro de su mano para valerse de ellos en sus obras". Ya hemos apuntado que se trataría de pequeños maniquíes, como los que usaba Tintoretto para ensayar los pliegues de las túnicas y mantos de sus personajes, sistema que contribuye a explicar, además de las razones estilísticas que siempre serán las primordiales, el gran tamaño de esos drapeados, sobre todo en las pinturas de la última época de Theotocópuli (Visitación de Dumbarton-Oaks); pero igualmente puede tratarse de auténticas esculturas (por el estilo de la de Cristo resucitado del Hospital Tavera) de algunos de esos tipos de personajes, sobre todo angélicos, que el pintor emplea repetidas veces en combinaciones y colocaciones diversas. 

También vio Pacheco, "lo que excede a toda admiración, los originales de todo cuanto había pintado en su vida, pintados al óleo en lienzos más pequeños, en una cuadra (aposento) que por su mandato me mostró su hijo". Con este pequeño "museo", el pintor trataría, no sólo de salvar de las lagunas de su memoria los cuadros ejecutados y perdidos, sino de establecer una suerte de "catálogo" o "muestrario" en el que curas o priores pudiesen elegir el modelo para la obra que querían encargar. Esto coincidiría con el aspecto técnico, y no "inspirado", que hemos tratado de subrayar en El Greco, capaz de repetir hasta la muerte los mismos temas, sin fatiga por él ni, lo que es más raro, para los clientes. 

⇦ San Sebastián de El Greco (Museo del Prado, Madrid). Obra intensamente dramática pintada entre 1610 y 1614. Se dice que el pintor hacía modelos en cera que copiaba después en sus telas; desde luego, sus alargamientos tienen la flexibilidad de la cera y su misma calidad irreal. En este santo, atado al poste del martirio, el pintor volcó su más exasperada técnica expresionista para conseguir un patetismo tremendo, que va más allá de lo humano. El torbellino de nubes del fondo coloca a la figura en un espacio aislado, real e irreal a un tiempo. 



Del modo de trabajar de El Greco nos dan buena idea otras noticias de Pacheco. "¿Quién creería que Domenico Greco trajese sus pinturas muchas veces a la mano y las retocase una y otra vez para dejar los colores distintos y desunidos y dar aquellos crueles borrones para afectar valentía? A esto llamo yo trabajar para ser pobre". El Greco se adelanta a su tiempo en lo que pudiéramos llamar "coquetería de lo inacabado", que apenas comienza a apreciarse medio siglo después (Velázquez, Hals), aunque ya sentaran sus bases, en Venecia, Tiziano y Tintoretto; pero, además, con esos "crueles borrones", manchas y líneas de negro puro, trata de aguzar los colores y hacerlos brillar como en los plomos de una vidriera. El contraste con el negro aclara los tonos, sobre todo si esa negrura los recorta sin piedad; y El Greco tiene el sistema, jamás visto, de hacer montar el negro o los colores unos sobre otros, para exacerbar su contraste y para que el dibujo no los separe. En realidad, dibuja con el color. Por eso, cuando Pacheco le plantea la consabida cuestión de las Academias, de si es más difícil el dibujo o el colorido, esperando la respuesta correcta de un pintor bien educado, El Greco le asombra respondiendo que el color, "opinión singular", que"no es tanto de maravillar como oírle hablar con tan poco aprecio de Miguel Ángel (siendo el padre de la pintura) ... ". En realidad, una y otra frase concuerdan: Miguel Ángel, que puso el dibujo tan por delante del colorido, "no supo pintar", según El Greco. 

De aquí arranca una reputación de singularidad, de extravagancia. "En todo fue singular, como en la pintura", escribe Pacheco de El Greco. Y Martínez añade: "Fue de extravagante condición, como su pintura". Con Palomino, en el siglo XVIII la leyenda de la extravagancia de El Greco alcanza sus razones: "Viendo que sus pinturas se equivocaban ( confundían) con las de Tiziano, trató de mudar de manera, con tal extravagancia que llegó a hacer despreciable y ridícula su pintura, así en lo descoyuntado del dibujo como en lo desabrido del color". Es fatal que los mediocres tengan que explicar siempre lo que no entienden con razones de su misma vulgaridad, jamás ajena a envidias e intereses. De parecida manera se ha intentado explicar el oscuro y sublime estilo del Polifemo o las Soledades de Góngora, uno de los primeros en cantar las alabanzas de El Greco "que dio espíritu a leño, vida a lino". 



