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Artistas de la A a la Z

La última época

La entrega y boda de la princesa se celebra en la isla de los Faisanes, en el Bidasoa, en la frontera entre Francia y España.  Diego Velázquez, como Aposentador Mayor, ha de ocuparse del arreglo de la parte española, entre otros menesteres, así como de la preparación de los alojamientos de Felipe IV y sus acompañantes en las etapas del viaje de ida y vuelta. Y al regresar a Madrid le esperan las cuentas de los gastos del viaje. Estas fatigas, asimismo acompañadas de alguna infección, provocan una enfermedad. Palomino escribe: "Comenzó a sentir grandes angustias y fatigas en el estómago y el corazón.", y, al tener noticias de la gravedad del caso, el rey mandó para confortar a su pintor a don Alfonso Pérez de Guzmán el Bueno, arzobispo de Tiro y patriarca de las Indias.

⇦ Busto de Felipe IV de Velázquez (Kunsthistorisches Museum, Viena). De este famoso cuadro existen otras versiones en el Museo del Prado, en Bilbao y en Ginebra, de las cuales se diferencia por el collar del Toisón de Oro, que aquéllas no poseen. La autenticidad de este retrato se basa en que fue el propio rey quien lo envió a Leopoldo Guillermo de Austria. Velázquez captó la blancura rosácea de la tez, el rubio cabello, el aire blando, resignado y digno del monarca, y trató estos rasgos con una técnica casi impresionista, contrastándolos patéticamente sobre el fondo. 



Tras la administración de los Sacramentos y otorgar poderes para testar en su nombre a su amigo el grefier del Alcázar, Gaspar de Fuensalida, Diego Velázquez falleció el día 6 de agosto de 1660, a los 62 años de edad aproximadamente.

Su amante esposa, Juana, hija de Pacheco, sólo le sobrevivió ocho días.

La lección de Velázquez es recogida por los dos grandes pintores con que concluye el Siglo de Oro de la pintura española: Juan Carreña de Miranda y Claudio Coello, que en su Sagrada Forma de El Escorial se alza casi a la altura de su modelo. Quien mejor asimiló la técnica "protoimpresionista" de Velázquez fue su yerno Juan Bautista del Mazo, pero le faltaba la seguridad de dibujo y su composición, cuidadísima: el ruso Alpatov ha demostrado que en la de Las Meninas fue empleada constantemente la "regla de oro" o "divina proporción" del matemático italiano Luca Pacioli. Por eso, los cuadros de Mazo, tan semejantes de factura a los de su suegro, suelen ser menos firmes. Y el mejor, La familia del pintor (hacia 1659; Kunsthistorisches Museum, Viena), permite ver, en su fondo, en un gran aposento iluminado por una gran ventana alta, a Velázquez trabajando en el último retrato de la infanta Margarita.

Príncipe Felipe Próspero de Velázquez (Kunsthistorisches Museum, Viena). Realizado en 1659 cuando el niño, que habría de morir a los cuatro, contaba sólo dos años. Cuelgan del traje numerosos amuletos que no consiguieron conjurar el mal que había de segar su destino. El rostro dulce e inteligente resalta dramáticamente contra el fondo negro de la estancia, en la que sólo el perrillo pone una nota alegre. 

La carrera de Velázquez, ni muy larga ni demasiado abundante en obras (se le atribuyen con certeza poco más de un centenar de cuadros), es trascendental en la historia del arte: puede decirse que desde sus pinturas sevillanas de 1620 a las madrileñas de la década de 1650-1660 recorre una distancia de varios siglos: la que va de Caravaggio a los impresionistas. De los claroscuros entrecortados de aquél pasó a la atmósfera luminosa, vibrante, de éstos, a una luz que inunda sus cuadros y que parece la misma del espacio real. De aquellos bodegones inmóviles pasa a la más atrevida expresión del movimiento en la rueda y manos de Las Hilanderas.

De la pesadez estatuaria pasa a un arte en que todo es visual, con exactitud de pupila. De una técnica espesa y lisa, como la de Pacheco, pasa a la mayor libertad de pincel, a sus "manchas distantes", a su "manera inacabada".

Él basa los valores alegóricos, simbólicos o ejemplares que su época exige a las artes en una ejecución de tan rara sencillez, que hoy puede conducir a errar sobre ellos y creer que no son más que "pintura-pintura", algo que se basta y justifica por su misma existencia artística, sin necesidad de referencias externas.

La familia del pintor de Juan Bautista Mazo (Kunsthistorisches Museum, Viena). Cuadro pintado por el yerno de Velásquez, que fue, además, discípulo del gran maestro y su continuador. Sin embargo, la obra de este artista no alcanza sus niveles de calidad ni en el dibujo ni en la composición. Aquí se puede ver a Velázquez pintando en el fondo de la escena. 

En el fondo, esa facilidad aparente oculta un hondo misterio: y esas transparentes Meninas constituye el cuadro más extraño del mundo. Él baraja, en fin, las categorías de los preceptistas, hace bodegones que son cuadros sacros, retratos que son composiciones, paisajes que son historias ... Él lleva el retrato a un callejón sin salida de perfección técnica y de negación de su propia esencia. Y tanta es la exactitud del dibujo y color que se reconoce al momento lo más importante, esa expresión que Velázquez no se propone acentuar, ese misterio del alma al que no parece asomarse.

