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La disolución del clasisimo en la escultura


La prueba más convincente de que los escultores romanos del siglo IV se planteaban objetivos absolutamente nuevos son los retratos. Son varias las imágenes de los últimos emperadores, que transmiten verdadero valor espiritual. La personalidad de cada uno se ha expresado acaso con más intensidad que en los retratos de los Césares, Flavios y Antoninos. Uno de ellos, descubierto en los alrededores del Lateranence, tiene el cuerpo rígido como una coraza de bronce; resulta algo cómico su gesto de imperator, pero la cabeza de aquel hombre rudo es harto viva, pues ilustra maravillosamente uno de los últimos capítulos de la historia romana; es uno de aquellos efímeros emperadores creados y depuestos por las legiones.


Relieves funerarios de un sepulcro procedente de Husillos, Palencia (Museo Arqueológico, Madrid). La decadencia política, social y económica del Imperio produce una profunda crisis espiritual. La inseguridad, la angustia, se manifiestan de modo diverso. Algunos se mantienen en la lucha, mientras que otros se aíslan y refugian en las abstracciones del pensamiento y en lo irracional. El arte refleja ese estado de ánimo pasional, inseguro y mitificante. 



Cuando los retratos son sólo de busto, éstos se hacen cada vez mayores, casi medias figuras, cubiertos por la toga con amplio pliegue atravesado sobre el pecho. Algunos están representados con el manto sacerdotal; la mayoría llevan el pelo corto, figurado tan sólo por la mayor elevación del cráneo. En el reinado de Constantino, tanto el emperador como los simples particulares llevaban el cabello más largo, despeinado, pero les caía sobre la frente, marcando una sombra curva.

Prueba también de la vitalidad siempre persistente del arte romano hasta la fundación de Constantinopla, y aún más tarde, son los sarcófagos. En las cajas marmóreas para difuntos, los escultores hacen maravillas de técnica e invención. Espiritualizan los antiguos asuntos de las cacerías y batallas dando a estos esfuerzos heroicos un nuevo sentido místico y filosófico; en la lucha con bárbaros y amazonas, en cacerías, raptos, duelos y sacrificios se alude a la vida laboriosa, sincera y honesta que tanto imponía la filosofía estoica como la epicúrea. Ambas ofrecían una vaga promesa de regeneración menos rotunda que la que se conseguía con los cultos orientales de Cibeles, Isis y Mitra, pero más sensata y asequible para el culto romano.

⇦ Relieve de San Marcos de Venecia. A finales del siglo III, la misma enormidad del Imperio corroe sus cimientos: una descentralización se impone. Diocleciano y Maximiliano, coemperador oriental, adoptan como césares a los prefectos de su guardia Galería y Constancia Cloro. Son los Tetrarcas. Estas cuatro figuras, pesadas, macizas, aplastadas casi por la responsabilidad, parecen ya arte de la Edad Media. 



El estoico veía en los símbolos solares, como antorchas, candelabros, leones y grifos, insinuaciones a su depuración y ascensión al cielo astral; el epicúreo veía en las imágenes de ninfas, sirenas, hipocampos, amores y nereidas la recurrencia constante de la vida que se encarna en otro compuesto orgánico material. Estas ideas llenaron las paredes de los sarcófagos de relieves colmados de intención. Es el revolverse incesante de la vida, siempre joven, siempre bella, que acompaña a los muertos al sepulcro y promete resurrección.

La llegada al trono de Diocleciano (284), con su reorganización del Imperio basada en el reconocimiento de las variedades regionales y en la deseentralización que suponía la institución de la Tetrarquía (un Augusto y un César para Occidente y otros dos para Oriente), aceleró todo el proceso de destrucción del mundo antiguo y del arte grecorromano que lo expresaba. Un mundo nuevo y una nueva sensibilidad aparecen. En el arco de Galerio, en Salónica, las escenas están dispuestas en frisos superpuestos, como en los antiguos monumentos orientales, con un total desprecio por la estructura arquitectónica del arco. En la “piazzetta” de San Marcos, enVenecia, al contemplar el grupo en pórfido rojo de los cuatro tetrarcas, ya se está transportado de lleno a la Edad Media. La redondez de las formas y la comprensión griega del cuerpo humano han desaparecido.

Cuadriga vencedora (Museo Arqueológico, Barcelona). En tanto que el conductor avanza hacia la meta, un esclavo proclama ya el nombre del vencedor: Eridanus. Como contrapartida a la incertidumbre de la época, el artista trata de crear un mundo lleno de vida y color, en que se presentan los aspectos más amables de la existencia. El mosaico, por su mismo esquematismo, fue el vehículo ideal de este modo de contemplar el mundo. Las carreras de cuadrigas causaban furor. Y un aficionado barcelonés de aquel tiempo decoró un edificio de su ciudad con este tema. 

Estas figuras rechonchas y de miembros envarados aún tienen un elemento más sorprendente: el tratamiento de las cabezas como volúmenes casi cúbicos a los que se aplican los rasgos del rostro reducidos a una síntesis de pocos elementos entre los que domina la fija mirada obsesionada. Obra de una potencia innegable en la que ya late el mundo nuevo que durante un milenio será la Europa medieval y cristiana.

La utilización del trépano, que produce fuertes contrastes de luces y sombras confiere a estas esculturas y relieves un aire ilusionista, expresionista, en el que una angustia intelectualizada ha barrido totalmente la antigua belleza sensible.

Los escultores tardorromanos se proponen ya el que será el programa de la escultura románica: olvidar el punto de vista sensual para intentar expresar el orden trascendental del mundo inteligible, de las ideas.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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