Punto al Arte

El ajuar funerario de Colima

Figurilla silbato que representa a un hechicero.

En la región situada al oeste y noroeste de México, en las zonas de Nayarit, Jalisco, Michoacán y principalmente en Colima, se encontraron una gran cantidad de objetos artísticos, figuras humanas y zoomorfas. Observando tales obras se deduce que en estos territorios se mantiene durante un período el estilo arcaico, mientras que en el centro hacía ya tiempo que los estilos más modernos del período preclásico se habían superado. La razón, probablemente, es debida a la falta de contacto que tales estados tuvieron con las religiones que venían influyendo en el arte de las áreas meridionales. 

Así, las expresiones artísticas de esta extensa región aparecen estrechamente emparentadas y no se parecen al resto del arte mexicano: se trata de un arte lleno de humanidad donde predomina lo cotidiano. Los ceramistas están libres de toda preocupación teológica, de prejuicios religiosos. No crean dioses en figura humana sino imágenes que reflejan un momento en la vida del hombre y se dedican por entero a representar en sus obras los quehaceres más simples de la vida cotidiana. Este reflejo constante de la vida privada da lugar a un arte más humano, que se sitúa en las antípodas del refinamiento aristocrático de las culturas más elevadas. 

Vasija zoomorfa modelada en barro que representa
un perro.
 
En Colima, a pesar del saqueo continuado, se han conservado gran cantidad de estas maravillosas cerámicas que muestran diferentes actitudes y ocupaciones de la vida diaria. Se han encontrado mujeres, a menudo con el pecho descubierto, con una falda con ricos dibujos geométricos y un anillo metálico en la nariz; guerreros cubiertos con gruesas corazas de tela o de cuero; enanos y jorobados; músicos con tambores; parejas de enamorados abrazándose; acróbatas e incluso representaciones de animales. 

Los diferentes animales, perros, patos, serpientes y armadillos, están reproducidos con exactitud sorprendente y demuestran que los artistas no se han limitado a una observación superficial de la naturaleza. Los perros están llenos de fresco encanto. Uno de ellos es el "techichi" o "tepescuintli ", que, además de servir para consumo humano, tenía una función importante: la de hacer de lazarillo a su difunto en su viaje al más allá . 

Pero, sin duda, uno de los motivos predilectos de la cerámica de Colima es la representación humana. Las pequeñas esculturas, por ejemplo, con la imagen de una mujer acarreando vasijas sobre los hombros o en la espalda, sobresalen por su valor artístico, pues todas ellas fueron trabajadas con gran exquisitez. 

A través de estas obras se aprecia que el estilo de Colima es más refinado, las figuras son elegantes, poseen la impasibilidad típica del indio, si bien no dejan de tener un innegable parentesco con las obras de los escultores de Nayarit. 

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El santuario de la Venta


Los más importantes hallazgos producidos en el sur de la costa del golfo de México proceden de un centro religioso llamado La Venta, situado en una is la en el rlo Tonalá, entre terrenos pantanosos y bosques de manglares del norte de Tabasco, en la frontera con Veracruz. 

La Venta es uno de los emplazamientos, en el corazón de la cultura olmeca, que estuvo ocupado antes del 1200 a.C. y hasta el año 400 a.C. Las excavaciones llevadas a cabo han sacado a la luz parte de un gran conjunto ritual constituido por varias pirámides de barro, y de adobe, agrupadas alrededor de una plaza rectangular, y una tumba de grandes dimensiones, alzada con columnas y dinteles de basalto. Lo más sorprendente de tales construcciones es, a diferencia de otras culturas primitivas, la sencillez y la falta de pretensiones. 

La elevación principal es un montículo redondo y estriado de unos 140 metros de diámetro y 33 metros de altura. Cuando se construyó este edificio era probablemente el de mayor tamaño. La cara norte domina dos patios adyacentes. El primero está marcado por montículos paralelos, mientras que el segundo era un rectángulo hundido, pavimentado con baldosas de colores y rodeado por pilares de basalto natural, aunque ambos tienen en el suelo mosaicos de colores que representan máscaras de jaguar angulares. 

Con todo, lo que más llama la atención de todo el santuario de La Venta son sus colosales cabezas localizadas frente las pirámides y que ponen en evidencia el control y dominio absolutos que sus artífices tuvieron sobre la piedra. Ningún material era demasiado duro ni demasiado frágil para estos magníficos maestros, que llegaron a atreverse con todos los tamaños. 

Las mejores muestras de sus facultades creadoras son tal vez estas enormes cabezas, esculpidas sin cuerpo y sin cuello. El mayor de los monolitos de este tipo es una de las cuatro cabezas gigantescas. Su altura alcanza los 2.46 metros y su perímetro 6,35 metros. Se ha calculado que su peso debe oscilar entre las 15 y las 30 toneladas. 

