Punto al Arte: 02 Arte de los Imperios Medio y Nuevo
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La escultura

Los escultores se aplicaron también a ejecutar, además de los relieves decorativos, obras de bulto entero, y con frecuencia demostraron con ellas el gusto por lo colosal y exagerado en dimensiones que siempre ha sido la característica de Egipto. Algunas de las estatuas faraónicas de las puertas de los templos eran verdaderamente colosales; pero además de esta monomanía nacional de lo gigantesco, los escultores del Imperio Nuevo demuestran poseer facultades extraordinarias para representar los grandes personajes, los sacerdotes y los monarcas que les encargaban sus retratos. Karnak, lleno de esculturas votivas de sus reales protectores, debía de ser una galería iconográfica del Egipto tebano.

Estatuilla de la dama Tui (Musée
du Louvre, París). Pertenece a la
XIX Dinastía y representa a la
"superiora de las sacerdotisas del
dios Min". Su peluca ceremonial,
el gran collar y el lino transparente
del traje, a justado sobre las for-
mas del cuerpo, cuya delicadeza
acentúan los reflejos, son caracte-
rísticas de las estatuas femeninas
labradas durante el Imperio Nuevo.
En Luxor había una población entera de estatuas. Gran cantidad de esculturas se ha encontrado en Karnak, en el fondo de grandes zanjas, después rellenadas de tierra; las nuevas dinastías tenían necesidad de desocupar el lugar sagrado para dejar sitio a las figuras de los nuevos faraones. Es curioso observar que además del retrato oficial estereotipado de los faraones desde la IV Dinastía, que es un personaje sólido, carnoso, sano, de cara redonda y mandíbula cuadrada, tenemos diferentes retratos de los faraones al natural, y de algunos hasta puede verse el surco que en su fisonomía imprimieron los años, como los tres retratos en distintas edades de Tuthmosis III, en el Museo Británico. 

La psicología de cada uno de los grandes príncipes de Egipto aparece en estos retratos familiares, así como la de los individuos de su familia, y aun de las princesas reales. Estas figuras secundarias raramente tienen las grandes dimensiones de los retratos de los faraones; a menudo las reinas están al lado, menores, y se acogen a un tobillo del monarca, su esposo y señor. Ellos, los monarcas, van vestidos a veces con traje de corte, con coronas y tiaras, pero el retrato oficial lleva sólo el klaft, o manto, en la cabeza y una faja en las caderas. En los relieves de los templos, el faraón tiene mayor tamaño del natural; es un ser superior que interviene en un combate de pigmeos. Los grandes caballos de su carro son también desproporcionados, como reflejando la naturaleza semidivina que les comunica sin duda su posesor.

De estos retratos tallados por los escultores del Imperio Nuevo se destaca, en primer lugar, la gran estatua, de casi dos metros de altura, de la reina Hatshepsut, que conserva el Metropolitan Museum de Nueva York. Procede de su templo de Deir el-Bahari. La reina está representada como un faraón, vistiendo sólo el klaft, el collar ceremonial y la corta faja en torno a las caderas; no obstante, el carácter femenino de su rostro es evidente. Tal evidencia se hace más aparente al comparar esta estatua con la de su hermano, esposo y sucesor Tuthmosis III, que conserva el Museo Egipcio de Turín. El parecido familiar y la identidad de la posición y del vestido hacen la comparación más fácil. El rostro de Tuthmosis III, fino e inteligente, no es el que hubiéramos imaginado para el gran guerrero que llevó dieciocho veces sus ejércitos a Siria y a Fenicia.
Estatua de Amenofis IV (Museo
Egipcio, El Cairo). Fue uno de
los pilares del templo solar que
este faraón hizo edificar en Kar-
nak, al principio de su reinado.
Evidentemente Bek, autor de la
escultura, segura las instruccio-
nes del joven príncipe porque, a-
bandonando la idealización de las
formas humanas y la elegante
síntesis entre hombre y dios, trató
aquí de ceñirse a un realismo casi
desconcertante: cuello desmesu-
rado que la barba no disimula,
hombros caídos, pecho hundido,
brazos frágiles y pelvis baja y pe-
sada sobre piernas demasiado
cortas.

