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Artistas de la A a la Z

Tate Britain


Dirección:
Millbank. SW1 P 4RG
Londres (Gran Bretaña).
Tel: (+44) (O) 20 7887 8888.

Vista exterior de la fachada porticada de la galería Tate Britain en Londres.

La Tate Britain tiene el honor de ser el mejor museo sobre arte británico, lo cual logró gracias a que durante gran parte de la historia el arte de las islas no tuvo el aprecio del que sí gozó en Francia, Italia o España. Así pues, durante el siglo XIX y gran parte del XX fue bastante fácil reunir en una misma colección las obras más significativas de los mejores artistas británicos.

El origen de la Tate Britain se ha de remontar al año 1897, cuando se inauguró el edificio neoclásico que alberga hoy la colección que reunió sir Henry Tate. Éste era un empresario conocido como "el rey del azúcar", debido al sector donde se enriqueció y a quien se debe la invención del terrón de azúcar. Amante del arte de su país, consiguió reunir una espléndida colección de pintura. Este núcleo originario, desde entonces, se fue enriqueciendo con futuras donaciones y adquisiciones, que intentaran cubrir toda la historia del arte británico.

El mimo con el que se hizo todo ello dio como resultado unos fondos tan vastos que pronto se tomó la decisión de crear diferentes sucursales, con el fin de poder exponerlos, en ciudades como Liverpool. Más tarde, en 1979 se abrió el ala lateral (The Clore Gallery), dedicada por entero a uno de los conjuntos más relevantes de obras del artista más genial nacido en aquellas tierras, Turner. Ya en el 2001, se separaron los fondos de arte contemporáneo del británico en dos edificios: la sección histórica continuaba ligada a la sede de Millbank, mientras que la del siglo xx se desplazaba a una antigua fábrica (Tate Modern). Aun así, una ingente cantidad de obras aún siguen en la oscuridad, y sólo conocen la luz con motivo de alguna exposición o del cambio constante al que se someten sus salas, una rotación que dota de vida a la galería.

Los cambios que acarreó la Tate Modern afectaron a la Britain, que pasó de exponer las piezas de una forma cronológica a salas dedicadas a temas, aunque ahora se tiende a un punto medio entre ambos criterios.

En general, las salas del ala izquierda se centran en el arte histórico, mientras que en la parte de la derecha está el arte del siglo XX y más actual, ambas alas separadas por el corredor central, donde se disponen algunas esculturas británicas del siglo XX.

De la parte histórica, destacan las obras de Hogarth -padre del arte británico-, ReynoldsGainsborough o Lawrence, en cuanto al siglo XVIII. Ya en el siglo XIX, y aparte de Constable y Turner, quizás el núcleo más destacado y que llama más la atención del público por su singularidad, sea el constituido por los prerrafaelistas, con joyas como la Ofe!ia de Millais, la Beata Beatrix de Rossetti, El rey Copetúa y la doncella de Burne-Jones o La dama de Sha/ott de Waterhouse. Junto a éstos, lienzos de pintores clasicistas como Alma-Tadema, Leighton o Moore, además de los finiseculares Whistler, Watts o Sargent De la parte del siglo XX, hay que destacar figuras como Stanley Spencer, Henry Moore, Epstein, Francis Bacon, Lucien Freud, David Hockney, Auerbach ...

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Aníbal cruzando los Alpes


En Aníbal cruzando los Alpes (Hannibal crossing the Alpes), tal como indica la redacción del título, Turner presenta ante todo un paisaje. En primer plano se sitúan las tropas cartaginesas encabezadas por Aníbal que de camino a Roma se encuentran con una inmensa tormenta de nieve. Hay que precisar que en el siglo XIX la figura de Aníbal estaba muy de moda al relacionarse con Napoleón.

Pero el gran protagonista de la composición no es el general cartaginés sino la tempestad que están padeciendo sus tropas al cruzar los Alpes. Dicha tormenta parece haber sido tomada directamente del natural y luego interpretada por la imaginación del artista. El protagonismo de tal fenómeno atmosférico ha hecho que este lienzo sea también conocido con el nombre de La tormenta de nieve.

Es posible que la pintura describa la escena presenciada por el artista en 1810, en Yorkshire, donde pasaba una temporada en compañía de su amigo Walter Fawkes. Se cuenta que Turner admirado por la fuerza de una tempestad, tomó apuntes de color y de forma en el reverso de una carta, profundamente absorto, como en éxtasis.

Las figuras, a contraluz, no son más que pequeños elementos que animan la composición, fundamentalmente para expresar la grandeza de la naturaleza frente al ser humano, uno de los conceptos más utilizados por el Romanticismo. El ejército de Aníbal queda reducido a unos personajes minúsculos, es la naturaleza sublime la que los engulle. Su interés por los fenómenos atmosféricos le hará repetir esta fórmula de trabajo en múltiples ocasiones.

De hecho, es una pintura de historia, habla de las guerras púnicas, con las que hace un paralelismo con las guerras napoleónicas, pero Turner gira la pintura de historia dando importancia al paisaje. Une la pintura de historia y el paisaje para interesarse por efectos lumínicos y atmosféricos.

El colorido empleado sigue siendo oscuro, aunque aquí contraste profundamente con el amarillo de la luz de la tormenta, más aclarado por el blanco que utiliza en la zona de la derecha.

A petición de Turner, el cuadro presentado en la exposición de la Royal Academy en el año 1812, fue colgado muy abajo, a la altura de los ojos, a fin que los espectadores se vieran inmersos en el interior del gran torbellino que formaba la nevada y por tanto percibiesen "la impresión de terror y majestuosidad". Esta ubicación provocaría un gran éxito en los espectadores, siendo enormente elogiado, aunque en un primer momento los organizadores se negaron a colocar un cuadro en una posición tan baja. Como era habitual, la tela estaba acompañada de unas poesías escritas por el propio Turner para la ocasión.

Se aprecia especialmente el interés por los juegos de luz y por las atmósferas, pero evoluciona hacia una técnica que diluye las formas en una polvareda muy luminosa. La gama· cromática proviene de los venecianos, que tanta admiración causaron a Turner, y de la pintura de Rembrandt, de quien captará los contrastes de luz y sombra. De igual manera las fuentes de inspiración del inglés más importante del romanticismo, se encuentran en los paisajes de Claude Lorrain, Nicolas Poussin y Dughet, por los cuales sentía también gran fascinación.