De este modo, la fabricación de tales obras hace pensar en la existencia de comunidades muy pobladas y jefes espirituales o reyes sacerdotes muy poderosos. Los habitantes de este emplazamiento no sólo erigieron altares y estelas monolíticas maravillosamente esculpidas, ni crearon únicamente guerreros y jaguares. sino que además trabajaron el jade de manera inimitable. Las 16 figuras humanas rodeadas por seis columnas de piedra dura representan una de las más bellas ofrendas nunca descubiertas en Mesoamérica; son tipos achaparrados, pesados, de anchos hombros, piernas y brazos cortos, que representan una verdadera ceremonia. 

La cultura de La Venta plantea muchos problemas no solucionados aún, y otros que parecen insolubles, entre ellos el siguiente: ¿cómo pudo este pueblo rodeado de marismas y bosques de mangles hacerse con bloques de piedra de hasta 20 toneladas extraídos de canteras que se hallaban a 1 00 kilómetros de su Ciudad Santa? 

La extraña cultura de La Venta, cuyo arte alcanzó tal grado de desarrollo mil años antes de que empezaran las culturas clásicas, es -y probablemente seguirá siendo uno de los grandes misterios de la época primitiva de México. 

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada

Serpiente Emplumada enroscada (Museo Nacional de Antropología, Ciudad de México). 
Quetzalcóatl fue una de las principales divinidades de los pueblos mexicanos precolombinos. Y a diferencia de otras religiones, que tienen o tuvieron entre sus divinidades más relevantes a violentos dioses de la guerra, Quetzalcóatl está considerado como un dios de costumbres austeras y civilizadas, una divinidad verdaderamente pacífica. 

Según cuenta la tradición, Quetzalcóatl llegó a la costa de Veracruz y desde allí inició un periplo por tierras de México. Así, diversos pueblos del México prehispánico lo adoptaron como uno de sus dioses más venerados. De este modo, los toltecas le consideraban un héroe que había sido el responsable de su civilización. Por otro lado, los aztecas, que adoraban a otros muchos dioses, afirmaban que era el creador del mundo. 

Las formas en que se ha representado a Quetzalcóatl son muy variadas, aunque una de las más habituales era hacerlo bajo la forma de una serpiente emplumada. Aunque como símbolo de la austeridad y la concordia -era un dios que no necesitaba ni quería sacrificios- también lo encontramos en muchas ocasiones esculpido como un venerable anciano de piel clara y larga y espesa barba blanca. 

Precisamente, esta curiosa representación de Quetzalcóatl con una piel más clara que la que caracterizaba a los indígenas fue muy útil a los españoles a su llegada a México, pues hicieron creer a los pobladores del Nuevo Mundo que ellos eran seres de origen divino ya que presentaban rasgos parecidos a los de su venerado Quetzalcóatl. 

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Pintura mural del Templo de la Agricultura



El llamado Templo de la Agricultura de Teotihuacán, fue uno de los primeros edificios en que se descubrieron pinturas murales, que fueron halladas en 1884 por el arqueólogo mexicano Leopoldo Batres y que son conocidas por una copia de la época, ya que desaparecieron por completo.



Las pinturas, pertenecientes seguramente al principio de la época puesto no sólo se expresó en los edificios, sino también en las esculturas y en la cerámica.

El estilo pictórico teotihuacano tiene un carácter muy especial, pues es siempre de un complicado simbolismo pero conserva, al mismo tiempo, un aspecto realista en el dibujo de los elementos, aun cuando se representan ideas abstractas. En una de ellas, la más curiosa por su complejidad Interpretativa y la más conocida, es la que muestra a hombres y mujeres acudiendo con sus ofrendas ante dos posibles dioses, simbolizados por esquemáticas figuras de gran tamaño situadas a ambos extremos. Su apariencia humana se ha simplificado hasta quedar reducidas a puros bloques geométricos. Sería interesante saber sin duda quiénes son las divinas abstracciones que adoran los oficiantes, aunque sin poderlo afirmar con total seguridad pueden asociarse a Tláloc, en especial por sus grandes ojos circulares.

Al pie de estas formas estilizadas se van depositado las ofrendas de tortas, semillas, jade, plumas, etc., y entre estas estatuas, tres grupos desiguales de figuras humanas marcan los planos del espacio en una concepción de la perspectiva como la de la pintura egipcia. Además, la similitud con el mundo egipcio es evidente al estar todas las figuras representadas de perfil.

Los diferentes personajes del centro de la composición aparecen en diferentes posturas, andando, de pie o bien de rodillas o sentados al modo de los indígenas y casi desnudos. Las figuras llevan más ofrendas. Un hombre sacrifica un ave, otro llega con una vasija llena de frutas, y hay quienes traen plumas de quetzal y bolitas de hule adornadas con plumas. De las bocas de algunas de dichas figuras salen volutas ornamentadas que indican palabras o canto, referencia al mismo acto de orar.

Unas visten tocados, mientras que otras están ataviadas de ricas vestiduras y sombreros en forma de animales. Sobresalen dos personajes de blanco, más cercanos a los simulacros de las divinidades, que deben ser de rango sacerdotal. El de la izquierda quizás sea una mujer porque lleva suelta la cabellera y lleva el huípil, o camisa sin mangas, indumentaria todavía existente. El otro sacerdote, evidentemente es masculino y cubre su cabeza con un bonete blanco y negro y su túnica va ceñida como enaguas. Nada revela en esta pintura violencia, agitación o desorden. No se hacen sacrificios cruentos, más bien las ofrendas son de un pueblo agricultor, que va a rendir culto a sus divinidades.