Pintor en apariencia fácil, es, como no ignoran los pintores y los estudiosos, el más difícilmente explicable; y de su biografía, burocráticamente establecida sin género de duda, y de su vida tranquila y fácil, de hombre respetuoso, obediente, flemático y "normal", no podría deducirse la exigencia y novedad de un arte que, aparentando respetar temas y fórmulas, se aparta por completo de todo lo anterior.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El Barroco en Italia


Se desconoce aún gran parte del secreto que entraña el origen y proceso de formación del arte barroco; sólo se han conseguido distinguir los signos más destacados de su desarrollo. No sólo se está en una situación de considerable ignorancia acerca de su aparición sino que, hasta hace relativamente pocos años, se aceptaban como definitivos muchos juicios acerca de los hechos y de las personas de aquella época que han tenido que rectificarse por falsos o exagerados.

 Iglesia de Sant'Agnese de Borromini (Piaz-
za Navona, Roma). La cúpula de la iglesia 
se eleva sobre un tambor muy alto y domi-
na la puerta principal que da a la Piazza Na-
vona, donde estaba el antiguo circo de Do-
miciano.

Se daba por supuesto, por ejemplo, que aquélla fue una época frívola y decadente, casi inmoral en lo que respecta a la vida religiosa, y sin embargo fue la época en que vivió San Felipe Neri, y la época en que vivió Pascal. Pero, además, el período del arte barroco fue aquel en que floreció, por ejemplo, el gran arte pictórico español, que ciertamente nada tiene de frívolo. Y con todo, no siempre resulta posible defender al período barroco de la inculpación de ciertos abusos, que le dan un aspecto que raya, a veces, en lo irrazonable.
Por otra parte, apenas se ha podido situar cuándo empezó el estilo del barroquismo, es decir, cuál es la frontera entre el Renacimiento y el Barroco, y ni tan sólo es posible decir con exactitud qué significa la palabra barroco. Unos han pretendido hacerla derivar de la voz griega baros, que significa “pesadez”, como en una alusión a la excesiva cargazón artística; otros han querido ver en ella una derivación de la voz latina verruca, “verruga”; otros, por último, la hacen derivar, con mayor verosimilitud y propiedad, de una palabra portuguesa con que se designaba en aquella época las perlas gruesas y de forma irregular empleadas en la confección de ciertas joyas fastuosas.


Iglesia de Sant'lvo a la Sapienza de Borromini, en Roma. El interior de la cúpula sigue la forma de estrella de seis puntas de la 
planta, abriéndose una gran ventana en la base de cada segmento. La tendencia vertical es muy acusada y las formas contrastantes se van resolviendo hasta terminar en la linterna circular decorada con doce estrellas. 

Por otra parte, no resulta todavía completamente claro si el estilo barroco tuvo su origen en Roma; pero sí es indudable que los artistas barrocos realizaron en la Ciudad Eterna sus mayores proezas.


El término barroco fue creado y aplicado por los tratadistas neoclásicos del siglo XVIII, como sinónimo de “extravagante y ridículo”, para designar el arte del siglo XVII. Pero un siglo más tarde, en 1888, el gran historiador del arte Heinrich Wölfflin en su obra Renacimiento y barroco le confería su actual significado y alcance histórico, como el arte que sucede al Renacimiento y se opone a él.

Con el Barroco, las iglesias, destinadas a la pedagogía de las masas, dejaron de ser edificios propicios al pensamiento abstracto o a la contemplación, y se convirtieron en vastas salas sin columnas, homogéneas, destinadas a la predicación y a la oración en común.

La reflexión sobre la creación de espacios interiores originales, y su articulación con fachadas que cumpliesen la doble finalidad de sugestión y prestigio, hacen del período barroco uno de los más fecundos e interesantes de la historia de la arquitectura.

Escalera de la Biblioteca Laurenziana de Miguel Ángel (Monasterio de San Lorenzo, Florencia). La monumental escalera fue diseñada por Miguel Ángel para dar mayor importancia a la pequeña entrada de la también llamada Biblioteca Medicea-Laurenziana, y completada por Bartolomeo Ammannati. Aquí se muestra un detalle manierista que adorna ambos lados de la escalera.

El mismo Heinrich Wölfflin, en su gran obra de madurez Principios fundamentales de historia del arte (1915), hizo la descripción precisa de las características del Barroco.

“Mientras el espacio renacentista es reducible a la superficie, el espacio barroco se desarrolla en profundidad; de ahí su dinamismo, que obliga a la mirada a avanzar y a retroceder, temiendo siempre dejar escapar la forma; de ahí la insistencia barroca en las líneas oblicuas y curvas y en las superficies alabeadas que destruyen la cuadrícula renacentista de horizontales y verticales; de ahí los retorcimientos y los movimientos impetuosos, la utilización de los efectos luminosos y la disolución de contornos en la penumbra. El resultado es que la contemplación lúcida se hace imposible, todo queda sometido a la inquietud de la emoción y del deseo”.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Palacios y villas

El Barroco es el arte del siglo XVII. En un principio, apenas se manifiesta en el exterior de las fachadas; sus libertades comienzan en la decoración, sobre todo en los interiores, como se puede ver en iglesias como la de Il Gesù y Sant’Andrea del Valle, de la última mitad del siglo XVI. Por lo demás, el barroco fue siempre un arte de escultores; fueron escultores los que, trabajando como arquitectos, hicieron barrocos los edificios. En los palacios particulares ocurrió lo mismo. Véase, por ejemplo, la fachada del Palacio Borghese, en el Quirinal; sólo el que esté bien iniciado notará en ella síntomas de Barroco; la ordenación geométrica parece a primera vista proyectada por un Sangallo o un Rafael. Tan sólo ciertos detalles de la cornisa, el balcón y el escudo delatan a su autor, Flaminio Ponzio, poco respetuoso con la estética clásica. El Barroco está ya en su interior, en las fuentes con sus frontones curvilíneos, guirnaldas y cariátides.

Fachada del Palazzo del Quintinale de Cario Maderno (Roma). La entrada principal está flanqueada por la estatua de San Pedro, realizada por Stefano Maderno y la de San Pablo esculpida por Guillaume Berthelot.

Y las fortunas cambian de manos. A los Colonna, Orsini y Farnesio, suceden los Borghese, Doria, Pamphili y Barberini. Estos son los linajes de los papas del tiempo barroco. Por esto el palacio Borghese y el Barberini, así como el Doria-Pamphili, son las grandes mansiones de esta época.

Camilo Borghese ascendió al pontificado con el nombre de Paulo V en 1607. Durante los dieciséis años de su pontificado se afianzó en Roma el dominio de uno de los grandes mecenas de la época, su sobrino Scipione, que fue elevado al cardenalato. Scipione fue quien ordenó construir el magnífico Palacio Borghese en el Quirinal, ya citado, y la exquisita Villa Borghese, en las afueras de Roma, por la parte de la Puerta del Popólo, obra del flamenco Jan van Santen, cuyo nombre italianizado se convirtió en Giovanni Vansanzio. Todavía hoy esta villa es una de las glorias de Roma, con el encanto y pompa de su época.


Villa Doria-Pamphili de Alessandro Algardi, en los alrededores de Roma. Éste es un ejemplo de mansión edificada en la campiña romana. Algardi, arquitecto y escultor del siglo XVII, se inspiró probablemente en la Villa Médicis y, si bien la decoración en estuco es clásica, adopta aquí un ritmo suelto y de extrema libertad. Los valores verticales se ponen de relieve y las esquinas sesgadas suavizan la transición de planos como si presintieran las ininterrumpidas sucesiones de curvas, las deliciosas licencias del Barroco "capriccioso, bizarro, stravagante". 

Consiste esencialmente en un palacio, en el centro de cuya fachada se abre un pórtico clásico, sobre el que se levantan dos pisos barrocos, el principal con ventanas de frontones interrumpidos. A los lados, avanzan dos cuerpos salientes. Todas las formas son ligeras y quieren dar una sensación de alegría y ausencia de gravedad, con algo de escenografía. Detrás del casino, o pabellón que sirve de museo y habitación, había un jardín cerrado –hortus condusus– y campos de labranza que hacían gala de su verdor natural para que la villa pudiera contrastar su bucólica sencillez con las avenidas y parques de la parte delantera.


Dibujo de la Planta del Palacio Barberini de Maderno,
Borromini y Bernini, en Roma.
Este mismo contraste se encuentra en la Villa Doria-Pamphili, en el Janículo, la segunda de Roma en extensión, superada sólo por la Villa Borghese. Después de sus puertas monumentales hay un extenso parque urbanizado con avenidas. Más adelante se encuentra la villa propiamente dicha, toda ella una deliciosa reminiscencia palladiana, con su jardín privado, y más allá la campiña romana. Los Pamphili, a quienes pertenecía la villa, lo mismo que el arquitecto Alessandro Algardi, que la había proyectado, tenían suficiente buen gusto como para conocer que el maravilloso paisaje de Roma es el más bello adorno que podían desear para su tranquila residencia rural. El arquitecto y escultor Alessandro Algardi se vio beneficiado por el acceso al solio pontificio en 1644 de Inocencio X, jefe de los Pamphili, que sustituyó a Urbano VIII, miembro de la familia rival de los Barberini. Bernini, que durante tantos años fue el arquitecto de estos últimos, fue destituido por Inocencio X, que encargó las obras en proyecto a Algardi y al Borromini.

Como los arquitectos barrocos poseían especial instinto para estimar las condiciones del terreno destinado a estos parques privados, cada villa de Roma tiene fisonomía propia. Y otra villa del último período del Barroco es la del cardenal Albani, famosa igualmente por sus colecciones de mármoles antiguos. Asimismo, muchas de las villas de Frascati, el pueblo más inmediato a Roma, en los montes Albanos, son también barrocas.

El Palacio Barberini, en Roma, no es tan grande como el Borghese, pero su aspecto señorial está lleno de atractivos; le precede un jardín con una verja magnífica. Es la obra de los grandes maestros romanos del arte barroco: Maderno, Borromini y Bernini trabajaron en él sucesivamente. 

Villa Borghese, de Jan van Santen, en los alrededores de Roma. El arquitecto flamenco, llamado en Italia Giovanni Vansanzio, realizó esta soberbia mansión, que está rodeada de un gran parque cuya verja de entrada no conduce directamente al edificio: el artificio barroco exigía que la casa no pudiera adivinarse desde el exterior de a finca. La fachada se abre al paisaje mediante un pórtico flanqueado por dos cuerpos salientes, cuya austeridad representa la sobriedad clasicista frente a los excesos de Bernini. La ruptura con el palacio renacentista introvertido se ha consumado: ahora la mansión se volcará hacia el exterior.