Este excelente óleo sobre lienzo, de 237,5 x 146 cm y conservado en la Tate Gallery de Londres, deviene el símbolo de la estética de lo sublime y de lo pintoresco.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Entre el estancamiento y la renovación

Excepto por lo que respecta a la escuela veneciana, el siglo XVIII es una época de estancamiento en la pintura de Italia, nación que -salvo en algunos brillantes aspectos de aquella escuela-, pierde entonces la categoría que desde el siglo XV había detentado de guía del arte pictórico de toda Europa.

El triunfo de Judit, de Luca Giordano (Museo Bowes, Durham). En esta obra de 1703, Giordano muestra una Judit victoriosa que conduce heroicamente a su pueblo liberado portando la cabeza de Holofernes, lejos del dramatismo morboso de otras visiones más tenebristas del último barroco, como la sangrienta versión de Artemisa Gentileschi, Caravaggio o su contemporáneo Francesco Solimena. 

Bóreas raptando a Oritía, de Francesco Solimena (Kunsthistorisches Museum, Viena). Venido de los cielos, el titánico dios del viento norte abduce a la hija de Erecteo, rey de Atenas, en esta pintura de Solimena, también llamado l'Abate Ciccio, uno de los autores posgiordanescos napolitanos más influyentes y representativos de la época, sobre todo por sus frescos religiosos y alegóricos, de un elegante pero abigarrado barroquismo.

En las obras figurativas de composición, los maestros que dirigen el movimiento artístico en Roma y Bolonia tratan de prolongar allí la tardía pintura barroca, dentro de la línea marcada en el siglo anterior por Cario Maratta o de acuerdo con las anacrónicas directrices académicas boloñesas. El espíritu de novedad que, según se verá más adelante, florecía de nuevo en Venecia, causó al principio irritación entre los representantes de este sector tradicionalista hasta en la misma Venecia. Se trata, como ocurre tantas veces, de la eterna pugna de poder entre los que están y los que llegan. En 1733, Antonio Balestra -que había sido discípulo directo de Cario Maratta, en Roma, pero que pintó en Venecia- dejaba oír su voz, alarmado ante las osadías que presenciaba. Para él, "todo el mal presente proviene de la perniciosa costumbre de trabajar de imaginación, sin haber antes aprendido a dibujar con buenos modelos y a componer de acuerdo con las máximas consagradas". "Ya no se ve -dice-a los jóvenes artistas estudiar los modelos de lo antiguo; las cosas han llegado a tal punto, que ese estudio es criticado como inútil y embarazoso."

La verdad es que, en Roma, la pintura decorativa al fresco (de bóvedas de iglesias y palacios) trató de renovarse sin abandonar las antiguas enseñanzas y que se produjeron incluso algunas obras de valía. Sin embargo, la pintura romana de grandes composiciones no había de experimentar cambios radicales hasta la aparición del neoclasicismo pictórico, cuya característica general en Italia fue la frigidez.

La paz y la justicia, de Corrado Giacquinto (Museo del Prado, Madrid). Formado en el idealismo clásico de los Carracci, el pintor se establecería en Nápoles ligando su producción a la corona española y colaborando durante años con Ribera, de quien adoptaría su utilización del claroscuro que, combinado con el paisajismo romano de Poussin conseguiría en el campo de la alegoría mitológica un estilo muy personal, como se aprecia en esta metáfora moralizadora de la Europa ilustrada.

Nápoles era, en cambio, un centro activo y con iniciativas propias desde mediados del siglo XVII, antes de la eclosión del rococó. En esta población del sur de Italia, más que en la Ciudad Eterna, se encontrará materia para comentar ciertas novedades dieciochescas no poco interesantes desde el punto de vista artístico.

A partir de la segunda mitad de aquel siglo existía allí una buena escuela de bodegonistas, representada por una importante nómina de pintores de gran calidad entre los que destacaban, sin duda, B. Ruoppoli y G. Recco, y que prolongó, con sus naturalezas muertas y composiciones florales, un hombre de muy diversas actividades, Andrea Belvedere, llamado el Abbate Andrea (1642-1732).

 ⇨ El embajador turco y su séquito ante la corte de Nápoles, de Giuseppe Bonito (Museo del Prado, Madrid). El principal interés del autor fue mostrar en todo su esplendor la indumentaria del personaje central, quien parece observar con magnificencia al espectador del cuadro. Las pobladas barbas, el turbante, los puñales sujetos al cinturón y la larga pipa que sostiene uno de los ayudantes son algunos de los muchos detalles que el pintor quiso destacar del atuendo del emisario turco. El sultán otomano Mahmut I, aliado con la corte francesa, se presentó ante Carlos de Barbón en 1741 para exigirle la devolución de los territorios de Nápoles, Sicilia, Capua y Gaeta, arrebatados al Imperio austrohúngaro siete años antes. Pero la visita del Gran Visir ante la monarquía española no llegó a buen puerto. Para dar fe de la reunión, el rey encargó a Bonito plasmar la escena en un lienzo que posteriormente envió a su madre como testimonio de la gesta política.



Una brillante síntesis de lo que anteriormente había hecho en Roma y en Venecia, en lo que hace referencia a la pintura decorativa de grandes temas, representa la actuación de un artista napolitano dotado de extraordinaria vitalidad y famoso por la pasmosa rapidez con que ejecutaba sus obras: Luca Giordano (1632-1705), conocido también bajo el apodo de Luca Fa Presto, y en España más conocido como Lucas Jordán.

Es quizá uno de los pintores más interesantes que vio nacer Italia en esa época, y lo es no sólo por sus méritos artísticos, que ciertamente le harían merecedor de tal categoría, sino también por lo ajetreado de su existencia, paradigma del artista que sabe apurar todas las facetas de la vida. El prestigio de este pintor fue enorme y no sólo en Nápoles e Italia, durante el siglo XVIII, en cuyos umbrales vino a fallecer. Fue casi un artista itinerante, cuyas obras italianas (que plasmó tanto al fresco como al óleo) pueden verse en numerosos lugares de Italia, como Roma, Florencia, Venecia y Bérgamo, y que gozó también de mucha fama allende de la península itálica, como, por ejemplo, en España por haber trabajado en el monasterio de El Escorial y en Madrid.