Lamentablemente, la destrucción humana y el paso del tiempo, hicieron que estos extraordinarios murales llenos de colorido y simbolismo se perdiesen definitivamente y sólo existan las reproducciones en tamaño natural exhibidas en el Museo Nacional de Antropología de México.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La Piedra del Sol



Los aztecas eran unos grandes artistas. Las pocas esculturas que se conservan de esta civilización son prueba de ello.



Una de las piezas conservadas más importantes es la Piedra Calendario, llamada también Piedra del Sol de Tenochtitlán, originalmente situada en el circuito del templo principal. Tallada en basalto en el siglo xv, quizás en el XVI, es un resumen de las creencias cosmológicas aztecas. El disco solar reproduce la cara del dios del Sol, Tonatiuh, rodeado también por los numerosos signos y números incorporados, que significan la unidad de lugar y tiempo.

Para los aztecas, el año se dividía en 18 meses de 20 días, con los que, agregando cinco días complementarios, componían el año de 365 días. Pero además conocían otros ciclos más amplios. El ciclo de Venus tenía 584 días y existía el de 4 años solares, el de 52 años y el de 104. Cada día del mes tenía su signo propio, su número de 1 a 13, y se colocaba bajo la advocación de uno de los nueve señores de la noche. Los meses se designaban con un nombre que correspondía al de la fiesta de su último día. Cada mes tenía sus atribuciones y divinidades protectoras y, naturalmente, sus sacrificios peculiares.

Los aztecas creían que en el pasado habían existido cuatro soles, cada uno de los cuales había sido destruido a la vez que una raza humana contemporánea. La era presente es la del Quinto Sol, Tonatiuh, al cual hay que ofrecer sangre humana para fortalecerlo en su viaje diario. El rostro de este Sol, que saca la lengua, aparece en el círculo interior, con garras a su lado sosteniendo corazones humanos, que evocan el sacrificio, la necesidad de alimentar al Sol.

Dentro de un círculo más grande, en unos paneles cuadrados laterales están las fechas de las cuatro destrucciones del mundo. Las otras representaciones circulares muestran símbolos relacionados con el Sol, conservador del mundo, que son los veinte signos de los días, los rayos del Sol y las dos serpientes de fuego.

En la parte superior del filete exterior se halla cincelada la fecha “13 Caña” en que nació el Sol actual, el quinto. El círculo central completo, junto con las volutas y los cuadrados que lo rodean, forma un glifo que da la fecha “4 Terremoto”, el día futuro en que Tonatiuh debe morir y la manera de su aniquilamiento. El estrecho filete circular que rodea las garras y las cuatro fechas, contiene los veinte jeroglíficos que significan los días del calendario azteca. En otro de los círculos, cuarenta signos más aluden a los quincunces, es decir a los meses que tenía cada año sagrado mexica. El filete siguiente lleva añadidos ocho rayos solares en forma de V, mientras que el exterior consiste en dos grandes serpientes de fuego que se enfrentan en la parte baja del disco, que son las encargadas de transportar al Sol en su diario viaje. De hecho, el anillo de veinte signos de días y la circunferencia exterior de dos serpientes celestiales (Xiuhcóat) significan el tiempo y el espacio.

Originariamente, esta escultura se hallaba pintada con todo primor. Un examen cuidadoso ha revelado vestigios hundidos de pigmentos que han hecho posible restaurar por completo su aspecto original. Mantiene muchas semejanzas con la Piedra de Tízoc, cuyos lados estaban adornados con representaciones de las conquistas de los primeros gobernantes aztecas, mientras que la parte superior estaba ocupada por la imagen del Sol. Pero a diferencia de la Piedra del Calendario tiene en el centro de la parte superior una perforación semicircular de la que parte una ranura. Ello demuestra que pudo tener una función de sacrificio, recogiendo de este modo la sangre de las víctimas. Una función semejante se atribuye al relieve más grande, la Piedra del Sol, sin que se encuentren en ella la perforación o la ranura.

Aunque tradicionalmente se ha interpretado esta estela únicamente como calendario, también se pretende ver en ella la metáfora de la estructura urbana centralizadora de la capital azteca. En este sentido, se puede observar una correponden-cia entre los cuatro ejes de los rayos solares y las cuatro calzadas de acceso a Tenochtitlán, así como un paralelismo entre el rostro de Tonatiuh como parte central del relieve y el centro ceremonial de la ciudad. Del mismo modo, el esquema compositivo basado en círculos concéntricos pondría de manifiesto el poder político expansivo que ejerció la gran urbe mexica sobre las demás poblaciones de su imperio.

Este monolito de unas 20 toneladas y 3,6 metros de diámetro, dedicado al dios del Sol y adornado con signos de los días y de las edades del mundo, se conserva en el Museo Nacional de Antropología de México.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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