Visión de San Juan de El Greco (Metropolitan Museum of Art, Nueva York). La tensión mística del artista llega a su límite en esta obra, donde la figura de San Juan clama con los brazos en alto ante un cielo amenazador. Al fondo, unas figuras blanquecinas resaltan sobre un colorido que recuerda la paleta veneciana.
Si con la repetición de sus temas, El Greco hubiera podido asegurar su clientela, con la constante renovación a que los sometía tenía que desorientarla, como a Pacheco, que entendía más de pintura que los frailes y monjas de Toledo. En sus últimos años pinta poco, a pesar de sufrir, como siempre, apuros económicos. En 1609, el artista reconoce deber a su amigo el doctor Angula la suma de 5.859 reales, que le ha prestado. Pero no repara en gastos. Un documento de 1610 revela que paga por el alquiler de su inmensa casa medio vacía 1.244 reales; en 1612, Jorge Manuel adquiere en su nombre una bóveda para panteón familiar en la iglesia de Santo Domingo el Antiguo, comprometiéndose a poner un altar para el cual El Greco pintará la más bella versión de la Adoración de los pastores (Prado). Es probable que la salud del anciano no le permitiera sostener largo tiempo el esfuerzo de sus últimos óleos, cada vez más grandes, más enérgicos, de pinceladas más liberales. Acaso prefiere pintar para sí mismo. 

Esa sería la más bella explicación de su único cuadro mitológico, el Laocoonte, suerte de martirio pagano, en el que el viejo artista ha volcado su más alquitarada espiritualidad. Laocoonte, sacerdote de Neptuno, advirtió á los troyanos que no debían dejar entrar en la ciudad el funesto caballo de madera, que había de ser causa de su ruina; fue castigado por Apolo a morir, él y sus hijos, de la mordedura de dos serpientes. Un tema que está en la raíz del manierismo, a cuya eclosión contribuyó desde que, en 1506, se descubrió en una viña romana el famoso grupo escultórico, hoy en el Vaticano, que entusiasmó a los artistas: un tema con desnudos, serpientes, cultura libresca, sentimiento sublime. 

⇨ Detalle de la Adoración de los pastores (Museo del Prado, Madrid), pintada por el Greco entre 1612 y 1614. En esta composición circular, tan dinámica, la luz parece salir realmente de cada una de las figuras en éxtasis para fundirse en un cromatismo fabuloso. El Greco pintó esta tela con el fin de que fuese colocada sobre su propia tumba, en Santo Domingo Antiguo de Toledo, para cuya iglesia había realizado sus primeras obras al llegar a España. 



Al atacar este tema, El Greco parece hacer un resumen de su vida: educación helenística, aprendizaje veneciano (el hijo de Laocoonte es aquel esclavo del Milagro de San Marcos de Tintoretto), estatuas romanas, aunque estremecidas por un pálido fuego que les da una realidad fantasmagórica, y, para finalizar, un enorme paisaje de Toledo, ante cuya Puerta de Visagra espera el caballo de Troya. ¿Daría El Greco a este cuadro un carácter de emblema personal? ¿Se sentiría un poco el Laocoonte toledano, condenado a la envidia, a la oscuridad, al olvido igual que todos los genios que alcanzan a ver (como Tiziano, Rembrandt, Hals y Goya) el triunfo de un arte mediocre, contra el que de nada sirven sus avisos? 

Si los encargos no parecen abundar, tampoco el pintor se da prisa en realizarlos. En 1607 ha firmado un contrato que le obliga a terminar las pinturas de la capilla de Isabel de O baile, en la iglesia de San Vicente, inacabadas a la muerte del poco conocido pintor Alejandro Sémino; en 1608 suscribe otro contrato con el Hospital Tavera para la ejecución de tres altares, uno mayor y dos laterales, contrato muy semejante al primero que tuvo en Toledo. En 1614, cuando apenas ha concluido dos cuadros para la iglesia de San Vicente y todavía le queda mucho para acabar los de Tavera, le sorprende la muerte. 

Estas obras electrizadas, descoyuntadas, tienen el significado de testamento artístico. ¡Qué camino recorrido desde la triunfal y apolínea Asunción de Santo Domingo el Antiguo y esta nueva Asunción de San Vicente (Museo de Santa Cruz), toda nube, ritmo y subida! El Greco ha vuelto a centrar el lienzo con la "columna salomónica" del Entierro del conde de Orgaz, apoyada ahora en un ramo de rosas y azucenas, emblema virginal, entre los demás símbolos (fuente, torre, puerta, espejo ... ) de un nocturno paisaje toledano, trascendido de alma; sobre esas flores se agitan los pies de un ángel enorme, desplegando sus alas negras y grises y sosteniendo las plantas de la altísima "Asunta", cuya cabeza roza ya casi la blancura del Espíritu Santo. Nunca El Greco voló más alto que en esta composición ascensional, pero no con la rápida y brusca subida del Resucitado (Museo del Prado), sino con la majestuosa pesadez de un cuerpo mortal, aunque inmaculada. En la pequeña Visitación del mismo altar (Dumbarton Oaks, Washington), el esquematismo del artista alcanza su más concentrada expresión: una puerta, dos mantos, unos cuantos reflejos mucha alma. De los cuadros pintados para el Hospital Tavera, queda in situ un Bautismo de Cristo que repite, desequilibrándolo, haciéndolo palpitar, chisporrotear, el esquema del pintado diez años antes para el Colegio de doña María de Aragón. Se cree que el más extraño cuadro de El Greco, aunque también uno de los más bellos, el llamado Apocalipsis (que procedente de la Colección Zuloaga emigró, lamentablemente, hacia la ciudad de Nueva York no hace muchos años), perteneciera a ese conjunto, inconcluso al fallecer el artista. 

El 31 de marzo de 1614, Domenico Theotocópuli encarga a su hijo, como heredero universal de sus escasos bienes (hoy serían inapreciables: más de doscientos cuadros ... ), de proveer a las formalidades de su testamento y exequias. Fallece una semana después, el 7 de abril, como buen cristiano. Se le entierra honorablemente en Santo Domingo el Antiguo, con una grave pompa semejante a la de su cuadro del señor de Orgaz ... Pero hasta después de muerto habrá de chocar El Greco con bajos intereses materiales; hay desavenencias entre el heredero y la fábrica y, en 1618, los restos del artista abandonan la iglesia que inmortalizaron sus pinceles. ¿Los sepulta Jorge Manuel con los de su segunda esposa en la iglesia de San Torcuato? Es probable; pero esa tumba se ha perdido, como se pierde también poco después todo rastro de la familia Theotocópuli: Jorge Manuel muere en 1631. En 1622, el hijo de este último, Gabriel, ha tomado con el apellido materno de Morales, el hábito de San Agustín, y nada más sabremos de él. 

Quedan un par de sepulcros literarios que dos grandes poetas consagran a su admirado amigo: esa urna "de pórfido luciente, dura llave / (que) el pincel niega al mundo más suave ... " que Góngora le dedica, con la inscripción de Paravicino: "Creta le dio la vida y los pinceles /Toledo, mejor patria donde empieza / a lograr con la muerte eternidades". 

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Plano y Vista de Toledo de El Greco


Plano y Vista de Toledo, junto con la Vista conservada en el Metropolitan Museum de Nueva York, constituye un excelente testimonio de la imagen de Toledo a finales del siglo XVI, y al mismo tiempo refuerza la idea de la íntima compenetración del artista con la ciudad española. 

Bajo un cielo tormentoso se contemplan las diferentes casas, palacios e iglesias, con una minuciosa descripción, donde los edificios más emblemáticos pueden ser perfectamente identificados. En este increíble cielo nublado, fenómeno atmosférico interesante desde un punto de vista artístico, se aprecia la imagen de la Virgen María acompañada de una pequeña corte de ángeles que portan la casulla que impondrán a San lldefonso, patrón de la ciudad. 