Encarnó las mejores condiciones que puedan exigirse a un virtuoso de la pintura; sin plagiar abiertamente, era uno de esos maestros que no tenían prejuicios en inspirarse en lo que mejor hallan en sus predecesores, y su arte recoge así, a la vez, cosas de Rubens, de Rembrandt, de Ribera, Rafael, Tiziano y el Veronese, grandes pintores de la historia; pero, aunque a la vista de lo dicho pueda parecer cuando menos complicado, su fuga, su ardor, eran muy personales y de ellos no podía insinuarse que eran copias. Su obra, además, le sobrevivió y en Nápoles dejó sucesores que quisieron continuar en la línea marcada por él.

La muerte de Margarita de Cortona, de Marco Benefial (Santa Maria in Aracoeli, Roma). La renovada devoción por la santa del siglo XIII responde a un interés político, ya que su apasionada gesta como fundadora de hospitales cristianos y su particular cruzada contra la amenaza musulmán en los Santos Lugares tendría una doble lectura polémica. Se dice que su cuerpo quedó incorrupto hasta cuatro siglos más tarde de ser enterrado, exhalando un suave olor que obraba milagros alrededor de su sepulcro. Benefial fue uno de los autores más academicistas de la escuela romana, apropiándose del naturalismo caravaggista y del uso clásico del equilibrio visual propugnado por los Carracci.

El principal entre ellos fue Francesco Solimena (1657-1747), pintor de larga vida y jefe indiscutible de la escuela napolitana durante la primera mitad del XVIII. Caracterizan su arte una elegancia algo pomposa y una modulación compositiva llena de vivacidad, que supo subrayar mediante un hábil empleo de intensas sombras parduscas, lo que hace que sus cuadros sean inmediatamente reconocibles.

Trabajó toda su vida en Nápoles, y por eso se lo inscribe en la citada escuela de la ciudad, pero ejerció influencia sobre varios pintores europeos, y su importancia no tuvo igual en Italia hasta el momento en que se extendió el prestigio de Tiépolo.

⇨ Retrato de Charles Cecil Roberts, de Pompeo Girolamo Batoni (Museo del Prado, Madrid). Desilusionado por el rechazo de los academicistas romanos, Batoni cambió su inicial temática religiosa por el retrato de los viajeros británicos que visitaban la ciudad, género con el que consiguió un éxito internacional. Pintados al estilo clásico y de u na sobria elegancia, presentaban generalmente al modelo con un fondo de esculturas antiguas, dado su buen uso del dibujo, tal y como se aprecia en este cuadro de 1778 de un caballero que, satisfecho por otro retrato anterior de 1758, volvería a requerir de nuevo los servicios de Batani.



Corrado Giacquinto (1703-1765), Jacopo Amigoni (1682-1752) y Giuseppe Bonito (1707-1789) fueron discípulos suyos, nunca a la altura de su maestro, pero sí lograron prolongar una línea que con ellos ya es plenamente rococó. Giacquinto incorporó el espíritu rococó a la pintura napolitana y algunas de sus obras, sobre todo las que son más interesantes en la actualidad, ofrecen una clara analogía con las de Boucher en Francia. Entre 1753 y 1761 sucedió a Amigoni como pintor de la corte de Madrid y pasó a dirigir la Academia de San Fernando. Pero antes había residido en Roma, donde pintó una obra notable: el fresco de la Coronación de Santa Cecilia, en la iglesia dedicada a In. santa (1725).

En cuanto a Arnigoni, el mayor de los tres pintores citados se trasladó pronto a Venecia y se incorporó de hecho a la escuela veneciana antes de pasar a trabajar para la corte de Baviera, donde pintó frescos en el palacio de Nymphenburg; después ejecutó obras en Inglaterra, y desde 1747 pintó para el rey de España en Madrid, donde murió.

Por su parte, Giuseppe Bonito, que, en lugar de llevar una existencia algo "nómada" como la de los otros discípulos de Solimena, permaneció en Nápoles, se distinguió allí como retratista de la corte bajo el rey Carlos y su hijo Fernando, su sucesor, y destacó también, más que en las grandes composiciones, en cuadros inspirados en temas populares.

Paisaje con figuras en primavera, de Andrea Locatelli (Palacio Acrivescovile, Milán) El mejor paisajista romano del siglo XVIII no siempre atesoró la misma fama. Acusado de reiterativo por sus costumbristas escenas estereotipadas en la campiña del Lacio, sus pinturas de ruinas y esporádicas marinas coloristas, el arte algo manierista de Locatelli se enfoca particularmente en el sentimiento que prevalece sobre una meteorología muy expresiva y una naturaleza áspera, de frondosos árboles, que por su majestuosidad desplazan el interés de las figuras.

En Roma, mientras tanto, la tradición derivada de Maratta realizó intentos para renovarse, según se ha indicado anteriormente. En este sentido, y también como maestro de artistas de no menor nombradía, tuvo importancia la figura de Marco Benefial (16841764). Entre sus discípulos se pudo contar a Pompeo Batoni (1708-1787), cuyas obras marcan ya una clara separación entre la inspiración barroca y la de un nuevo concepto basado en lo antiguo. Sobresalió especialmente en el retrato, en que se muestra a veces elegante.

Otro discípulo de Benefial fue el pintor bohemoalemán Antón Rafael Mengs, de raza judía, el verdadero campeón en Roma de la pintura neoclásica; pero de él habrá que hablar más al hacer referencia a la pintura española del XVIII. Mengs, a cuyo arte prestó entusiasta apoyo Winckelmann, el teorizador del Neoclasicismo, alcanzó amplio renombre europeo, aunque este éxito resulta algo engañoso pues hay que señalar que no siempre su arte, ciertamente de gran valor, estuvo a la altura de su fama.

Otra actividad pictórica importante se desarrolló en Roma, ya durante la primera mitad del siglo XVIII, en relación con la pintura de paisaje y de vedute.

El Coliseo y el Arco de Constantino en Roma. de Gian Paolo Pannini (Palacio Imperial de Pavlovsk, San Petersburgo). Este seguidor de Locatelli centraría toda su obra en un especial género muy del gusto de los posteriores pintores románticos, fantaseando con paisajes grotescos en ruinas de grandes monumentos de la antigüedad, a veces distorsionando de manera exagerada las proporciones o las distancias entre los edificios e incluso mezclando conjuntos arquitectónicos de muy diversa procedencia, buscando ante todo el exotismo más pintoresco por encima del realismo.

