Excepto por lo que respecta a la
escuela veneciana, el siglo XVIII es una época de estancamiento en la pintura
de Italia, nación que -salvo en algunos brillantes aspectos de aquella
escuela-, pierde entonces la categoría que desde el siglo XV había detentado de
guía del arte pictórico de toda Europa.
El triunfo de Judit, de Luca Giordano (Museo Bowes, Durham). En esta obra de 1703, Giordano muestra una Judit victoriosa que conduce heroicamente a su pueblo liberado portando la cabeza de Holofernes, lejos del dramatismo morboso de otras visiones más tenebristas del último barroco, como la sangrienta versión de Artemisa Gentileschi, Caravaggio o su contemporáneo Francesco Solimena.
Bóreas raptando a Oritía, de Francesco Solimena (Kunsthistorisches Museum, Viena). Venido de los cielos, el titánico dios del viento norte abduce a la hija de Erecteo, rey de Atenas, en esta pintura de Solimena, también llamado l'Abate Ciccio, uno de los autores posgiordanescos napolitanos más influyentes y representativos de la época, sobre todo por sus frescos religiosos y alegóricos, de un elegante pero abigarrado barroquismo.
En las obras figurativas de
composición, los maestros que dirigen el movimiento artístico en Roma y Bolonia
tratan de prolongar allí la tardía pintura barroca, dentro de la línea marcada
en el siglo anterior por Cario Maratta o de acuerdo con las anacrónicas
directrices académicas boloñesas. El espíritu de novedad que, según se verá más
adelante, florecía de nuevo en Venecia, causó al principio irritación entre los
representantes de este sector tradicionalista hasta en la misma Venecia. Se
trata, como ocurre tantas veces, de la eterna pugna de poder entre los que
están y los que llegan. En 1733, Antonio Balestra -que había sido discípulo
directo de Cario Maratta, en Roma, pero que pintó en Venecia- dejaba oír su
voz, alarmado ante las osadías que presenciaba. Para él, "todo el mal
presente proviene de la perniciosa costumbre de trabajar de imaginación, sin
haber antes aprendido a dibujar con buenos modelos y a componer de acuerdo con
las máximas consagradas". "Ya no se ve -dice-a los jóvenes artistas
estudiar los modelos de lo antiguo; las cosas han llegado a tal punto, que ese
estudio es criticado como inútil y embarazoso."
La verdad es que, en Roma, la
pintura decorativa al fresco (de bóvedas de iglesias y palacios) trató de
renovarse sin abandonar las antiguas enseñanzas y que se produjeron incluso
algunas obras de valía. Sin embargo, la pintura romana de grandes composiciones
no había de experimentar cambios radicales hasta la aparición del neoclasicismo
pictórico, cuya característica general en Italia fue la frigidez.
La paz y la justicia, de Corrado Giacquinto (Museo del Prado, Madrid). Formado en el idealismo clásico de los Carracci, el pintor se establecería en Nápoles ligando su producción a la corona española y colaborando durante años con Ribera, de quien adoptaría su utilización del claroscuro que, combinado con el paisajismo romano de Poussin conseguiría en el campo de la alegoría mitológica un estilo muy personal, como se aprecia en esta metáfora moralizadora de la Europa ilustrada.
Nápoles era, en cambio, un centro
activo y con iniciativas propias desde mediados del siglo XVII, antes de la
eclosión del rococó. En esta población del sur de Italia, más que en la Ciudad Eterna, se
encontrará materia para comentar ciertas novedades dieciochescas no poco
interesantes desde el punto de vista artístico.
A partir de la segunda mitad de
aquel siglo existía allí una buena escuela de bodegonistas, representada por
una importante nómina de pintores de gran calidad entre los que destacaban, sin
duda, B. Ruoppoli y G. Recco, y que prolongó, con sus naturalezas muertas y
composiciones florales, un hombre de muy diversas actividades, Andrea Belvedere,
llamado el Abbate Andrea (1642-1732).
⇨ El embajador turco y su séquito ante la corte de Nápoles, de Giuseppe Bonito (Museo del Prado, Madrid). El principal interés del autor fue mostrar en todo su esplendor la indumentaria del personaje central, quien parece observar con magnificencia al espectador del cuadro. Las pobladas barbas, el turbante, los puñales sujetos al cinturón y la larga pipa que sostiene uno de los ayudantes son algunos de los muchos detalles que el pintor quiso destacar del atuendo del emisario turco. El sultán otomano Mahmut I, aliado con la corte francesa, se presentó ante Carlos de Barbón en 1741 para exigirle la devolución de los territorios de Nápoles, Sicilia, Capua y Gaeta, arrebatados al Imperio austrohúngaro siete años antes. Pero la visita del Gran Visir ante la monarquía española no llegó a buen puerto. Para dar fe de la reunión, el rey encargó a Bonito plasmar la escena en un lienzo que posteriormente envió a su madre como testimonio de la gesta política.
Una brillante síntesis de lo que
anteriormente había hecho en Roma y en Venecia, en lo que hace referencia a la
pintura decorativa de grandes temas, representa la actuación de un artista
napolitano dotado de extraordinaria vitalidad y famoso por la pasmosa rapidez
con que ejecutaba sus obras: Luca Giordano (1632-1705), conocido también bajo el apodo de Luca Fa Presto, y en España más conocido
como Lucas Jordán.
Es quizá uno de los pintores más
interesantes que vio nacer Italia en esa época, y lo es no sólo por sus méritos
artísticos, que ciertamente le harían merecedor de tal categoría, sino también
por lo ajetreado de su existencia, paradigma del artista que sabe apurar todas
las facetas de la vida. El
prestigio de este pintor fue enorme y no sólo en Nápoles e Italia, durante el
siglo XVIII, en cuyos umbrales vino a fallecer. Fue casi un artista itinerante,
cuyas obras italianas (que plasmó tanto al fresco como al óleo) pueden verse en
numerosos lugares de Italia, como Roma, Florencia, Venecia y Bérgamo, y que
gozó también de mucha fama allende de la península itálica, como, por ejemplo,
en España por haber trabajado en el monasterio de El Escorial y en Madrid.
Encarnó las mejores condiciones
que puedan exigirse a un virtuoso de la pintura; sin plagiar abiertamente, era
uno de esos maestros que no tenían prejuicios en inspirarse en lo que mejor
hallan en sus predecesores, y su arte recoge así, a la vez, cosas de Rubens, de Rembrandt,
de Ribera,
Rafael, Tiziano y
el Veronese, grandes pintores de la historia; pero, aunque a la vista de lo
dicho pueda parecer cuando menos complicado, su fuga, su ardor, eran muy
personales y de ellos no podía insinuarse que eran copias. Su obra, además, le sobrevivió
y en Nápoles dejó sucesores que quisieron continuar en la línea marcada por él.
La muerte de Margarita de Cortona, de Marco Benefial (Santa Maria in Aracoeli, Roma). La renovada devoción por la santa del siglo XIII responde a un interés político, ya que su apasionada gesta como fundadora de hospitales cristianos y su particular cruzada contra la amenaza musulmán en los Santos Lugares tendría una doble lectura polémica. Se dice que su cuerpo quedó incorrupto hasta cuatro siglos más tarde de ser enterrado, exhalando un suave olor que obraba milagros alrededor de su sepulcro. Benefial fue uno de los autores más academicistas de la escuela romana, apropiándose del naturalismo caravaggista y del uso clásico del equilibrio visual propugnado por los Carracci.
El principal entre ellos fue
Francesco Solimena (1657-1747), pintor de larga vida y jefe indiscutible de la
escuela napolitana durante la primera mitad del XVIII. Caracterizan su arte una
elegancia algo pomposa y una modulación compositiva llena de vivacidad, que
supo subrayar mediante un hábil empleo de intensas sombras parduscas, lo que
hace que sus cuadros sean inmediatamente reconocibles.
Trabajó toda su vida en Nápoles,
y por eso se lo inscribe en la citada escuela de la ciudad, pero ejerció
influencia sobre varios pintores europeos, y su importancia no tuvo igual en
Italia hasta el momento en que se extendió el prestigio de Tiépolo.
⇨ Retrato de Charles Cecil Roberts, de Pompeo Girolamo Batoni (Museo del Prado, Madrid). Desilusionado por el rechazo de los academicistas romanos, Batoni cambió su inicial temática religiosa por el retrato de los viajeros británicos que visitaban la ciudad, género con el que consiguió un éxito internacional. Pintados al estilo clásico y de u na sobria elegancia, presentaban generalmente al modelo con un fondo de esculturas antiguas, dado su buen uso del dibujo, tal y como se aprecia en este cuadro de 1778 de un caballero que, satisfecho por otro retrato anterior de 1758, volvería a requerir de nuevo los servicios de Batani.
Corrado Giacquinto (1703-1765),
Jacopo Amigoni (1682-1752) y Giuseppe Bonito (1707-1789) fueron discípulos
suyos, nunca a la altura de su maestro, pero sí lograron prolongar una línea
que con ellos ya es plenamente rococó. Giacquinto incorporó el espíritu rococó
a la pintura napolitana y algunas de sus obras, sobre todo las que son más
interesantes en la actualidad, ofrecen una clara analogía con las de Boucher
en Francia. Entre 1753 y 1761 sucedió a Amigoni como pintor de la corte de
Madrid y pasó a dirigir la Academia de San Fernando. Pero antes había residido
en Roma, donde pintó una obra notable: el fresco de la Coronación de Santa Cecilia, en la iglesia dedicada a In. santa
(1725).
En cuanto a Arnigoni, el mayor de
los tres pintores citados se trasladó pronto a Venecia y se incorporó de hecho
a la escuela veneciana antes de pasar a trabajar para la corte de Baviera,
donde pintó frescos en el palacio de Nymphenburg; después ejecutó obras en
Inglaterra, y desde 1747 pintó para el rey de España en Madrid, donde murió.
Por su parte, Giuseppe Bonito,
que, en lugar de llevar una existencia algo "nómada" como la de los
otros discípulos de Solimena, permaneció en Nápoles, se distinguió allí como retratista
de la corte bajo el rey Carlos y su hijo Fernando, su sucesor, y destacó
también, más que en las grandes composiciones, en cuadros inspirados en temas
populares.
Paisaje con figuras en primavera, de Andrea Locatelli (Palacio Acrivescovile, Milán) El mejor paisajista romano del siglo XVIII no siempre atesoró la misma fama. Acusado de reiterativo por sus costumbristas escenas estereotipadas en la campiña del Lacio, sus pinturas de ruinas y esporádicas marinas coloristas, el arte algo manierista de Locatelli se enfoca particularmente en el sentimiento que prevalece sobre una meteorología muy expresiva y una naturaleza áspera, de frondosos árboles, que por su majestuosidad desplazan el interés de las figuras.
En Roma, mientras tanto, la
tradición derivada de Maratta realizó intentos para renovarse, según se ha
indicado anteriormente. En este sentido, y también como maestro de artistas de
no menor nombradía, tuvo importancia la figura de Marco Benefial (16841764).
Entre sus discípulos se pudo contar a Pompeo Batoni (1708-1787), cuyas obras marcan
ya una clara separación entre la inspiración barroca y la de un nuevo concepto
basado en lo antiguo. Sobresalió especialmente en el retrato, en que se muestra
a veces elegante.
Otro discípulo de Benefial fue el
pintor bohemoalemán Antón Rafael Mengs, de raza judía, el verdadero campeón en
Roma de la pintura neoclásica; pero de él habrá que hablar más al hacer
referencia a la pintura española del XVIII. Mengs, a cuyo arte prestó
entusiasta apoyo Winckelmann, el teorizador del Neoclasicismo, alcanzó amplio
renombre europeo, aunque este éxito resulta algo engañoso pues hay que señalar
que no siempre su arte, ciertamente de gran valor, estuvo a la altura de su
fama.
Otra actividad pictórica
importante se desarrolló en Roma, ya durante la primera mitad del siglo XVIII,
en relación con la pintura de paisaje y de vedute.
El Coliseo y el Arco de Constantino en Roma. de Gian Paolo Pannini (Palacio Imperial de Pavlovsk, San Petersburgo). Este seguidor de Locatelli centraría toda su obra en un especial género muy del gusto de los posteriores pintores románticos, fantaseando con paisajes grotescos en ruinas de grandes monumentos de la antigüedad, a veces distorsionando de manera exagerada las proporciones o las distancias entre los edificios e incluso mezclando conjuntos arquitectónicos de muy diversa procedencia, buscando ante todo el exotismo más pintoresco por encima del realismo.
La fórmula del paisaje arcaico o
pastoral, derivado del fondo paisajístico tal como lo concibiera Annibale Carracci y que había inspirado en su tiempo a Poussin y a Claude, seguía allí en plena vigencia. Lo cultivaban entonces el flamenco
italianizado Van Bloemen, apodado Orizzonte,
y sobre todo Andrea Locatelli (1695-1741), autor elegante que supo infundir a
sus paisajes una luminosidad y una transparencia típicas del gusto de la época. En cuanto a las vedute o vistas en perspectiva -que
tanta trascendencia tuvieron en la escuela de Venecia-, no serán realmente
importantes en Roma hasta mediados del siglo. Combinan a menudo elementos
paisajísticos con el manejo (que es propio de los escenógrafos) de la técnica
de la topografía. Se
hacía entonces distinción entre las vedute
esatte, que marcaban la situación justa, topográficamente, de los
edificios, las personas y accidentes del terreno, y las de fantasía, o ideate, que no eran otra cosa que vistas
imaginarias. A este género dio en Roma extraordinaria vida el pintor Gian Paolo
Pannini (1691-1765), nacido en Piacenza y formado primeramente en el arte de
los cuadraturisti, o escenógrafos
boloñeses, cuya figura principal fue Fernando Bibiena. Sus frescos ejecutados
en la Villa Patrizi
(1718-1725) le granjearon gran renombre; finalmente, protegido por el cardenal
de Polignac, sus obras obtuvieron también muy buena acogida en Francia. La
singular exactitud y seguridad de Pannini en la colocación de los elementos de
sus obras, así como su talento en rodear a los personajes de una atmósfera de
cristalina claridad, constituyen un arte apreciable por la misma nítida calidad
de su ejecución, pero también por la sugestión de la vida que provocan.
Este arte no dejó de influir en
las pinturas (ya prerrománticas) del francés H. Robert y en las visiones
amplias de ruinas romanas debidas al gran grabador Giovan Battista Piranesi
(1720-1778), que en sus mejores obras combina exactitud con desbordante
fantasía, antes de dar, en su Carcerí, impresionantes y misteriosas visiones
fantasmagóricas, de un sabor dinámico que resulta completamente moderno.
La confesión, de Giuseppe Maria Crespi (Gemaldegalerie, Dresde). Perteneciente a la serie de los Siete Sacramentos, este lienzo de 1712 fue un encargo del cardenal romano Pietro Ottoboni. De estilo marcadamente naturalista y con una clara tendencia monocromática heredada del tenebrismo caravaggista, enfatiza en esta obra el espíritu de participación humana en los actos de la fe sin atisbo de sarcasmo ni de crítica social. El tema de la confesión lo repetiría en muchas otras ocasiones, reflejando al pueblo con una viveza natural en oposición a la grotesca rigidez de los nobles, con intencionalidad casi grotesca, como en el famoso cuadro de San Juan Nepomuceno confesando a la reina.
La antigua escuela florentina,
reducida a ser una escuela de importancia local en los últimos decenios del
siglo XVII, contó con pocos pintores de nota durante la primera mitad de la
centuria siguiente; uno de ellos, Batoni, ya mencionado, había emigrado, y en
el arte de la decoración pictórica sólo se encuentran figuras secundarias, como
Ciro Ferri, autor de los frescos que decoran toda una serie de salas en el
Palacio Pitti.
Bolonia, en cambio, aunque su
Academia había perdido gran parte de su antigua eficacia, no por eso dejó
entonces de ser un centro de arte muy activo, ya que no sólo los pintores
florentinos, sino los romanos (y en gran parte los venecianos también) seguían
con la convicción de que sólo en Bolonia un artista de la pintura podía
procurarse un aprendizaje sólido, basado en el ejercicio, insustituible, del
dibujo. Carla Cignani (1628-1719), era todavía allí, a principios del siglo, el
depositario de la antigua gran tradición. Había sido discípulo de Albaní y
estaba al frente de un estudio sumamente frecuentado.
Con Cignani se formó el mayor
pintor de frescos de la última fase barroca en aquella escuela: Marcantonio
Franceschini (1648-1729). Pero nada de esto significaba novedad o progreso.
