Sería imposible enumerar a todos
los artistas que, durante la primera mitad del siglo XX, desempeñaron un papel
activo y eficaz dentro de esta colectividad que fue la Escuela de París, de
igual modo que no se podrían enumerar todas las teorías que en su seno se
elaboraron, todas las fórmulas de arte que en ella se experimentaron. Todo era
tentador para esta multitud en fermentación, y el deseo de cambio, de
superación, de redescubrimiento, tenía que incitar a los artistas a ir más allá
de la pintura de caballete y orientar sus búsquedas hacia otros oficios, otros
temas. Muchos de estos pintores se hicieron grabadores, ilustradores de libros,
decoradores de teatro, diseñadores de tapices y vidrieras, ceramistas,
dibujantes de tejidos de moda o diseñadores de muebles e incluso escultores.
En consecuencia, este gran
movimiento de renovación ha dado un empuje excepcional a todas las disciplinas.
Más que los artesanos, a menudo han sido los pintores -a veces de acuerdo con
los coleccionistas- quienes han renovado profundamente los aspectos y las técnicas.
El cielo, de Jean Lurçat (Mobilier National, París). Este artista, considerado el verdadero renovador de la técnica del tapiz, alejó este arte de lo pictórico y de las representaciones tradicionales de perspectivas y volúmenes, para reducirlo a sus auténticas cualidades: textura, color y temática simbólica. Las premisas de Lurçat: el empleo de nuevos materiales (nilon, lino, acero, cobre, cuerdas, etc), la utilización de una gran diversidad de procedimientos (bordados, collages, asseblages) y la ruptura con su dependencia del muro, para convertirlo en una obra autónoma, sentaron las bases de la evolución que aún se está experimentando en la actualidad, como se evidencia en las obras de la polaca Magdalena Abakanowicz, la yugoslava Jagoda Buic, la catalana María Teresa Codina y la estadounidense Sheila Hicks.
Así, después que los grabados en
madera de Gauguin
transmitieran una visión más primitiva, Derain
y Raoul Dufy aportaron a esta disciplina un acento y unos medios totalmente
imprevisibles. Louis Jou fue el iniciador de esta técnica para muchos pintores
que, tras la guerra de 1914, darían un impulso inesperado al libro de lujo y a
su ilustración. La renovación del grabado sobre cobre debe mucho a J. E.
Laboureur y a Dunoyerde Segonzac; la litografía, a Luc-Albert Moreau. Manteniendo el respeto por
las tradiciones, consiguieron introducir numerosas ideas y fórmulas nuevas.
Lelia Caetani (joven en un parque) de Balthus (Colección privada). Una escena de la vida cotidiana, tema predilecto de este autor, que lo encuadra dentro de la tendencia del realismo fantástico más que en la del surrealismo, corriente que siempre le interesó. En esta obra, el artista muestra su capacidad de congelar un instante en el que el personaje parece estar meditando.
⇦ Music-hal1 des Champs Éiysées, de Paul Colin. Aunque la aparición del cartel respondió en un principio a motivaciones comerciales, no tardó mucho tiempo en convertirse en motivo de inspiración para numerosos artistas, sobre todo después de la aparición de la litografía, a finales del siglo XVIII, que permitió, sin duda, generalizar su difusión al poderlos imprimir en serie. Esta obra, realizada en 1925, entronca con el estilo que adoptaron los primeros dibujos animados, que en Francia contaron con las valiosas aportaciones de Émile Cohl y Émile Raynaud.
Daragnès, pintor y grabador, tan
hábil artesano como artista refinado, ha desempeñado un papel de primerísimo
orden en la creación del estilo del libro moderno. Antes de la guerra, el
pintor Paul Deltombe había pensado rejuvenecer los medios y los temas del
tapiz. Más tarde, Paul Vera propone composiciones más originales, luego llega
Jean Lurçat y a una gran amante del arte, Madame Cuttoli, corresponde el mérito
de haber empezado a renovar profundamente el repertorio estético en este campo,
mientras que Jean Lurçat ha vuelto a encontrar y ha interpretado en forma
moderna las más sanas tradiciones técnicas. Su actuación ha sido considerable,
no sólo por la calidad de sus obras, con las simplificaciones que representan,
sino también por el ejemplo dado con la irradiación de este dinamismo que ha
arrastrado a artistas, artesanos, industriales y al público, a un auténtico
renacimiento, con todo lo que esto implica simultáneamente de riquezas en el
descubrimiento y de mediocridad en la imitación torpe.
⇦ Bacante, de Leon Bakst (Museo Nacional de Arte Moderno, París). Este diseño en 1911 para el ballet Narcisse de Serge Djagilev, responde a la ruptura que el gran maestro ruso de ballet estableció con respecto a la tradición italofrancesa de finales del siglo XIX, restableciendo la igualdad de los cuatro componentes en la escenificación: libreto-poesía, música, decorados y coreografía.
En los orígenes de la renovación
de la vidriera encontramos, entre otros, al pintor Jacques le Chevallier,
asociado a Louis Barillet. Con sus vidrieras blancas, presentan las primeras
cristaleras adaptadas a la arquitectura geométrica de Mallet' Stevens. En
cuanto a la cerámica, André Metthey fue quien solicitó a Matisse,
Bonnard, Van Dongenn, Rouault, Vlaminckk,
Derain y a algunos otros la decoración de platos y vasijas.
El arte del cartel tuvo también
una gran expansión, y no sólo por las aportaciones de los pintores. Aunque a
finales del siglo XIX la contribución de éstos fue considerable, en especial
por parte de Toulouse-Lautrec,
Bonnard y Steinlen, tampoco se puede subestimar el papel de especialistas tales
como Chéret y, en los inicios del siglo XX, de Cappiello. Después de la guerra,
surge un nuevo equipo que, dando muestras de cualidades excepcionales, adapta
los últimos hallazgos de la pintura. Paul Colin , Cassandre, Jean Carlu y
Loupot, se revelan como creadores llenos de imaginación y talento.
⇦ Pour le désarmement des nations, de Jean Carlu (Colección privada, París). El cartel se convirtió, en la primera mitad del siglo XX, cuando aún no se contaba con los medios de comunicación actuales, en uno de los medios fundamentales utilizados por la propaganda. Francia fue el país en que alcanzó mayor auge y su evolución corrió paralela con las diferentes tendencias pictóricas. Numerosos artistas franceses de la época realizaron carteles como éste diseñado por Jean Carlu en 1930.
Tal vez en la decoración teatral
fuera donde la aportación de los pintores resultase más espectacular y más
directamente activa. Con los Ballets Rusos y el efecto deslumbrador que
causaron en 1909, Sergej Djagilev demuestra hasta qué punto la contribución del
pintor, estrechamente asociada a la elaboración de un espectáculo, puede
producir resultados originales y superar la función accesoria hasta entonces
otorgada a trajes y decorados. Después de haber comenzado con la revelación de
pintores rusos -Bakst,
Alexandre Benois, Golovin, Korivin, Bilibin
y luego Gontcharova y Larionov (estos dos últimos habían llegado a París
después de haber creado el rayonismo
en Rusia)-, Djagilev se dirige sin tardanza a los pintores ya conocidos en la
sociedad parisiense: Picasso,
Braque,
Derain, Matisse. Paralelamente, Jacques Rouché, director del Théâtre des Arts, y luego de la Opera,
revelaba los pintores Máxime Dethomas, Rene Piot, Drésa y, más tarde,
Cassandre. Los Ballets Suecos contribuyen a esta búsqueda, con Bonnard, Léger,
Rouault, Chirico.
Los teatros de vanguardia (Copeau, Baty, Dullin, Jouvet) formarán nuevos
equipos con pintores que muy pronto serán ya auténticos especialistas: Barsacq,
Touchagues, Jean Hugo, Vakalo, Christian Bérard, Yves Alix y Paul Colin. En
este campo, se ha conseguido un brillante palmarés, ya que ha sido posible
asistir a una eclosión comparable a la de la pintura, pero manteniendo cierta
autonomía respecto a ésta.
Decorado para Le Bal Masqué, de André Barsacq. En este decorado realizado para el "Théatre de 1' Atelier" de París, Barsacq rompe claramente con los diseños detallados e históricamente documentados, que reproducían la realidad con gran minuciosidad a finales del siglo XIX, para trabajar libremente dentro de las tendencias pictóricas del momento. A principios del siglo XX se introdujeron en este campo nuevas posibilidades y, durante el expresionismo, se siguió aumentando la abstracción mediante el empleo, incluso, de proyecciones.
Vestido veraniego, de Pierre Brissaud para La Gazette du Bon Ton. Las revistas de moda y demás publicaciones también se hicieron eco de las tendencias artísticas que dominaban en la época, como se pone de manifiesto en esta bella ilustración, que permite ver perfectamente el diseño del vestido y los complementos. Posteriormente, estos dibujos fueron sustituidos por·fotografías.
No hay que subestimar el papel
desempeñado por el snobismo en esta
eclosión general. La clase social, responsable de la orientación de la moda y
de la dirección del gusto en general, después de haberse visto atraída por las
tranquilizadoras convenciones acádémicas, descubre a principios de siglo el
placer de lo imprevisto, incluso la alegre excitación del escándalo. Un joven
poeta, Jean Cocteau, se convierte muy pronto en consejero con amplio auditorio,
y sus entusiasmos proporcionan mayor resonancia a unas experiencias que, sin su
apoyo, habrían sido efímeras. De este modo, la suntuosidad de los Ballets Rusos
se ve prolongada en los espectáculos de los Soirées
de París, montados por el conde Etienne de Beaumont; la moda encuentra su
lugar dentro de un arte joven gracias a las fantasías de un Paul Poiret que, en
este campo de la elegancia ampulosa, había sido precedido por el equipo de
diseñadores reunido hacia 1912 en torno a La
Gazette du Bon Ton: Brissaud, Lepape, Martin, Marty, Brunelleschi, Benito y
algunos otros incorporaron las modernas audacias con un refinamiento que a
menudo alcanza los niveles del preciosismo.
Las cerezas, de Georges Lepape. Este delicado y precioso dibujo, realizado por uno de los diseñadores que trabajaron para La Gazette du Bon Ton hacia 1912, aún muestra cierta influencia del orientalismo del art noveau, que hacia esta época mantenía su recuerdo vivo en la ciudad de París gracias, entre otras muchas cosas, a los accesos y pabellones del metro realizados por Hector Guimard.
En resumen, todos los artistas
importantes de esta época han participado en esta expansión multiforme y han
cooperado a despertar las técnicas enraizadas en las rutinas heredadas del
pasado, sometidas a la
monotonía. Han introducido en ellas una savia estimulante,
cuyas posibilidades no tardarán en ser comprendidas por los técnicos. Picasso,
Chagall, Dufy y Léger, entre otros, figuran entre los más prolijos, los más
curiosos en experimentar todas las disciplinas.
Con este papel de entrometidos,
aportaron tantos descubrimientos -incluso puede decirse tanto talento- que
parecen haber hallado de nuevo las formas más vivas de la creación artística,
aquellas que ilustraron Holbein,
Le
Brun, Rubens y da
Vinci, sin dejarse limitar por ellas, y encontrando, por el contrario, en
cada técnica, nuevos pretextos y estímulos.
Fuente: Historia del Arte.
Editorial Salvat.