El monumento funerario es el
marco más adecuado para reflejar el espíritu elegiaco neoclasicista, heredado
del siglo anterior. En aquellos momentos están ocupados por figuras recubiertas
a menudo de vestimentas alusivas a la Antigüedad, intensificando con ello la
voluntad de reflejar la grandeza heroica de la política patriótica del momento.
Muchas deudas tendrán con la escultura arcaica griega y la antigua escultura
romana.
Si el hombre del Ancien Régime había de garantizar su
salvación eterna fundando un servicio a los demás, al hombre del siglo XIX le
preocupa sobre todo que su recuerdo se perpetúe; de ahí la proliferación
también en el Romanticismo de numerosos monumentos funerarios.
En ellos se resaltan las virtudes
del difunto.
En las dos primeras décadas son
más numerosas las escenas de lamentación, pero, poco a poco, hacia 1840, van
ganando terreno las figuras yacentes o los relieves donde se hace hincapié en
el concepto de separación. Generalmente, el superviviente se recoge ante la
tumba del fallecido. Estos relieves deben mucho a la antigüedad; Houdon y Canova fueron los artistas que más contribuyeron a su difusión.
En general, pues, la escultura
funeraria del siglo XIX se orienta hacia la exaltación del difunto o la defensa
de una causa. En la vertiente más naturalista es en la que se encuentra un
mayor interés por el preciosismo que por la monumentalidad, siendo un caso
particular la obra de Dalou conocida como Triunfo
de la República (1879-1899). El Genio de la Libertad viene acompañado por
la Alegoría de la Justicia a la derecha y a la izquierda por el Trabajo, siendo
seguido por la Fecundidad.
Fuente: Historia del Arte.
Editorial Salvat.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario.