Punto al Arte

Castiglione y las virtudes del caballero renacentista

Portada de El cortesano. obra de Baldassare 
Castiglione publicada en 1528. 

Baldassare Castiglione fue un noble italiano nacido en Casatico di Macaria en 1478 y muerto a causa de la peste en Toledo, España, en 1529, un año después de la publicación de El cortesano, escribió un verdadero tratado moral y estético de los ideales del Renacimiento.

En la línea señalada en De civilitate forum puerilium, libro en el que Erasmo de Rotterdam reivindica un código de "buenos modales" como parte de su proyecto humanista, Castiglione, hombre de vasta cultura y estrechamente ligado a los centros de poder, elabora El cortesano, que se convierte, según A. Qondan, en la "gramática fundamental de la sociedad cortesana".

Pero a diferencia de la obra de Erasmo, la de Castiglione responde a las exigencias de una sociedad jerarquizada, en la que cada clase social ha de tener una codificación propia que haga visible sus condiciones de vida y las distancias que las separan.

Acaso para remarcar más estas diferencias interclasistas, El cortesano está concebido no como un clásico manual de urbanidad, sino como un diálogo natural entre dos personajes de la corte del duque de Urbino acerca de los valores y de las reglas de la vida social.

De la conversación se deduce que las cualidades del perfecto cortesano se sustentan en el cálculo y el éxito sociales y en la "gracia", es decir, el don de todo aquel elegido por nacimiento, pues para Castiglione, la excelencia cortesana, a diferencia de lo que afirmaba Erasmo, no se aprende.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El palacio ducal de Urbino

Palacio Ducal de Urbino de Luciano Laurana. La corte de Federico de Montefeltro fue una de las más espléndidas del Renacimiento italiano. Su Palacio 
Sin embargo, el más bello palacio cuatrocentista italiano, el palacio ducal de Urbino, fue construido por un extranjero: el dálmata Luciano Laurana, de Zara, que trabajó en Urbino desde 1466 hasta su muerte en 1479. Dispuesto sobre un terreno irregular, no presenta una gran fachada como el Palacio de la Cancillería de Roma; además, el duro clima de Urbino, en los Apeninos, obligó a levantar las cubiertas, expuestas a la nieve; en cambio, en el interior es uno de los monumentos de líneas más puras, y, por la distinción de todos sus detalles, uno de los más bellos que existen en el mundo.

Palacio de Venecia, en Roma, llamado así porque en él residió el embajador veneciano. Se desconoce su autor, aunque Vasari se lo atribuye a Giuliano da Maiano. El exterior del edificio evoca el aspecto de un inexpugnable alcázar medieval.

Los mismos florentinos lo admiraban y Lorenzo de Médicis pedía dibujos del edificio. El patio es de una simplicidad helénica: tiene un pórtico inferior de varios arcos de medio punto que sostienen un friso con una inscripción latina en letras clásicas; la ligereza aérea de sus líneas únicamente es comparable a las arcadas florentinas de Brunelleschi, pese a que aquí los ángulos están reforzados por pilares. A su lado, los patios de Michelozzo y sus discípulos llegan a parecer inestables, y el patio del Palacio de Venecia en Roma se diría que peca de pesado si se le compara con el equilibrio rosa y blanco de Luciano Laurana. En las salas, hoy desmanteladas, hay prodigios de decoración en puertas, ventanas y chimeneas, con el escudo de los Montefeltro. Es doloroso tener que resucitar con el espíritu la corte de Urbino, de cuyas diversiones nos entera el libro de Baltasar de Castiglione titulado El cortesano.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La catedral de Florencia


La catedral de Florencia (Cattedrale di Firenze) comenzó a construirse en 1296 en estilo gótico. En principio estuvo dedicada a Santa Reparada, pero con la nueva obra comenzada a principios del siglo xv, se consagró a la Madre de Dios con el título de Santa María del Fiore.

  En 1418 se habían fijado unos pilares y un tambor octogonales, aunque todavía no se determinaba el sistema técnico a seguir en la construcción de la cúpula. La rivalidad entre las ciudades-estado italianas impulsó una construcción que superara en tamaño y altura cualquier otra de Italia. Filippo Brunelleschi propone entonces una cúpula inspirada por la tradición gótica de abovedamiento en piedra y los principios de la construcción romana.

   El diseño reúne las virtudes de una cúpula autoportante con la planta de una cúpula octogonal facetada. El domo está construido en base a dos cascarones paralelos, lo cual contribuye a reducir su peso total: la cúpula interior, realizada en ladrillo y piedra, se encuentra reforzada por nervios y por costillas horizontales concéntricas; la interior, protege al conjunto de las inclemencias del tiempo.


   Ambas están unidas por bloques de piedra. Sin embargo, el mayor mérito de la edificación radica en que la cúpula pudo erigirse sin la necesidad de construir andamios desde la base de la iglesia - lo que hubiera supuesto una cantidad de madera y un sistema constructivo inabordable para la tecnología de la época-, de modo que las partes que se iban concluyendo servían de apoyo para los andamios de los tramos superiores. Los modillones que sobresalen en la base de la bóveda sirvieron para apoyar los andamios durante la construcción. La cúpula es el elemento más importante de la catedral.