Las obras fueron encargadas por Taddeo Barberini, sobrino de Urbano VIII, a Carlo Maderno. La planta se compone de un cuerpo central, profundamente abierto al exterior (realizado más tarde por Bernini), y dos alas que avanzan a ambos lados. El cuerpo central realizado por Bernini consta de un solemne pórtico con molduras dóricas sobre el que se alzan dos loggíe, la primera con pilastras jónicas, y la segunda corintias. Los arcos de este último piso producen un efecto óptico de perspectiva en profundidad gracias a estar construidos por dos arcos concéntricos, alzados sobre las dos bases de un trapecio simétrico, y unidos por planos inclinados respecto al de la fachada y por un tronco de cono.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Los grandes arquitectos italianos del Barroco

El gran período barroco, el que produjo las obras arquitectónicas más admirables, aproximadamente entre 1625 y 1675, está dominado por los nombres de tres grandes arquitectos. Pietro da Cortonaa (1596-1669) llegó a Roma, procedente de Florencia, hacia el año 1612. Bernini (1598-1680) era hijo de un escultor florentino instalado en Nápoles. El mismo fue, además de arquitecto, el mejor escultor de su tiempo y un pintor importante. Borromini (1599-1667) llegó a la capital pontificia procedente de Lombardía, hacia 1614, para trabajar bajo la dirección de su tío Carlo Maderno y, hacia 1634, inició su obra independiente como arquitecto.

Palacio Barberini de Maderno, Borromini y Bernini, en Roma. Fue encargado por Taddeo Barberini, sobrino de Urbano VIII, a Cario Maderno quien diseñó la planta. Sin embargo, fue Gian Lorenzo Bernini quien levantó este cuerpo central, ágil y abierto, con los tres órdenes superpuestos y con la atrevida exageración en la perspectiva de los arcos concéntricos que coronan las ventanas del piso superior. Siguiendo a Palladio, la mansión señorial se concibe fundamentalmente integrada en un paisaje, porque el hombre ha iniciado una sofisticada búsqueda de la naturaleza.  


Iglesia de los Santos Luca e Martina de Pietro da Cortona, en Roma. Erigida sobre la cripta paleocristiana de la santa, se caracteriza por la abundancia de columnas, el uso poco convencional de motivos ornamentales y los hábiles juegos de luz y sombra de sus superficies curvadas, elementos propios del Barroco. La composición vertical lleva la vista hacia la cúpula en un casi obligado movimiento ascensional.   


Pietro da Cortona remodeló la iglesia de los Santos Luca e Martina y construyó su fachada alrededor del año 1630. Esta fachada tiene una forma saliente, convexa, siguiendo un segmento de elipse, que permite establecer una relación con la cúpula, cosa que no hubiese sido posible con una fachada plana como las renacentistas. Hay que tener en cuenta que la relación fachada-cúpula es fundamental en esta época que considera la cúpula como un elemento casi indispensable en un edificio religioso, porque representa el cielo sobre el lugar del culto.



⇦ Dibujo de la Planta de la iglesia de Sant'Andrea al Quirinale de Bernini, en Roma.



La curvatura elíptica de esta fachada armoniza maravillosamente con la cúpula, y para relacionar ambas aún más estrechamente, Pietro da Cortona colocó en el centro de su parte alta un pequeñísimo tímpano curvo con un trofeo decorativo que indica exactamente el lugar por donde pasa el eje que une la linterna, la cúpula y el centro de la fachada convexa. El mismo arquitecto se enfrentó con un problema absolutamente distinto al construir en 1656 la fachada de Santa María della Pace y urbanizar la pequeña plaza en la que se encuentra y las calles que confluyen a ella. Se trataba de la iglesia de la nobleza romana y era necesario cuidar con sumo interés todos los efectos visuales del conjunto urbanístico.

Para ello, Pietro da Cortona dispuso una fachada con dos alas suavemente cóncavas que hacen resaltar vivamente el organismo plástico central; éste está constituido, en su parte baja, por un pronaos curvo inspirado en el tema desarrollado por Bramante en San Pietro in Montorio, sólo que aquí las columnas están pareadas, de tal forma que crean una alternancia de intervalos anchos y estrechos. El conjunto de la fachada y la plaza produce un fantástico efecto escenográfico con su juego de líneas y superficies curvas moviéndose en el espacio.


Es curioso que estas iglesias, como la mayoría de los más hermosos templos barrocos romanos, sean edificios relativamente pequeños. Uno de los más pequeños es la obra maestra de Bernini: Sant’Andrea al Quirinale, cuyo interior elíptico sorprende, puesto que el eje menor de la elipse corresponde a la orientación puerta-altar mayor, resultando así una elipse extendida en el sentido de la anchura de la iglesia. La fachada, de 1658, hace pensar que Bernini la trazó recordando Santa Maria della Pace, que Pietro da Cortona había realizado años antes: en el centro de un muro cóncavo en forma de media elipse (que hace de contrapunto al óvalo convexo del edificio) está situado un pórtico de extraordinaria fuerza plástica. Esencialmente consiste en un pequeño pronaos semicircular, sostenido por dos columnas, situado bajo un profundo arco flanqueado por pilastras planas y coronado por un monumental frontón triangular.