En primer término, en la parte derecha del lienzo, un muchacho sujeta un plano donde se recoge minuciosamente la planta urbana de la misma ciudad, planteándose la posibilidad que sería obra de Jorge Manuel, el hijo del pintor, especializado en arquitectura. Tanto en la vista general como en el plano, un género doblemente nuevo, resurgen las antiguas condiciones cretovenecianas de topografía y corografía de El Greco. Si en la versión de Nueva York, se detiene con mayor interés en los aspectos paisajísticos, aquí insiste en los topográficos. 

También según opinión de algunos especialistas, el joven que porta el mapa es el mismo Jorge Manuel. Hipótesis, sin embargo, insostenible, ya que en 1608, fecha aproximada de la obra, tenía 30 años y en cambio aquí aparenta a lo sumo 18. Tal vez, pudiera tratarse de una "evocación" de los rasgos juveniles del hijo. 

En la zona inferior izquierda se encuentra la representación simbólica del río Tajo como una figura humana con un cántaro y una cornucopia, tradición típicamente manierista. 

A la minuciosidad de las casas, dibujadas en una sensación de apiñamiento, y del plano, el resto parece abocetado, planteándose la posibilidad de que el cuadro esté sin concluir. 

La dedicación del El Greco al paisaje constituye una muestra más de su singularidad dentro del panorama de la pintura española. Todo indica que el pintor cretense iniciase a comienzos del siglo XVII la producción de pinturas de este género para la producción de España, en el que refleja la simple descripción personal de la ciudad y sus campos. 

Este cuadro, emblemático y expresivo, muestra un cierto orgullo ciudadano, que se puede explicar por varios factores: su propia inclinación hacia la pintura de paisaje, demostrada ya en fechas tempranas, como en las Vistas del Monte Sinaí; su conocimiento, como especificado más arriba, de la tradición cartográfica y paisajística veneciana o bien su gusto de algunos de sus amigos o mecenas por las vistas de ciudades. Para este último hay que tener en cuenta que tradicionalmente se ha asumido que los dos lienzos que han llegado hasta el presente serían los que pertenecieron a su primer propietario, quizás también encargados por él mismo, Pedro Salazar de Mendoza, admistrador del hospital Tavera. Una hipótesis aceptable por la importancia que adquiere el dicho edificio en la escena y porque Salazar era un ardiente coleccionista de mapas y vistas de ciudades. 

La presente obra, realizada entre 1608-1614 y con unas medidas de 132 x 228 cm, se conserva en el Museo de El Greco, en Toledo. 

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Alejandro Farnesio, el gran diplomático

Alejandro Farnesio, retrato de Otto van Veen

Alejandro Farnesio representa, como pocos hombres de su tiempo, la figura de quien sabe convertirse en una pieza clave de la política mediante su habilidad para las relaciones diplomáticas. Quizá haya que buscar la razón de su imparable ascenso en la corte de la corona española del siglo XVI en sus antecesores, pues era nieto de un emperador, Maximiliano, y biznieto de un papa, Paulo III. Nacido en Roma el 27 de agosto de 1545, su madre era hija ilegítima de Carlos V y él, además, era sobrino de Felipe II y de Juan de Austria. 

Alejandro se había trasladado a España cuando apenas era un adolescente y había estudiado en Alcalá _ de Henares. De este modo, gracias a su cercanía a la corte española y las buenas relaciones de su madre, Margarita de Parma, que había sido nombrada gobernadora de los Países Bajos, Alejandro trabó gran amistad con Carlos, hijo de Felipe II. Seguramente, de bien pequeño pudo aprender cómo se debían mover los hilos en la corte. 

Justo es reconocer que, aparte de ser un gran diplomático, Alejandro demostró su pericia en las artes de la guerra, pues participó con gran arrojo en la batalla de Lepanto y tras ésta fue enviado como comandante de los tercios a los Países Bajos para sofocar las revueltas que allí se sucedían. Éste fue su gran éxito, pues una vez que logró consolidar el dominio español fue nombrado gobernador general de los Países Bajos, sustituyendo a Juan de Austria. Nunca dejó de batallar en defensa de los intereses de la corona de España y murió en el campo de batalla, en Arrás, en el año 1592.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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