Su gran obelisco, que el emperador bizantino Teodosio trasladó a Constantinopla (Estambul) donde todavía se encuentra actualmente, tiene una larga inscripción jeroglífica en la que Tuthmosis III conmemora sus campañas en países lejanos, se enorgullece de haber cruzado el Gran Codo (que es el recodo que hace el Éufrates en Karkernish), y se llama Señor de las Victorias, "el que lleva sus fronteras hasta los cuernos de la Tierra".

Para terminar esta galería de retratos reales, hay que hacer referencia a la gran personalidad de la XIX Dinastía: Ramsés II el Grande (1292 a 1225 a.C.). El vencedor de los hititas en la batalla de Kadesh dejó un recuerdo tan glorioso de su largo reinado, que los faraones de la XX Dinastía, que ya no eran de su linaje, quisieron llamarse todos, sin excepción, también Ramsés. Ninguno de sus numerosos retratos puede competir con el que lo representa en traje de gala, del Museo de Turin. Allí, Ramsés II no lleva el antiguo tocado pastoral, el klaft, sino un elegante casco de malla metálica con el ureus o cobra sagrada sobre la frente. Su cara ovalada y nariz curva, que confirma la momia hallada por Brugsch-Bey en 1881, contrastan con los rostros de sus antecesores, de gran mandíbula inferior, nariz plana y ojos saltones.


Entre los numerosos y bellísimos retratos femeninos del Imperio Nuevo hay que destacar los de la reina Tiyi y sus damas. Amenofis III casó muy joven, a los quince años, con casi una niña llamada Tiyi, que debía ser hasta su muerte su esposa favorita. Incluso al celebrar otro matrimonio, por razones políticas, con la hija del rey de Siria, el acta de casamiento y otros documentos oficiales mencionan con gran afecto a la reina Tiyi. Es indudable que Tiyi tuvo gran influencia en las decisiones de Amenofis III y que a ella le tocó la regencia de su hijo Amenofis IV (el futuro faraón hereje Akenatón), todavía menor de edad a la muerte de su padre. El Museo de Berlín conserva una maravillosa cabeza policromada de esta reina, y el de Bruselas un relieve donde la vemos con el pecho desnudo, a la moda de la XVIII Dinastía, y con dos cobras sagradas sobre su frente. El Museo del Louvre posee varias pequeñas estatuillas de madera que representan algunas damas de la corte de Amenofis III: la dama Vashaá, la dama Nai, la dama Tui.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La revolución de Tell el-Amarna

A lo largo de la evolución milenaria del arte egipcio, nunca estacionaria, con cambios de estilo y de técnica, no sufrió más que una sola grande y verdadera sacudida, un cambio súbito, y éste fue en tiempos del faraón herético Akenatón. Coronado con el nombre de Amenofis IV, nieto del gran Tuthmosis y descendiente directo de los que instalaron la capital de ambos Egiptos en Tebas, Akenatón no quiso resignarse a ser sencillamente uno más en la serie de los monarcas de la XVIII Dinastía, sino que osó pensar, creer y hacer pública su fe, aunque sin imponerla a sus súbditos como una ortodoxia inevitable. La fe de Akenatón, bien conocida por sus escritos grabados en jeroglíficos, es estrictamente monoteísta, que desprecia el numeroso panteón de dioses egipcios, y ve la representación del dios único en el gran disco solar, Atón, que con sus rayos envía la fuerza vital que hace crecer animales y plantas, da calor al mundo y comunica el espíritu y la bondad.

Relieve de Amenofis IV o Akenatón (Museo de Bellas Artes, Bruselas). Construido en piedra caliza, acusa un tremendo realismo. Abandonando toda idealización, quiere registrar la verdad absoluta de la forma. Aquí se está muy lejos del ideal de belleza que intentaron apropiarse las dinastías anteriores. Este rostro, demasiado humano e imperfecto, transmite en el límite de la descarnada crueldad, el perfil del más grande místico de la Antigüedad.



La nueva religión de Atón es más naturalista, más sentimental que el misticismo puramente simbólico y geométrico de Ra; en cierto modo parece ser un progreso, aunque Ra con sus fórmulas y formas también definía y, por tanto, creaba la vida entera. Pero respecto de quien Atón representaba un verdadero progreso era de Amón, el dios solar ya humanizado, con consorte, hijo y corte celestial. A este Amón de Tebas, híbrido de un tótem prehistórico, el carnero, en el cual se vio una encarnación solar, y Ra, importado del delta, fue al que Akenatón declaró guerra a muerte. Empezó por trasladar la capital del reino a un lugar más al norte que hoy se llama Tell el-Amarna, y allí estableció los servicios imperiales, se rodeó de un cenáculo de amigos que pensaban como él y se cambió el nombre de Amenhotep (Amenofis IV) por el de Akenatón. Su esposa Nefertiti, que quiere decir "la Bella" en superlativo, cooperó también a la reforma.

No sólo cambió Akenatón su nombre, sino que mudó su aspecto físico; por lo menos para los retratos oficiales se hizo representar con facciones ya enteramente opuestas al tipo tradicional del faraón carnoso, cuadrado y atlético. Rompiendo decididamente con los antiguos moldes tradicionales, Akenatón llega a degenerar en un personaje demacrado, hético, inmaterial ... De la misma manera se transfiguran con cráneos alargados y cuellos finos la reina y las princesas.

Torso de una princesa de Amarna (Musée du Louvre, París). Identificado con la reina Nefertiti. Esta obra revela una cuidadosa observación de la naturaleza que pone de manifiesto, todavía a través de la túnica transparente, las arrugas de la piel. Una sensualidad difusa se desprende de estos hombros finos y del abdomen dilatado, cortado por un extraño ombligo lineal. El abultamiento de las caderas es un elemento propio de las representaciones figurativas de Tell el-Amarna, pero no sólo en las mujeres, sino también en las imágenes masculinas.



Akenatón se rodeó de artistas que deseaban el mismo cambio, cansados de los motivos tradicionales que podían reproducir sólo con una relativa personalidad. Así se creó la escuela artística que se llamó de Tell el-Amarna, cuyas piezas más importantes fueron halladas en las excavaciones que dirigió Borchardt en 1907-1908, entre las que destaca el busto policromado de la reina Nefertiti que es, sin duda, una de las esculturas más admiradas por toda la humanidad. Sus facciones regulares y exquisitas, su largo cuello, sus ojos lánguidos y sus labios carnosos y finamente arqueados expresan una serena calma. Otro maravilloso retrato de la reina, en cuarcita rosa, está en el Museo de El Cairo. Fue hallado, sin terminar, en el taller del escultor Tutmés, en Tell el-Amarna, y le falta la alta corona que, como en el busto de Berlín, debía completar su tocado. Tan hermosa debió de encontrarla el escultor que, aún sin terminar su obra, no pudo resistir la tentación de dibujarle en negro la línea de los ojos y pintarle de rojo la boca.

Cabeza de la reina Nefertiti (Staatliche Museen, Berlín). Pieza de caliza pintada de la esposa de Akenatón, que mide medio metro de altura. Constituye un magnífico ejemplo del protagonismo de la mujer en el arte y en la sociedad egipcia, no comportado por otras civilizaciones del mundo antiguo, y es a la vez el prototipo de la belleza refinada y sensual desarrollado durante el período de Tell el-Amarna. Ni el "ureus" partido, ni la oreja rota, ni siquiera el desperfecto en el ojo izquierdo merman encanto a este rostro de celebridad universal.
En otra escultura en piedra caliza del Museo de Berlín, Nefertiti es presentada desnuda, sin impudicia, pero sin falso pudor; se acerca lentamente, con los ojos maquillados por el kohol, pero en su triste mirada no hay ambición ni malicia. Un torso mutilado de cuarcita roja, del Museo del Louvre, permite apreciar la belleza del cuerpo de Nefertiti. Aquí usa una túnica finamente plisada de lino transparente, tan adherida a la piel como si el tejido hubiera sido mojado. La religión de Atón estimulaba a no esconder el cuerpo, obra divina, producto de los rayos del Sol.