Iglesia de Santa Maria della Pace de Pietro da Cortona, en Roma. El arquitecto recibió el encargo de convertir la modesta fachada de esta iglesia, en la soberbia composición que puede contemplarse en la actualidad. Dispuso un pórtico semicircular en la planta baja del angosto espacio y en la parte superior desarrolló el motivo de una fachada convexa. Para dar más amplitud al conjunto añadió dos alas, algo más bajas que el bloque principal, a modo de marco cóncavo que pone de relieve la contraposición de curvas. El efecto óptico total y la indivisible unidad entre las partes y el todo, son originalísimos.




Finalmente, hay que hacer referencia a los templos de Borromini, todos característicos por su extremada tensión formal y por su originalidad que los aleja de toda herencia clásica o humanista. Por ello su autor fue denunciado por sus contemporáneos como el colmo de la extravagancia. El hecho mismo de que Borromini se suicidase por creer que no llegaba a alcanzar los valores espirituales que quería expresar por medio de la arquitectura, es una prueba más del clima inquieto y angustiado de toda su creación.



⇨ Borromini: Planta de la iglesia de San Cario alle Quattro Fontane de Borromini, Roma (1638-1641). 




El interior de la pequeña iglesia de San Cario alle Quattro Fontane fue su primera obra (1638-1641) y su fachada (1665-1667) fue la última. La planta de este maravilloso edificio, que los romanos llaman cariñosamente San Carlino, es de lo más intrincada. Se basa en un óvalo, sobre el que se alza un espacio complicado, de gran dramatismo, coronado por una extraña cúpula elíptica. La fachada alterna los sectores cóncavos y los convexos, insertando pequeñas aberturas, flanqueadas por pequeñas columnas, dentro de espacios más amplios, flanqueados por columnas grandes.

Entre 1653 y 1657, Borromini tomó la dirección de las obras de Santa Inés o Sant’Agnese, en la Piazza Navona de Roma, cuyo interior ya había sido iniciado por los Rainaldi. La fachada que añadió Borromini presenta una graciosa disposición, con una zona central curvada y entrante, y dos cuerpos laterales salientes que avanzan sirviendo de base a los elegantes campaniles. En el centro de la fachada se levanta una cúpula sobre un alto tambor, situada sobre el plano frontal del edificio, gravitando inmediatamente sobre la puerta y no sobre el centro del espacio interior, como hasta entonces habían venido haciendo todos los arquitectos.

La continua búsqueda de formas originales del Borromini ya lo había llevado en 1642 a la utilización de paramentos curvos en la fachada del Oratorio de los Filipenses. La misma independencia creadora lo hizo lanzarse en la fachada occidental del Palacio de Propaganda Fide (1662) a combinar unos elementos macizos con otros filiformes, pilastras colosales y delicadas columnitas, flores, guirnaldas y palmas, y clásicas formas arquitectónicas.


Iglesia de Sant' Andrea de Bernini, en Roma. Como la mayoría de las iglesias barrocas romanas, tiene reducidísimas dimensiones. La planta elíptica distribuye las capillas con ritmo hexagonal y un laborioso ir y venir de curvas, apenas perceptibles en la media oscuridad, que convierten la iglesia en un lugar de exaltación del misterio religioso. En la fachada, la severidad rectilínea de las pilastras se contrapone al pórtico semicircular, integrado al edificio con un entablamiento continuo. La tensión entre líneas rectas, cóncavas y convexas crea un fantástico dinamismo.

Oratorio de los Filipenses de Borromini, en Roma. Fue concebido como un sólido bloque que reúne tres edificios anteriores, a la vez que se integra inteligentemente en las estructuras vecinas. La fachada cóncava sugiere el tema de los brazos abiertos de la Iglesia que acogen a los fieles. Los efectos de claroscuro dividen la fachada en recuadros y aligeran con el movimiento de luces la tensa masa de una superficie que ha de cubrir a la vez la capilla y las dependencias monásticas de los Filipenses. 


Iglesia de Sant'Agnese de Borromini (Piazza Navana, Roma). Fue el último encargo de Inocencia X a este arquitecto. La compleja historia de su construcción, modificada arbitrariamente a la muerte del pontífice, habría de influir bastante en la grave crisis personal de Borromini. A pesar de que los campanarios se situaron mucho más  alejados de lo previsto, de que la linterna se redujo y se simplificaron múltiples detalles ornamentales, la obra tiene enorme interés. Aquí, Borromini parte de la tradicional subdivisión horizontal, pero consigue una increíble sensación de expansión vert1cal hacia el cielo.

Al siglo XVII pertenecen también las últimas obras de terminación y decoración de la basílica de San Pedro del Vaticano, que acabaron de darle el aspecto actual. El arquitecto que concluyó su interior fue Maderno, quien trazó también el proyecto de fachada. Bernini, que había construido en San Pedro unos campanarios barrocos -que sólo es posible apreciar por dibujos, pues se desplomaron- hizo también, entre otros elementos la Scala Regia, infinidad de estatuas para adornar el interior, el gran altar de bronce, con el gigantesco baldaquino, tan criticado, de 29 metros de altura, en el que se pasó ocho años trabajando.


Para levantar este gigantesco baldaquino, Urbano VIII Barberini mandó fundir el techo del pronaos del Panteón romano, que todavía se conservaba intacto. Del bronce recogido, sobró el suficiente, después de construidas las cuatro colosales columnas salomónicas, para fundir 80 cañones destinados al castillo pontificio de Sant’Angelo. El gigantesco baldaquino fue inaugurado el día de San Pedro del año 1633. El San Pedro de Maderno y de Bernini es el que se puede contemplar hoy, y el que ve todo el mundo en la inspección superficial que procura una rápida visita.