María Magdalena penitente, de Marcantonio Franceschini (Kunsthistorisches Museum, Viena). El último de los pintores de frescos al óleo de Bolonia al estilo del barroco tardío realizó este cuadro de grandes proporciones sustituyendo la habitual iluminación de luz diamantina que bañaba la desnudez de la Magdalena por un angelito que porta una corona de espinas, mientras la santa lo observa afectada por la gracia divina. El autor consiguió un mayor naturalismo de la escena acentuando la frondosidad del bosque que envuelve las figuras.
La innovación se produjo en la escuela boloñesa gracias a un artista de gran personalidad, Giuseppe Maria Crespi (1664-1747), llamado Lo Spagnolo, la única figura genial que dio la escuela de Bolonia en la última fase de su historia. Liberado de la férula académica de Cignani, prefirió estudiar personalmente las obras de Ludovico Carracci y del Guercino, y, no contentándose con ello, pronto abandonó todo contacto con la tradición académica para enfrentarse directamente con la visión de la vida, y así sus temas basados en escenas contemporáneas y también sus retratos, tienen la profundidad que sólo caracteriza al arte sinceramente sentido. Trató temas tan humanos como el del Mercado de Poggio a Cajano -con toda la complicación que implica reproducir una escena multitudinaria al aire libre-, en el famoso lienzo de los Uffizi, o su serie de los Siete Sacramentos (hoy repartida entre los museos de Dresde y Turín), o escenas de intimidad irónicamente picantes, como La Pulga (también en la misma galería florentina). Su sentido burlesco se manifiesta en los cuadros de género, y en este sentido apunta como precursor de Battista Piazzetta y de Pietro Longhi.
⇨ La tentación de San Antonio Abad, de Alessandro Magnasco (Musée du Louvre, París). La extraña personalidad de este pintor genovés queda patente en esta ambigua escena donde no queda claro si la intención del autor era la de enfatizar el lado místico o el diabólico de la situación. Aunque fue un prolí- fico paisajista, la obra más representativa de Lissandrino, en cuanto a libertad de creación y personal temperamento, es la que corresponde a sus últimos retratos y escenas alegóricas, cuando graves problemas de salud hacían ya casi imposible el manejo de los pinceles. En esta obra quedaron patentes sus demonios internos, contradiciéndose con su fama de pintor vitalista y risueño.
Génova produce en esta época un
pintor tan personal como lo fuera Crespi en su patria. Fue Alessandro Magnasco
(1667-1749), apodado Lissandrino,
pintor extraño, por su técnica y por las raras escenas que pintó. Muy joven se
trasladó a Milán hasta 1737, en que regresó definitivamente a su ciudad natal.
Sus pinturas, por los temas y la atmósfera, han podido ser calificadas, de modo
indistinto, como místicas o como diabólicas, y muy probable es que en ellas se
esconda una intención rebelde, quizás herética. Son por lo común escenas que
sugieren tremendas penitencias: frailes vagando apesadumbrados por sitios
boscosos, o reunidos en estrambóticos cónclaves, en actitudes torturadas. Tales
pinturas han sido consideradas como bizarrie
(al modo de los grabados de Callot), en su intenso y contrastado claroscuro,
realizado con pincelada rápida y nerviosa. La relación entre Magnasco y la
escuela veneciana es nula; sin embargo, su pintura explosiva algo recuerda de
las transformaciones de estilo que entonces tenían lugar en Venecia.
Bérgamo y Brescia, por entonces,
son centros pictóricos activos. Brescia dio a Ceruti, autor de escenas de
género (por lo regular mendigos, lisiados, campesinos pobres) que ofrecen
relación con las bamboccíate,
inspiradas en la ínfima vida popular, cultivadas en Italia desde el siglo XVII
por artistas extranjeros amantes de estos aspectos pintorescos. En cuanto a
Bérgamo, externamente bajo la influencia del arte veneciano, es la patria de un
intenso retratista, Vittore Chislandi, conocido (por haber abrazado el estado
religioso) como Fra Vittore del Galgario
(16551743), y que estudió, ya mayor, la pintura en Venecia con el retratista
Bombelli y se sumó por entero a la escuela veneciana.
Fuente: Historia del Arte.
Editorial Salvat.