En Berlín se conservan también varias estelas esculpidas y policromadas, halladas en Tell el-Arnarna. En una de ellas, Akenatón jura que establece aquella ciudad para residencia permanente de la corte. En otra, el faraón y la reina están sentados en dos tronos, frente a frente, y acarician a sus hijas, las princesas.

Estela de Akenatón y Nefertiti con sus hijas (Museo Egipcio, El Cairo). En esta estela, originaria de Tell el-Amarna, se realiza una representación del disco solar que extiende sus rayos protectores hacia la familia real, la cual aparece representada en un momento de gran Intimidad, jugando con sus hijas, mostrando una gran ternura tanto por parte del artista que la ejecutó como de sus protagonistas. Todas las figuras presentan la característica forma amarniana.
En lo alto aparece el disco solar derramando rayos sobre sus personas. La más famosa de estas estelas es la llamada "de los enamorados en el jardín". Como obra de arte es un prodigio de gracia. Akenatón se apoya en un largo bastón y parece fascinado por la visión de la amada. Nefertiti, apartando la mirada, le ofrece el fruto de la mandrágora, cuyo poder afrodisíaco era conocido en la Antigüedad. Su amplio manto transparente y abierto deja ver un cuerpo pequeño y fino.

La estela de los enamorados en el jardín (Staatliche Museen, Berlín). La reina Nefertiti, con la mirada apartada, ofrece los frutos de la mandrágora a Akenatón. Según otra interpretación se trataría de la princesa Meritatón, hija de Akenatón, y de su esposo Semenekhkaré. En uno u otro caso se está ante una de aquellas escenas típicas correspondientes a la vida privada que el arte y los artistas de Tell el-Amarna se impusieron como deber enaltecer.
A la muerte de Akenatón siguió el inevitable desastre. El reformador, el faraón hereje, había reinado sólo dieciséis años. Le sucedió su yerno Semenekhkaré, casado con la mayor de las princesas, pero el reinado de éste no duró ni un año. Probablemente, fue víctima de los sacerdotes de Tebas que esperaban recobrar su perdida influencia con otro faraón más manejable. Fue otro yerno de Akenatón, que apostató rápidamente y se hizo llamar Tutankamon. Este joven, de quince años, es el faraón cuyo célebre sepulcro inviolado descubrió Howard Carter en 1922. La ciudad de Tell el-Amama fue abandonada por completo, y Borchardt encontró señales de que el lugar había sido evacuado de forma precipitada por las personas que lo habitaban. Hasta se encontraron las bestias muertas en sus establos, y las casas con sus objetos como si pesara sobre ellos una terrible maldición.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Akenatón y el triunfo del naturalismo


Cabeza de una estatua colosal de Akenatón 
procedente de Karnak, 1347 a.C. (Museo 
Egipcio, El Cairo). 
Akenatón no sólo rompió con la tradición imperante del culto a Amón y creó una nueva capital en el cuarto año de su reinado, sino que promovió un estilo artístico, una revolución Ideológica y estética que se conocería con el nombre de revolución de Tell el-Amarna. El conocido faraón "hereje" anuló las antiguas normas establecidas, y sus convencionalismos, exigiendo que el artista representase fielmente lo que veía.

Al mismo tiempo, animó a sus artistas a acercarse a la realidad, llegando en ocasiones a un exagerado expresionismo. No quería embellecerse, ni tampoco glorificar su majestad, quería ser retratado tal cual era en la vida real. De esta manera, el nuevo monarca rompía claramente con las reglas impuestas por sus predecesores.

Ya no sólo las esculturas, también los relieves y la pintura expresarían un gran realismo. Incluso autorizó la composición de escenas íntimas inspiradas en la vida cotidiana de la corte. Así, el faraón se representa acariciando el rostro de su esposa o jugando con sus hijas.

Este periodo, el último tercio de la XVIII Dinastía, representa un momento de libertad y renovación inigualable en toda la historia de la cultura egipcia, consolidando a su vez un modelo estético que llegarla hasta finales del Imperio Nuevo.

A pesar de que su revolución decayó a su muerte, Akenatón pasaría a la historia como un auténtico innovador del arte, que abrió la puerta al estilo naturalista y cerró la del formalismo arcaico al ordenar ser representado tal como era en realidad, sensible a lo efímero, sensible al paso del tiempo.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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