Sin un profundo análisis crítico, el visitante nada ve de la iglesia de Bramante y Miguel Ángel, sino de los escultores y decoradores barrocos, y hay que reconocer que éstos lograron un efecto de magnificencia no superado en ningún otro edificio moderno. De esta época es también la urbanización exterior de la Plaza de San Pedro, proyectada por Bernini, y realizada bajo su dirección entre 1656 y 1663, uno de los conjuntos monumentales más acertados del mundo.


Baldaquino de Bernini (basílica de San Pedro, Roma). El artista realizó esta famosa pieza de bronce entre 1624 y 1633, momento que marca el comienzo de la carrera de arquitecto del hasta entonces genial escultor. La retorcida silueta de las columnas, que levantan la cúspide a 29 m de altura, se perfila contra la arquitectura del templo y crea una serie de conexiones visuales, una organización espacial armónica regida por las leyes de la perspectiva, de un efectismo totalmente teatral. 

La plaza forma un espacio abierto, elíptico, o más bien, circular prolongado, porque está formado por dos arcos de círculo cuyos centros están separados por un espacio de 50 metros. En medio de la plaza se levanta el antiguo obelisco egipcio del circo de Nerón, consagrado de nuevo por los Pontífices a la Majestad divina; a cada lado, dos fuentes proyectan sus hermosos penachos de agua con los que juega el viento. Un pórtico amplísimo, la famosa Columnata de Bernini, formada por cuatro hileras de columnas toscanas, rodea el vasto perímetro; en el fondo se levanta la fachada de la basílica; al otro extremo, que también debía estar cerrado, Bernini había proyectado un cuerpo monumental de columnas que se presentara simétrico a la fachada y diera ingreso a la gran plaza. Así se ve la perspectiva en las medallas y dibujos que fingen terminada la construcción de la plaza.


Plaza de San Pedro del Vaticano de Bernini, en Roma. Tanto la urbanización de la plaza como la soberbia columnata es obra de este arquitecto, que la inició en 1656. La concepción es sencilla y original: un enorme óvalo se rodea de una serie de columnas exentas coronadas por un entablamento recto. El mismo Bernini la comparó "a los brazos de la Iglesia que acogen a todos los católicos para reforzar su fe". De San Petersburgo a Greenwich, la fórmula de Bernini ha sido repetida con gran frecuencia. 

No sólo los alrededores de San Pedro, sino toda Roma, fueron urbanizados por los arquitectos y escultores barrocos. La Roma actual es la de los cardenales y papas de los tiempos del Barroco; cada príncipe de la Iglesia urbanizó los alrededores de su palacio con vías nuevas, plazas y fuentes. El conjunto de las tres grandes vías que, arrancando de la Piazza del Popólo, conducen al campo Marcio, al Capitolio y al Quirinal, es obra del siglo XVII. 

De esta época es también el conjunto monumental de la Piazza di Spagna, con su fuente llamada de la Barca, situada en el centro, y su escalera de rampas barrocas, coronada por el obelisco antiguo que domina toda la ciudad.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Los orígenes

Hasta hace poco se supuso que el Barroco era una creación de los espíritus del siglo XVII; se señalaba a Bernini y a Borromini como padres del Barroco en Italia, cuando en realidad no fueron más que sus propagadores. Se empiezan a notar indicios del Barroco a principios del siglo XVI, y hasta se ha llegado a hacer a Miguel Ángel casi responsable de la novedad.


⇦ Bajorrelieve de la Asunción de la basílica de Santa María la Mayor, en Roma, obra de G. L. Bernini.



Si el Barroco es una acumulación y desnaturalización de las formas, no cabe negar que Miguel Ángel y sus discípulos empezaron ya a formular esta corriente, que Bernini y Borromini proseguirían. Miguel Ángel en el proyecto de la fachada de San Lorenzo, de Florencia y en la escalera de la Biblioteca Laurenciana, de la misma ciudad, contiene las formas mixtilíneas y los principios del Barroco; algunos de sus adornos, máscaras, cartelas y medallones son de un gusto que se anticipa al del siglo XVII.

Lo mismo podría decirse de sus discípulos: el basamento esculpido, de adornos muy complicados, del Perseo de Benvenuto Cellini. Otro discípulo inmediato a Miguel Ángel, Giacomo della Porta, es el autor de la fachada de la iglesia de Il Gesú o de los jesuitas, en Roma, que ha sido considerada como el punto inicial del arte barroco en arquitectura. Allí aparecen ya los frontones superpuestos y los medallones retorcidos, y como el estilo barroco fue adoptado, de un modo general, por los jesuitas, en las iglesias edificadas por la Compañía, ha sido tenida como la primera obra propiamente barroca.

Pronto aparece Algardi, a fines del siglo XVI, con su capilla del Quirinal, que exhibe adornos del todo barrocos; Pietro Bernini, a quien se tiene por maestro de su hijo Lorenzo, y todos los arquitectos y escultores que formaron parte de la generación intermedia entre Miguel Ángel y los grandes maestros del Barroco.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat. 