La fórmula del paisaje arcaico o pastoral, derivado del fondo paisajístico tal como lo concibiera Annibale Carracci y que había inspirado en su tiempo a Poussin y a Claude, seguía allí en plena vigencia. Lo cultivaban entonces el flamenco italianizado Van Bloemen, apodado Orizzonte, y sobre todo Andrea Locatelli (1695-1741), autor elegante que supo infundir a sus paisajes una luminosidad y una transparencia típicas del gusto de la época. En cuanto a las vedute o vistas en perspectiva -que tanta trascendencia tuvieron en la escuela de Venecia-, no serán realmente importantes en Roma hasta mediados del siglo. Combinan a menudo elementos paisajísticos con el manejo (que es propio de los escenógrafos) de la técnica de la topografía. Se hacía entonces distinción entre las vedute esatte, que marcaban la situación justa, topográficamente, de los edificios, las personas y accidentes del terreno, y las de fantasía, o ideate, que no eran otra cosa que vistas imaginarias. A este género dio en Roma extraordinaria vida el pintor Gian Paolo Pannini (1691-1765), nacido en Piacenza y formado primeramente en el arte de los cuadraturisti, o escenógrafos boloñeses, cuya figura principal fue Fernando Bibiena. Sus frescos ejecutados en la Villa Patrizi (1718-1725) le granjearon gran renombre; finalmente, protegido por el cardenal de Polignac, sus obras obtuvieron también muy buena acogida en Francia. La singular exactitud y seguridad de Pannini en la colocación de los elementos de sus obras, así como su talento en rodear a los personajes de una atmósfera de cristalina claridad, constituyen un arte apreciable por la misma nítida calidad de su ejecución, pero también por la sugestión de la vida que provocan.

Este arte no dejó de influir en las pinturas (ya prerrománticas) del francés H. Robert y en las visiones amplias de ruinas romanas debidas al gran grabador Giovan Battista Piranesi (1720-1778), que en sus mejores obras combina exactitud con desbordante fantasía, antes de dar, en su Carcerí, impresionantes y misteriosas visiones fantasmagóricas, de un sabor dinámico que resulta completamente moderno.

La confesión, de Giuseppe Maria Crespi (Gemaldegalerie, Dresde). Perteneciente a la serie de los Siete Sacramentos, este lienzo de 1712 fue un encargo del cardenal romano Pietro Ottoboni. De estilo marcadamente naturalista y con una clara tendencia monocromática heredada del tenebrismo caravaggista, enfatiza en esta obra el espíritu de participación humana en los actos de la fe sin atisbo de sarcasmo ni de crítica social. El tema de la confesión lo repetiría en muchas otras ocasiones, reflejando al pueblo con una viveza natural en oposición a la grotesca rigidez de los nobles, con intencionalidad casi grotesca, como en el famoso cuadro de San Juan Nepomuceno confesando a la reina.

La antigua escuela florentina, reducida a ser una escuela de importancia local en los últimos decenios del siglo XVII, contó con pocos pintores de nota durante la primera mitad de la centuria siguiente; uno de ellos, Batoni, ya mencionado, había emigrado, y en el arte de la decoración pictórica sólo se encuentran figuras secundarias, como Ciro Ferri, autor de los frescos que decoran toda una serie de salas en el Palacio Pitti.

Bolonia, en cambio, aunque su Academia había perdido gran parte de su antigua eficacia, no por eso dejó entonces de ser un centro de arte muy activo, ya que no sólo los pintores florentinos, sino los romanos (y en gran parte los venecianos también) seguían con la convicción de que sólo en Bolonia un artista de la pintura podía procurarse un aprendizaje sólido, basado en el ejercicio, insustituible, del dibujo. Carla Cignani (1628-1719), era todavía allí, a principios del siglo, el depositario de la antigua gran tradición. Había sido discípulo de Albaní y estaba al frente de un estudio sumamente frecuentado.

Con Cignani se formó el mayor pintor de frescos de la última fase barroca en aquella escuela: Marcantonio Franceschini (1648-1729). Pero nada de esto significaba novedad o progreso.

María Magdalena penitente, de Marcantonio Franceschini (Kunsthistorisches Museum, Viena). El último de los pintores de frescos al óleo de Bolonia al estilo del barroco tardío realizó este cuadro de grandes proporciones sustituyendo la habitual iluminación de luz diamantina que bañaba la desnudez de la Magdalena por un angelito que porta una corona de espinas, mientras la santa lo observa afectada por la gracia divina. El autor consiguió un mayor naturalismo de la escena acentuando la frondosidad del bosque que envuelve las figuras.

La innovación se produjo en la escuela boloñesa gracias a un artista de gran personalidad, Giuseppe Maria Crespi (1664-1747), llamado Lo Spagnolo, la única figura genial que dio la escuela de Bolonia en la última fase de su historia. Liberado de la férula académica de Cignani, prefirió estudiar personalmente las obras de Ludovico Carracci y del Guercino, y, no contentándose con ello, pronto abandonó todo contacto con la tradición académica para enfrentarse directamente con la visión de la vida, y así sus temas basados en escenas contemporáneas y también sus retratos, tienen la profundidad que sólo caracteriza al arte sinceramente sentido. Trató temas tan humanos como el del Mercado de Poggio a Cajano -con toda la complicación que implica reproducir una escena multitudinaria al aire libre-, en el famoso lienzo de los Uffizi, o su serie de los Siete Sacramentos (hoy repartida entre los museos de Dresde y Turín), o escenas de intimidad irónicamente picantes, como La Pulga (también en la misma galería florentina). Su sentido burlesco se manifiesta en los cuadros de género, y en este sentido apunta como precursor de Battista Piazzetta y de Pietro Longhi.

⇨ La tentación de San Antonio Abad, de Alessandro Magnasco (Musée du Louvre, París). La extraña personalidad de este pintor genovés queda patente en esta ambigua escena donde no queda claro si la intención del autor era la de enfatizar el lado místico o el diabólico de la situación. Aunque fue un prolí- fico paisajista, la obra más representativa de Lissandrino, en cuanto a libertad de creación y personal temperamento, es la que corresponde a sus últimos retratos y escenas alegóricas, cuando graves problemas de salud hacían ya casi imposible el manejo de los pinceles. En esta obra quedaron patentes sus demonios internos, contradiciéndose con su fama de pintor vitalista y risueño.