   Los ábsides de la fachada, en forma de medio octógono, fueron construidos en 1421, y aumentaron considerablemente las dimensiones de la planta cruciforme de la edificación gótica original. La taracea de mármol blanco, rojo y verde en las bandas, junto con las cornisas, otorgan un carácter horizontal al edificio, en contraste con la verticalidad de la arquitectura gótica convencional.


   El campanario o campanile, que se encuentra al lado de la catedral presenta los mismos mármoles de color en la fachada. Había sido comenzado por el maestro Giotto en 1334, Andrea Pisano continuó la construcción y Francesco Talenti la concluyó en 1359. Tiene una planta cuadrada de 14 metros, en cuatro pisos, sin contrafuertes de lado: el primero es un basamento bajo con relieves; sobre éste, otro más ancho, con esculturas; el siguiente tiene ventanas partidas con ajimeces; las ventanas del superior son más altas; y el último presenta un solo ventanal de grandes dimensiones y la cornisa de remate. La torre alcanza una altura de 82 metros.

   La catedral está decorada con obras de artistas como UccelloDonatello, Nanni di Bianco y Ghirlandaio. Tiene 155 metros de longitud máxima y 107 de altura, y es, junto con las de San Pedro de Roma, San Pablo en Londres y la catedral de Sevilla, una de las mayores del mundo. Constituye un ejemplo de la transición entre el mundo gótico y el nuevo espíritu de investigación científica y estética, confirmando a Italia como foco de un nuevo imperio cultural.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Arte islámico

El arte islámico está indisolublemente unido a la expansión del Imperio árabe o musulmán. Aunque· conviene realizar, de entrada, una breve matización respecto a estos dos últimos términos, pues es preciso no igualar árabe a musulmán. La religión islámica o musulmana se originó a raíz de la vida y obra de su profeta Mahoma, quien predicó durante el siglo VII en la península Arábiga. Se trata, por lo tanto, de una religión surgida en dicha península en el seno del pueblo árabe. Por eso, en un primer momento, sí que procedía asimilar musulmán a árabe, pero en la actualidad, cuando hay tantas zonas y pueblos en los que impera el islam -África negra y bereberes del norte del continente, amplios territorios de Asia, etc.-, no se pueden utilizar aleatoriamente ambos términos. De todas formas, sí que es posible emplear las expresiones Imperio árabe o Imperio islámico al hablar de la fabulosa y vasta potencia que desde Arabia se extendió por buena parte de Europa, África y Asia, pues fue la cultura de los árabes la que definió los rasgos esenciales del Imperio.

Mezquita de los Omeyas (Da-
masco). Ubicado en el patio
de la gran mezquita, de 122
metros, se yergue el pabellón
del tesoro revestido de mosai-
cos del siglo XIV.
No sería exagerado afirmar que la península Arábiga era, antes de la eclosión del islam, un verdadero desierto artístico, si es posible el juego de palabras, pues ni las numerosas tribus árabes ni los habitantes de las ciudades, como Medina o La Meca, incipientes urbes de comerciantes, sobre todo, parecían tener excesivas inquietudes estéticas. Por eso, apenas hay un puñado de restos de la arquitectura preislámica en la Península, y se puede afirmar que la revolución social y religiosa que impulsó el profeta Mahoma durante el siglo VII se tradujo también en una profunda transformación de los valores artísticos árabes. Y como se podrá comprobar, a medida que iban conformándose los cánones del arte islámico, éste se expandía al mismo ritmo que el imperio acumulaba victorias y ampliaba sus límites hacia Asia, África y Europa.

Kaaba (La Meca, Arabia Saudí). En el interior de la mezquita se encuentra la piedra negra considerada la casa de Dios, construida según la tradición musulmana por Abraham y su hijo Ismael. Los peregrinos deben bordearla siete veces antes de besarla bajo la funda negra bordada en oro que la recubre.
Pero esta expansión no implica únicamente que los árabes construyeran mezquitas e influyeran en el arte de cada uno de los territorios en los que tuvieron presencia. Imperio joven que no tenía detrás una sólida tradición artística a la que venerar y respetar como un dogma inamovible, los árabes, libres de lastres en este sentido, supieron dejarse influir por aquellos pueblos conquistados que, por otro lado, tenían mucho que ofrecerles en el ámbito artístico, pues habían conseguido desarrollar una evolución artística importante y prestigiosa. Por ello, cuando los musulmanes extendieron sus dominios hacia Oriente y cruzaron el Éufrates para llegar a Persia, el territorio que corresponde en la actualidad a Irán, aceptaron algunas de las características del arte sasánida, fuertemente influido por sus vecinos y enemigos bizantinos, y, sobre todo, quedaron seducidos por la fantasía decorativa oriental.

No hay que olvidar que el arte bizantino era heredero de las culturas romana y griega, las culturas más relevantes de la Antigüedad y que sus templos, esculturas y pinturas debían de ejercer un gran poder fascinador en un pueblo, el árabe, que pretendía convertirse en un gran imperio, lo que finalmente conseguiría.

Mezquita de Omar (Jerusalén). Erigida en el siglo VII bajo el mandato del noveno califa, Abd al-Malik, esta colosal construcción arquitectónica presenta muchas influencias del arte bizantino, siguiendo la estructura octogonal de otras plantas como la de Santa Sofía, en Constantinopla. El templo está coronado con la dorada Cúpula de la Roca, la cual se eleva hasta 30 metros sobre un tambor cilíndrico de cuatro pilares que separan tres arcadas entre sí.
A continuación, se verá, por tanto, el curso que siguió el Imperio islámico y su arte por el flanco oriental, que se prolongó hasta la India, territorio en el que las principales obras islámicas son deudoras del fervor constructivo de los sultanes mongoles musulmanes. Y en el otro extremo del Imperio islámico, a miles de kilómetros de distancia, en la península Ibérica, el al-Ándalus -primero un emirato, luego un califato independiente y en su ocaso un reino de Taifas- dejó algunas de las manifestaciones artísticas más bellas que se puedan encontrar en España.

Como se acaba de señalar, el Imperio musulmán se extendió, en sus mejores momentos, desde la península Ibérica hasta la India, quedando bajo su dominio culturas, pueblos y personas de lo más variado. Por ello, no se puede menos que maravillarse ante las coincidencias estéticas con las que el arte islámico se manifiesta en los diferentes enclaves del imperio. Lejos de presentar unas características plenamente uniformes, es evidente que sí que hay una pretensión de respetar ciertos cánones básicos en el arte islámico desde el al-Ándalus hasta la India musulmana. Ello responde a la influencia de la religión, que impregnó todos los ámbitos de la vida de los pueblos en los que tuvo presencia. De este modo, a pesar de la herencia cultural tan diferente de los pueblos de Persia y del norte de África, por ejemplo, es posible observar unos rasgos comunes en las manifestaciones artísticas de los pueblos del Imperio islámico, sobre todo, en la arquitectura de las mezquitas, donde, lógicamente, se hace más evidente la intensa influencia de la religión musulmana.

Roca de Abraham (mezquita de Omar, Jerusalén). Bajo la Cúpula de la Roca se conserva la piedra sobre la que se considera que Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo Isaac, según la versión hebrea, o a su primogénito Ismael, según el Islam. Los musulmanes también creen que la roca representa el punto desde el cual Mahoma ascendió al reino de los cielos de Alá, acompañado por el arcángel Gabriel.
Seguramente, este capítulo sobre la historia del arte islámico hubiera necesitado algunos apartados más si en la batalla de Poitiers hubieran vencido los árabes y no los francos. Quizá, se tendría que hablar del arte islámico en otros territorios más allá de los Pirineos si el ejército árabe hubiera vencido a principios del siglo VIII en la mencionada batalla a las tropas francas. En todo caso, es indudable que los árabes consiguieron forjar una civilización poderosa, en la que se cultivó una gran pasión por el arte y que, sin duda, es una de las más fascinantes de la historia.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

De Mahoma a la universalización del Islam

Mahoma rezando junto a Alí y Jadicha (Museo
del Palacio de Topkapi, Estambul). Esta minia-
tura otomana rehuye de la caracterización fa-
cial del profeta, al que se le representa en-
vuelto en una llama sagrada.

El Islam nació en Arabia, territorio que abarca desde la Siria meridional hasta las costas del mar Rojo, durante el siglo VII. La península Arábiga preislámica era un vasto territorio de una gran importancia comercial, en el que no había un poder centralizador, pues la población estaba fragmentada en tribus. Asimismo, no se puede fijar con exactitud el momento en que nació el Estado Islámico, aunque Mahoma (h. 570-632) tuvo tiempo de sentar las bases de la cultura arábigo-islámica.

Tras la muerte del Profeta, se produjo una breve crisis dinástica que se solucionaría con el período del califato ortodoxo. Asumieron el poder cuatro califas, sucesores del enviado, que fijaron la estructura social, cultural y religiosa del Islam. Posteriormente, Muhawiyya (661680) instauró la primera dinastía islámica, la omeya (661-750), que fue la que realmente organizó del Estado islámico. Los omeyas trasladaron la capital de Medina a Damasco y ampliaron las fronteras del Imperio. La importancia de las artes en este período permite referirse al arte omeya como el período de formación del arte islámico.

Pero los Omeyas no pudieron hacer frente al empuje abasí, dinastía que llegó al poder en el año 750.

Con el califato abasí se estableció la nueva capital en Bagdad, ciudad fundada por el califa al-Mansur (754-775) en el 762.

Y ya a comienzos del siglo IX, el Imperio abasí era la mayor potencia política y económica del momento.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Punto al Arte