La pintura

Los pintores italianos más reputados de fines del siglo XVI no eran romanos ni florentinos, sino boloñeses. En Florencia, la personalidad pictórica de más relieve a finales del siglo XVI y comienzos del XVII es Cristofano Allori (1577-1621), autor de la Judith de la Galería Pitti; una Magdalena; varios retratos, igualmente en la Galería Pitti, y un tema místico, La Sagrada Familia con el cardenal Fernando de Médicis, en el Prado; todos ellos demuestran su sentido poético, aristocrático y delicado, expresado con tonos cálidos y pastosos.


⇨ Judith de Cristofano Allori (Palacio Pitti, Florencia). Considerada una de sus principales obras, resulta un lienzo impresionante por su colorido y expresión soberbios, que más tarde imitaría Rubens. Esta manera de ver e interpretar hace pensar en las obras más nobles de Tiziano. Según la tradición, la Mazzafirra, cortesana florentina, posó para la figura de la heroína hebrea, que sostiene, con gesto triunfal, la cabeza cortada de Holofernes.  



Pero los más característicos artistas de este período son los Carracci, que fundaron en Bolonia su Academia. Su método fue adoptar, de cada uno de los grandes artistas que les habían precedido, una de sus cualidades. Éste era el camino que llevaba más directamente a la fijación del amaneramiento y la rutina. Con todo, si fueron culpables en cuanto al sistema, ellos y su escuela produjeron obras sumamente interesantes. Además, su tentativa de hacer arte de modo artificial, como un producto de laboratorio, es tan curiosa, que merece ser comentada. El primero de los Carracci, Ludovico (1555-1619), pasó a estudiar a Venecia en la escuela de Tintoretto, en la cual manifestó poca disposición. Llegó a realizar alguna obra mediana, pero comprendiendo que el dibujo sería siempre su punto débil, logró persuadir a dos primos suyos, Agostino (1557-1602) y Annibale (1560-1609) a que se dedicaran también a la pintura. El plan concebido por Ludovico era el de que sus primos aprendieran en otras escuelas para trabajar todos juntos después.

No hay que decir que la Academia de los Carracci -titulada de los Bien Encaminados- estaba provista de numerosas copias de las grandes obras de todas las escuelas. De los tres Carracci, el más dotado de temperamento artístico es Agostino, autor de una obra realmente inspirada: la Confesión de San Jerónimo. Ludovico nunca dejó su escuela de Bolonia. Annibale y Agostino fueron a Roma en 1595 para pintar la galería del Palacio Farnesio. Los temas de la mitología griega se expresan aquí a través de la hirviente fantasía barroca. Agostino y Annibale Carracci eran realmente “hombres nuevos”, de un modo absoluto lejanos a la lucidez helada de los manieristas. El eclecticismo de los Carracci produjo, pues, algún resultado positivo.



La Sagrada Familia con el cardenal Fernando de Médicis de Cristofano Allori (Museo del Prado, Madrid). El colorista florentino más relevante de fines del siglo XVI y comienzos del XVII discípulo de Ludovico Cardi de Cigoli, es el autor de esta obra de delicada y poética composición, expresada con tonos cálidos y pastosos.  

A los Carracci se les debe el dibujo académico. Dibujando el modelo vivo creían encontrar inspiración para creaciones verdaderamente artísticas, y, por este método, durante siglos los aprendices de pintor, y aun los maestros pintores, llenaron papeles de fastidiosas academias, obtenidas de modelos vivos profesionales

El mejor discípulo de los Carracci fue Guido Reni (1575-1642), también bolonés. A la edad de veinte años entró en la Academia y fue pronto el preferido de Ludovico. En cambio Annibale comprendió en seguida que aquel muchacho “sabía ya demasiado”. Guido Reni, al notar falta de afecto en sus maestros, dejó la Academia de los Bien Encaminados y se marchó a Roma para trabajar por su cuenta. Allí pintó su única obra universalmente admirada; es un gran fresco en el casino del jardín del palacio Rospigliosi. Representa el Carro de Apolo, rodeado de las Musas y precedido por la Aurora. Es una composición de gran frescura y espontaneidad. Puede observarse en ella sobre todo, un admirable vigor juvenil que resplandece en las figuras.


Triunfo de Baco y Ariadna de Annibale y Agostino Carracci (Palacio Farnesio, Roma). Fresco pintado por los hermanos Carracci, de los cuales Agostino fue el más fecundo y hábil. Una de sus cualidades es el sentimiento del paisaje, inspirado por la escuela veneciana, en especial por Tiziano. El tema mitológico está narrado con fogosa fantasía barroca, con un espíritu nuevo, plenamente alejado de la fría lucidez de los manieristas.  

Otro discípulo de los Carracci es el tierno Domenico Zampieri, Domenichino (1581-1641), alma delicada, temperamento rafaelesco. Su vida fue un continuo tormento. En la academia de los Carracci se burlaban de su mansedumbre. En Roma no encontró más que envidias y críticas injustas. La lucha continuó en Nápoles, adonde se trasladó para pintar la capilla del Tesoro: el pobre Domenichino fue perseguido sin piedad por la camorra de los pintores napolitanos, y murió acaso envenenado por sus enemigos.


El Carro de Apolo, rodeado de las Musas y precedido por la Aurora, de Guido Reni (15751642), discípulo de los Carracci. Pintado al fresco en la bóveda del casino del jardín del Palacio Rospigliosi de Roma, es una obra de gran frescura y espontaneidad. 