Génova produce en esta época un pintor tan personal como lo fuera Crespi en su patria. Fue Alessandro Magnasco (1667-1749), apodado Lissandrino, pintor extraño, por su técnica y por las raras escenas que pintó. Muy joven se trasladó a Milán hasta 1737, en que regresó definitivamente a su ciudad natal. Sus pinturas, por los temas y la atmósfera, han podido ser calificadas, de modo indistinto, como místicas o como diabólicas, y muy probable es que en ellas se esconda una intención rebelde, quizás herética. Son por lo común escenas que sugieren tremendas penitencias: frailes vagando apesadumbrados por sitios boscosos, o reunidos en estrambóticos cónclaves, en actitudes torturadas. Tales pinturas han sido consideradas como bizarrie (al modo de los grabados de Callot), en su intenso y contrastado claroscuro, realizado con pincelada rápida y nerviosa. La relación entre Magnasco y la escuela veneciana es nula; sin embargo, su pintura explosiva algo recuerda de las transformaciones de estilo que entonces tenían lugar en Venecia.

Bérgamo y Brescia, por entonces, son centros pictóricos activos. Brescia dio a Ceruti, autor de escenas de género (por lo regular mendigos, lisiados, campesinos pobres) que ofrecen relación con las bamboccíate, inspiradas en la ínfima vida popular, cultivadas en Italia desde el siglo XVII por artistas extranjeros amantes de estos aspectos pintorescos. En cuanto a Bérgamo, externamente bajo la influencia del arte veneciano, es la patria de un intenso retratista, Vittore Chislandi, conocido (por haber abrazado el estado religioso) como Fra Vittore del Galgario (16551743), y que estudió, ya mayor, la pintura en Venecia con el retratista Bombelli y se sumó por entero a la escuela veneciana.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La escuela veneciana

La principal gloria de la pintura dieciochesca italiana reside sin lugar a dudas en Venecia, ciudad que, a pesar de su decadencia política y económica, conocía todavía en el siglo XVIII el esplendor, gracias a ser un centro de vida galante, donde se daban cita, no sólo aventureros, pues era un enclave de gran importancia en el Mediterráneo y se vivía en ella una vida intensamente portuaria, sino amantes del arte que allí acudían llegados de todos los rincones de Europa.

⇦ Virgen con santos, de Sebastiano Ricci (San Giorgio Maggiore, Venecia). Tras su formación en Bolonia y Parma bajo la influencia de los Carracci y Correggio y después de pasar una breve temporada en Roma, Ricci adoptaría a su vuelta al Véneto el cromatismo luminoso del Veronés y los esquemas compositivos de los pintores clásicos. Su consagración la obtendría en Inglaterra y por su participación en la decoración del Palacio Marucelli, pero sería por sus importantes retablos de la iglesia veneciana de San Rocco por lo que conseguiría el apoyo definitivo de la academia, convirtiéndose en una referencia obligada para pintores posteriores del Settecento como Longhi y Tiépolo.



El auge de la escuela veneciana del XVIII es mucho más que la conjunción del destino por reunir a varios artistas de gran calidad pues parte de una revolución pictórica, de un gran cambio en la concepción de este arte, operado, al principio, gracias a dos importantes pintores: Sebastiano Ricci (1659-1734) y Giovanni Battista Piazzetta (1683-1754).

Ricci, veneciano, hizo, como tantos otros compañeros de profesión, su aprendizaje en Bolonia y después estuvo en Parma y Roma, siempre en contacto con la pintura del período final del barroquismo, que, de este modo, se convirtió en su principal escuela. Sus primeros frescos los pintó en Milán, a fines del siglo XVII, en San Bemardino dei Monti, y reflejan todavía mucho influjo de Pietro da Cortona. En 1700 se trasladó a Venecia, donde vivió doce años, pero interrumpiendo ocasionalmente su estancia allí para ir a pintar en Viena, Bérgamo y Florencia. A su etapa luminosa, en la que ya se ha dado la transformación que marca el paso del aprendizaje al desarrollo de un estilo completamente propio y personal, corresponden sus pinturas venecianas en la iglesia de San Marziale, que denotan un estudio intenso del Veronés. Su Virgen con Santos, en San Giorgio Maggiore (1708), es característica ya de su etapa madura, cuando el pintor se sitúa en tomo al medio siglo de vida. Pero después, en lugar de acomodarse en la repetición de sus mismos modos, su estilo tomóse más agitado en sus pinturas ejecutadas en Londres y después en París, ya entre los años 1712 y 1716.

La Adivina, de Giovanni Battista Piazzetta (Galleria dell' Accademia, Venecia). El peso de su aprendizaje con Crespi es evidente en este cuadro, donde se muestran pastores de verdad que nada tienen que ver con las elegantes pastorales francesas con corderitos de salón. Con apenas treinta años de edad ya se había dado a conocer por sus retablos venecianos de clara luminosidad, similar a la paleta cromática de Tiépolo y Ricci. A principios de la década de 1740 cambiaría su producción exclusivamente religiosa por encargos de temática pastoril, de carácter satírico con la sociedad ilustrada del momento, tan alejada del pueblo llano. Su detallado trazo en el dibujo denota la proverbial lentitud con la que trabaJaba habitualmente pero que, sin embargo, le cosechó los mejores elogios por sus fidelísimas representaciones del natural.

En contraste con la vida ajetreada de Ricci se halla la plácida existencia de Piazzetta. También él fue a Bolonia, y allí sintió el influjo de Crespi; pero de regreso a su ciudad, en 1711, ya no se movió de ella, dedicado a un incesante estudio de notas y apuntes, en los que dio siempre gran importancia al sombreado y a las esfumaduras. Sobre esta base, su estilo denota, en su cambiante juego de claridades y manchas oscuras, una inteligente captación de las principales libertades compositivas propias del arte rococó. Ello se observa en su magnífica Aparición de la Virgen a San Felipe Neri, pintada en 1725-1727 para Santa Maria della Pava, dramática composición en zigzag; al mismo tiempo pintaba (también sobre lienzo) el techo de Santos Giovanni e Paolo, con el tema de la Gloria de Santo Domingo. Después se dedicó a los temas pastoriles, como su encantador grupo La Adivina (1740), de la academia de Venecia, institución que en 1750 pasó a dirigir. La Adivina es la obra más famosa de Piazzetta, toda ella resuelta en contrastes de luces que destacan las siluetas en torno a la claridad que inunda la figura femenina central: la Adivina, pintada con una extensa gama de rosas variados.

Mascarada, de Giambattista Tiépolo (Museu Nacional d'Art de Catalunya, Barcelona). La paleta del pintor adopta aquí una gama de amarillos cálidos que produce un vivo brillo cromático, asociado con las elegantes y pomposas vestiduras del carnaval veneciano. Los personajes del cuadro, caracterizados como en la Commedia del/Arte, representan una animada escena que un impresionado Goethe describió de esta forma en el diario de su viaje a Italia el 4 de octubre de 1786: " ... los espectadores participan en la acción y acaban confundiéndose con los actores ...".  

Escena del Orlando Furioso, de Giambattista Tiépolo (Villa Valmarana, Vicenza). En este fresco se hace visible la preferencia del artista por los tonos claros y por los baños y veladuras que producen una infinita suavidad de matices_ En esta representación escénica del largo poema de Ariosto se opone la belleza idealizada de la pareja de amantes al realismo estricto de los campesinos que los acogen en su humilde cabaña. En parte, la obra debe su fama a ser la primera que se difundió en Europa gracias a la nueva imprenta de Gutenberg, pero también por sus ricas alegorías sobre la hipocresía humana, tal y como señaló Hegel dos siglos después de su publicación_

Otros artistas venecianos de la pintura de inspiración rococó de aquel momento son G. Antonio Pellegrini (1675-1741), que anduvo antes por Inglaterra y Alemania, y Battista Pittoni (1687-1767), también difusor de la pintura veneciana fuera de su patria y de ordinario artista muy brillante.

Concierto, de Pietro Longhi (Gallería deii'Accademia, Venecia). Longhi debe su gran celebridad a cuadros pequeños donde muestra con grata ironía la vida cotidiana de la Venecia del siglo XVIII. En esta simpática escena, el perrito faldero parece ser el único que presta atención a los músicos, mientras dos abates y un monje juegan una La escuela veneciana partida de naipes ignorando por completo al conjunto. El tono despreocupado de las reuniones y la agradable atmósfera que se creaba en aquellos salones fue expresado por Longhi con un fino sentido del humor y con menos encorsetamiento y artificio que los pintores franceses de la misma época.

Pero todos los cambios ocurridos en el arte pictórico de Venecia durante los primeros años del 1700 pueden entenderse -contemplados casi a tres siglos de distancia- como la preparación de una gran figura de la pintura europea que allí iba a aparecer. Fue este maestro Giambattista Tiépolo (1696-1770), cuya precocidad y excelencia con respecto a sus predecesores (incluso al mismo Piazzetta) pudo evidenciarse cuando, a la edad de diecinueve años, pintó su primera obra para el Ospedaletto de Venecia. Su carrera ascendente fue muy rápida. Empezó siendo discípulo de un pintor antiprogresista, Gregario Lazzarini, pero pronto sintióse atraído por el arte amable y juguetón (entre claridades, manchas oscuras y esfumados) de Piazzetta. Esta relación se plasma en su Madonna del Carmelo, pintada en 1721 y que hoy se halla en la Galería Brera, en Milán. Rastros de la misma admiración por Piazzetta denota su Glorificación de Santa Teresa, en la iglesia veneciana Degli Scalzi. En 1726 pintó su primera serie de frescos, en el palacio arzobispal de Udine y en la catedral de aquella ciudad. Decoró, después, a partir de 1731, palacios en Milán y en Bérgamo, y entre 1732 y 1733 completó otra serie de frescos (sobre El Rosario y Santo Domingo) en los Gesuati de Venecia. Siguen a estas pinturas otras en la Scuola del Carmine y, poco después de 1745, pintaba los frescos del salón principal del Palacio Labia, con la Historia de Cleopatra y Marco Antonio, donde su estilo majestuoso y lleno de claridad (como un magnifico rebrote del arte elegantísimo del Veronés) resplandece ya con toda su fuerza y lujo, pero sin falsos oropeles. Entre 1750 y 175 7 realizó sus pinturas en la escalinata de la Residenz de Wurzburgo, e inmediatamente después El Triunfo de la Fe en el techo de la iglesia Della Pietà, en su patria, para realizar en 175 7los prodigiosos frescos (sobre temas de la Ilíada, la Eneida, el Orlando Furioso y la Gerusaleme Liberata) en la Villa Valmarana dei Nani, en las cercanías de Vicenza. Su pintura crea entonces espacios fantásticos que encajan muy bien en los ideales del fin del barroco y del rococó. Los cielos maravillosamente coloreados cubren de tiernas luces sus personajes tomados de la vida real, de la mitología o de obras literarias, mezclados con una exuberancia decorativa, semejante a los efectos fastuosos de las grandes óperas. Otra decoración de parecida importancia, y con el mismo irónico empleo del trompe-l'oeil, es la Apoteosis de la familia Pisani, en el gran vestíbulo de la villa de esta familia, en Stra, entre Venecia y Padua, que realizó entre 1761 y 1762.

Paisaje con figuras, de Francesco Zuccarelli (Aian Jacobs Gallery, Londres). El prestigio de este autor le viene dado por su utilización de los personajes insertados en un lugar pintoresco, con una capacidad casi estratégica por situarlos de tal forma que amenicen la composición visual del cuadro. No es extraño su éxi1:o en Europa en una época en la que se consideraba la jardinería como un arte superior en ocasiones a la misma pintura, a la que se dedicaron voluminosos tratados en los que el detallismo naturalista del dibujo tenía una importancia capital.

En el verano de 1762, atendiendo a una invitación del rey Carlos III de España, llegaba a Madrid, y allí pasó los últimos años de su vida -ya que en Madrid falleció-, realizando la enorme pintura de la Glorificación de la Monarquía Española, y dos frescos más. en el Palacio de Oriente, ayudado por su hijo Gian Domenico (1727-1804), inteligente seguidor del arte de su padre. Pintó también siete lienzos para la iglesia de San Pascual Bailén, en Aranjuez, que una intriga palaciega hizo sustituir por otros tantos de Mengs, su rival en la corte española.

Además de su elegancia, Tiépolo despliega en sus pinturas narrativas un sin igual talento en procurar la ilusión del espacio. Su arte fue tradicionalista, en el sentido de que no quiso disimular el nexo que le unía con el gran arte del Veronés.

Vista de Santa Maria della Salute desde la entrada del Gran Canal, de Canaletto (Musée du Louvre, París). El siglo XVIII descubrió la poesía de las ciudades y desarrolló una afición casi masiva por los viajes que tan sólo las clases pudientes podían permitirse. La meta preferida era Venecia, reputada en aquel tiempo como isla europea de la felicidad. En esta vista de la iglesia de Santa Maria del/a Salute logró aunar la fidelidad topográfica con la representación de la atmósfera viva de la ciudad. Valiéndose de la técnica protofotográfica de la cámara oscura para el encuadre de las perspectivas, confería además una intensa luminosidad de influencia flamenca que se complementaba perfectamente con la sensación de perpetua humedad que sugieren sus cuadros.

Pero conocía también los secretos del arte del Tiziano, de Rafael y de Rubens, que supo emplear con habilidad; mas la calidad poética o heroica de sus composiciones es completamente suya y no desaparece cuando se acerca sin titubeos a los recursos propios de la pintura del rococó francés.

Otro aspecto esencial de su arte reside en el cromatismo, y en su forma de dar la impresión de luz, que en sus manos es la claridad de la luz sobre un bello fondo de cielo azul claro.

Más calidez de color desplegó en sus asuntos venecianos: evocaciones, aristocráticamente concebidas, de fiestas o escenas callejeras, propias del interminable carnaval que se desarrollaba en su ciudad.

Otro tono -el tono menor propio del intimismotienen las pequeñas pinturas sobre escenas familiares venecianas de Pietro Longhi (1702 -1785). Es un pintor de género, sumamente amable, que pintó escenas de la vida cotidiana de la alta burguesía y de la aristocracia venecianas. En sus obras, Longhi se propuso simultáneamente evocar el ambiente y caracterizar a los personajes. Algunos de los tipos humanos de sus escenas de interior destacan como obras de una gran modernidad mental por su aguda definición psicológica: la sutil melancolía de la camarera que sostiene el espejo o de la vieja que sirve el café, la ironía en el tratamiento de las figuras de ciertos clérigos, etc.

Gran Canal de Venecia, de Francesco Guardi (Aite Pinakothek, Munich). El interés del autor no sólo se centra en la exactitud representativa de la ciudad, sino también en los episodios anecdóticos que suceden a bordo de las góndolas del primer término. Guardi capta con exquisita sensibilidad un significado coral y activo entre la ciudad y los personajes, destacando los efectos de brillo y color que un siglo más tarde heredarían los impresionistas.

El paisaje es otro de los aspectos característicos de la escuela veneciana del siglo XVIII. Su iniciador fue Marco Ricci (1676-1730), sobrino de Sebastiano, y lo cultivaron en sentido idílico Giuseppe Zais (17021784) y el pintor toscano, radicado en Venecia, Francesco Zuccarelli (1702 -1788).

Pero la forma predilecta de paisaje en este amable y variado arte veneciano es, naturalmente, la que reproduce aspectos de la brillante ciudad de los dux. Sus principales cultivadores fueron: Antonio Canal, apodado Canaletto (1697 -1768), con su sobrino e imitador Bernardo Bellotto (1720-1780), que pintó en su patria, pero que realizó sus mejores obras en las cortes de Viena y de Dresde, y, finalmente, Francesco Guardi (1712-1793).

Canaletto, si bien en su técnica se valió de la exactitud topográfica -lo mismo que los autores de vedute romanos-, la superó en calidad pictórica y en la poética vivacidad con que reprodujo el movimiento en sus vistas del Gran Canal de Venecia y de otros aspectos de la bella ciudad del Adriático, meta privilegiada del turismo del siglo XVIII; pintó también en Inglaterra diversas vistas panorámicas de este verde país con el mismo delicado gusto por las perspectivas urbanas.

El Molo de Venecia desde el Bacina de San Marco, de Michele Marieschi (Colección Sotheby's, Londres). Famoso por sus fantasiosos capricci paisajísticos, este pintor de la escuela vedutista se inició primeramente como decorador escenográfico, lo que se evidencia por el dinamismo compositivo de esta obra. Abundante en claroscuros y de rica paleta de color, se valía también de la cámara oscura para encuadrar las perspectivas de sus cuadros, tal y como hicieran asimismo otros artistas de la época como Bellotto  o el propio Canaletto.

Más originalidad de visión contienen las vedute de Guardi, pintor que fue cuñado de Giambattista Tiépolo, casado con su hermana Cecilia. Llevó en Venecia una existencia retraída y no ingresó en la Academia de Arte veneciana hasta pasados los setenta años. A los treinta había trabajado en el estudio de otro vedutista, de seco estilo, Michele Marieschi (1710-1743). El de Guardi es extraordinariamente jugoso y poético; en ciertos aspectos, sus cuadritos parecen adelantarse a su tiempo, pues su autor recurre (sobre todo en sus vistas ideales o fantasmagóricas: capricci) a procedimientos que parecen propios del arte del período romántico. Pero, no nos engañemos, su verdadero enlace se efectuó con el espíritu, lleno de fantasía, del rococó. Ello se observa más claramente en sus cuadros de costumbres, notas basadas en la observación directa, a veces tomada en la calle, y en sus escasas obras de carácter religioso, género en el que siguiendo a G.-B. Tiépolo, destaca mucho su hermano mayor, Giovanni Antonio.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Venecia en el siglo XVIII

El Bucentauro parte del Lido el día de la Ascensión, de Francesco Guardi (Musée du Louvre, París).

La República Serenísima de Venecia había abandonado sus deseos expansionistas a principios del siglo XVIII pero seguía siendo, gracias sobre todo a su influyente red comercial, un estado clave en el Mediterráneo. Era una ciudadestado gobernada por una oligarquía que veía peligrar su autonomía por la rivalidad con otros estados de la península Itálica y por el antivenecianismo que se gestaba en las pocas colonias que poseían.

Por otro lado, algo de espejismo tenía la estabilidad y el esplendor de la República en este siglo XVIII, pues dependía en exceso de un comercio que tampoco era tan floreciente como antaño. De este modo, con una agricultura concentrada en muy pocas manos y, por tanto, poco eficiente, buena parte de los ingresos venían, precisamente, de las exportaciones de obras de arte y de objetos de cerámica. Asimismo, la clase dirigente era demasiado conservadora e impedía cualquier intento modernizador que pudiera poner en peligro el poder casi absoluto que ostentaban.

Pero la situación cambió, no de forma radical pero sí importante durante la segunda mitad del siglo XVIII, cuando se iniciaron una serie de reformas legislativas debidas, sobre todo, a la influencia de las ideas ilustradas que recorrían toda Europa. Así, la oligarquía cedió parte de su poder a una pujante clase burguesa que habría de ayudar a sostener el Estado merced a su actividad agrícola y comercial y a la incipiente industria que impulsaba.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La pintura de género

El más célebre cultivador de la pintura de género sobre asuntos moralizadores fue J.-B. Greuze (17251805), de quien Diderot elogió su morale en peinture, en cotejo con la frivolidad reinante, en ocasión de exponerse su célebre cuadro I’Accordée de Village. Su técnica pictórica era excelente y se deleitaba en dar a sus escenas el dramatismo propio del teatro larmoyant, que el mismo Diderot cultivó. Marchó a Roma en 1775 e ingresó en la Academia; mas en su vida privada fue muy desafortunado: al regresar de Italia contrajo matrimonio en París con una librera de algo más edad que él, cuya vida disoluta obligó al pintor a pedir la separación legal. Algunas de sus obras de una sola figura, La Lechera, El cántaro roto, son excelentes, dentro de su estilo algo dulzón.

Autorretrato de Elisabeth Vigée-Lebrun (Musée du Louvre, París). Discípula de Jean-Baptiste Greuze y una gran artista, especialmente dotada para la pintura de la infancia y la feminidad. Su Autorretrato con su hija (1789), inspirado, en parte, en los maestros ingleses de la época, demuestra que la dulce ternura que aprendió de Greuze no se desvía por los morbosos caminos de su maestro. 

Cierra el siglo, ya lindando con la pintura neoclásica, el arte sentimental, rousseauniano, de madame ElisabethVigée-Le Brun (1755-1842), cuyo autorretrato del Louvre (con su hija) es celebérrimo. Artista de fino talento femenino, fue pintora de la corte de Luis XVI, y ejecutó no menos de veinte retratos de la reina María Antonieta, lo que no es poca cantidad. En 1789 emigró, pasando a Italia y después a Viena y a San Petersburgo, y no regresó a Francia hasta 1802.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La escultura francesa del siglo XVIII

Ya en el terreno de la escultura, la dinastía de los Coustou y los Lemoyne, con otra familia de escultores (originaria de Amberes), los Slodtz, llenan con sus bustos la primera mitad del siglo; son retratos todavía enfáticos. Lo mismo cabe decir de dos escultores hermanos, los Adam, loreneses. Mas se insinúa al propio tiempo una reacción, en sentido clásico, que atenúa el énfasis, en Edme Bouchardon (1698-1762), autor en París, de la Fuente de las Estaciones de la rue Grenelle. De mucha mayor independencia de estilo hizo gala el escultor J.-B. Pigalle (1714-1785), que trabajó para la Pompadour y fue retratista admirable de personajes de la vida intelectual; importante en su monumento sepulcral del mariscal Mauricio de Sajonia, en Santo Tomás de Estrasburgo, y su estatua de "Voltaire desnudo" denofa un fuerte naturalismo inspirado en procedimientos propios de la estatuaria antigua. Otros, como Jacques Caffieri (1678-1755) y Augustin Pajou (1730-1809) -este escultor de madame Du Barry-, encaman una tradición del retrato amable que recuerda un poco la sensualidad de las pinturas de Boucher.

⇨ Psiquis abandonada de Augustin Pajou (Musée du Louvre, París). Realizada en mármol, esta escultura es la mejor obra del autor, que ha imprimido al rostro del personaje el sentimiento de angustia y dolor con gran realismo.  



Mucho mayor importancia reviste el arte de Étienne Falconet (1716-1791), quien realizó trabajos para madame de Pompadour y modelos para la fábrica de porcelanas de Sevres, que pasó a dirigir. Marchó a Rusia, donde realizó, en San Petersburgo, el original monumento allí erigido a Pedro el Grande, y antes, en 1761, publicó unas útiles Rejlexions sur la Sculpture que nos ayudan a aproximarnos mucho mejor a su obra.

Por su parte, Jean-Antoine Houdon (1741-1828) es otro gran escultor del siglo. Habiendo obtenido en 1761 el Premio de Roma, en Italia completó su formación, no sólo copiando los ejemplares antiguos, sino atendiendo directamente a los modelos naturales. Su obra es de gran calado y es digno reconocerle que el retrato con él realizó un gran avance. Ningún escultor de este tiempo que se está examinando logró, como él, poner tanta vivacidad en la mirada de sus bustos, deseo constante de todos estos autores de retratos escultóricos que siempre se · quedaban en el intento de llevar a cabo la imagen que perseguían. Su busto de Mirabeau, realizado ya a fines del siglo (1798), es representativo de esta preocupación. Modeló otros muchos, de Gluck, Voltaire, Franklin, etc. Y en 1785 partió para Estados Unidos, a fin de hacer el de Washington.

⇦ Diana cazadora de Jean-Antoine Houdon (Fundación Gulbenkian, Lisboa). Es una de las esculturas de este autor en la que es más visible no sólo su formación clásica, sino su simpatía por el barroco romano. Su apasionamiento por la perfección anatómica está moderado aquí por la languidez sentimental y una refinada elegancia típica del siglo XVIII. 



En pintura y escultura Francia se situaba, así, a la cabeza de las naciones europeas. Llegaba aquella situación en un momento en que el arte pictórico se había eclipsado casi por completo en Holanda, que había dado grandes pintores en los siglos precedentes, y en Italia resplandecía únicamente gracias a algunas figuras aisladas, muy importantes pero que no lograban conformar una impresión de grupo, corriente o generación, mientras que en España pocos eran los talentos pictóricos verdaderamente notables, excepción hecha (claro está) del caso de Goya, cuya importancia acabaría, durante el siglo XIX, por rebasar las fronteras de su patria e irradiar directo influjo en la pintura francesa de dicha centuria. Sólo con los franceses rivalizaban entonces los retratistas de la escuela inglesa.

También en el grabado y las artes del libro, Francia pasó al primer lugar durante el siglo XVIII. La "talla dulce" fue el procedimiento más generalizado. Los grabadores apellidados Cochin (padre e hijo) se cuentan entre los artistas que más se distinguen en el grabado de ilustración, junto con H. Gravelot (1699-1773) y Augustin de Saint-Aubin. Este último y J. Moreau el Joven (1741-1814) son quizá los que más alto prestigio alcanzaron en el arte de la estampa grabada.

Reloj de las Tres Gracias de Étienne Falconet (Musée du Louvre, París). Este artista realizó modelos para la fábrica de porcelana de Sevres, de la que más tarde sería director. Aunque el tema de esta pieza en biscuit de Sevres sea mitológico, es evidente que se trata de un pretexto para explorar la gracia juvenil de tres cuerpos femeninos. 


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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