Contra el criterio metódico y académico de los Carracci en Bolonia, se alzó en la pintura barroca italiana de fines del siglo XVI y comienzos del XVII el arte de un pintor prodigiosamente dotado: Michelangelo Merisi (o Amerighi), llamado Caravaggio, del nombre del pueblecito cercano a Bergamo donde vino a nacer, figura genial de la pintura barroca italiana.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Fuentes barrocas de Roma

Las fuentes barrocas de Roma son uno de sus principales adornos. Por varios antiguos acueductos continuaban fluyendo torrentes al interior de la ciudad, que tenía mucha más agua de la que necesitaba la Roma de aquel tiempo, menos populosa que la antigua Roma de los Césares.

Fontana di Trevi de Nicola Salvi, en Roma El escultor recreó, casi un siglo después, los hallazgos de Bernini. La tentación de lo rústico y la transparencia verde del agua sirven de pedestal a una fachada clásica. Con ello se consiguen los efectos escenográficos que hacen de Roma la ciudad barroca por antonomasia.  

De estos sobrantes de fluido se aprovecharon los arquitectos de los siglos XVI y XVII para embellecer a Roma con fuentes que son todavía hoy su mejor ornato y que fueron imitadas por todo el mundo. Las dos fuentes más copiadas son la de Trevi, así llamada porque la alimenta el caudal del acueducto que viene de Trevi, y la Acqua Paola, por la que fluye incesantemente el agua sobrante del lago Braciano, conducida a Roma por el papa Paulo III.


En la citada Fontana di Trevi, obra de Salvi y Pannini terminada en el siglo XVIII, se aprecia la graciosa afectación de rusticidad que es tan característica del Barroco; se han querido imitar en ella las rocas naturales, por las que el agua cae perennemente como en el lecho de los ríos. En cambio, al fondo hay una fachada de palacio llena de líneas clásicas, con columnas y esculturas, como si el encanto de las ninfas y la frescura de un arroyo rupestre hubieran querido trasladarse al interior de la populosa ciudad.

Fuente de los cuatro ríos de Bernini, en Roma. Detalle de la fuente realizada entre 1648 y 1651 por el más grande escultor de la Italia barroca; se trata de una de tantas fontane rusticche que combina la tosquedad de la roca con la esbeltez del obelisco egipcio que la corona y con cuatro figuras alegóricas que representan los ríos más importantes del mundo.

Otra de las fuentes famosas de Roma es la llamada de los Cuatro Ríos, realizada entre 1648 y 1651 por Bernini y sus discípulos, en la Piazza Navona. También aquí existe la misma mezcla de afectada rusticidad y arquitectura: el basamento es una especie de roca, tallada en sus formas naturales, con plantas y musgos de piedra esculpidos también hábilmente. Descansan sobre esta roca cuatro figuras alegóricas de los más grandes ríos del mundo; el agua brota por las venas de la piedra, gotea sin cesar por todas las rendijas, y encima de ella se levanta un antiguo obelisco egipcio, con su forma geométrica. Otras veces las fuentes son simplemente escultóricas, como el bellisimo conjunto de la llamada de las Tortugas, en la cual varios efebos de bronce se hallan graciosamente combinados con pilas de mármoles de color. En la nunca bastante ponderada fuente del Tritón, también de Bernini, aparece montado sobre una concha de piedra un musculoso tritón, provisto de un cuerno marino y lanzando a lo alto un chorro de agua que se pulveriza al soplo del viento.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La difusión del Barroco en Italia

La iglesia de Santa María della Salute (Vene-
cia), comenzada por Baldassare Longhena en 
1631, es un tempio votivo cuya construcción 
fue decidida por la Serenísima República con 
motivo de la epidemia de 1630. Venecia no se-
ría tal sin la pintoresca silueta de esta iglesia, 
que domina la entrada del Gran Canal. El arco 
triunfal de la puerta, enmarcado por columnas 
y hornacinas como en el Teatro de Vicenza, de 
Palladio, y las grandes volutas de mármol que 
contrarrestan el empuje de la cúpula caracteri-
zan su exterior majestuoso.
En el reino de Nápoles y Sicilia el barroco fue aceptado con entusiasmo. En Florencia se concluye el palacio Pitti con techos barrocos. En Venecia se levanta la graciosa cúpula de la iglesia de Santa María della Salute, de Baldassare Longhena. Milán tiene también muchos edificios de este estilo, y Turín es casi exclusivamente una ciudad barroca, por haber coincidido con el apogeo de este gusto artístico el siglo de oro de la casa de Saboya y la presencia del monje teatino Guarino Guarini (1624-1683), formado en Roma, donde estudió sobre todo los edificios del Borromini, pero superando su complejidad. San Lorenzo tiene una planta borrominesca obtenida por la combinación de un cuadrado y un octógono superpuestos.

Esta iglesia está cubierta por dos cúpulas. La primera, sobre el cuerpo del templo, se inspira en una estructura típica de la arquitectura islámica española: tres pares de arcos se intersecan formando una estrella de ocho puntas y dejando un hoyo octogonal central, esto es: una estructura abierta hacia la luz que viene de lo alto de la linterna y que es refractada por estos elementos. Simultáneamente el padre Guarini realizó la cúpula de la Capilla della Santa Sindone (o Santo Sudario), en la catedral de Turín.


En el palacio Carignano, Guarini repite la planta abierta en forma de H, que Bernini había utilizado en el palacio Barberini de Roma, pero crea una fachada originalísima al utilizar en ella exclusivamente ladrillo y darle una forma alabeada que parece lograda utilizando no ladrillo sino un material plástico.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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