Punto al Arte: Las creaciones del monaquismo irlandés

Las creaciones del monaquismo irlandés

Sólo Irlanda, con Escocia y una parte del norte de Inglaterra, quedó a salvo, en Europa, del torrente de las invasiones bárbaras. En esta reducida área aislada, de tradición cultural celta, se desarrolló durante los primeros siglos medievales una vida monástica en el seno de la cual floreció un arte que refleja, más aún que el bizantino, despego por las formas del realismo. Empleó un estilo decorativo singularmente apto para la expresión lírica, basado por completo en sus producciones de carácter pictórico, en las sabias combinaciones de complicados entrelazos y en el juego de una delicadísima policromía.


Beatus de Valcavado (Biblioteca del Colegio de Santa Cruz, Valladolid). En esta miniatura se describe la siega popular, asistida por varios ángeles en el cuadro superior. La dinámica composición del conjunto, las pupilas centralizadas en mitad del ojo, los colores planos y los contrastes violentos entre fondo y figura son características inconfundibles de este códice visigótico.



   Irlanda había tenido, durante la Edad de los Metales, una civilización relativamente brillante. No experimentó, después, la más leve romanización y logró así conservar intacto el estilo céltico originado durante la época de La Téne. El país seguía organizado en clanes, a modo de pequeñas tribus jerarquizadas en forma monárquica. Sus contactos con el cristianismo habían sido muy superficiales, cuando en el año 432 un monje britón, San Patricio, que había vivido en la Galia y conoció en el monasterio de Lerins las normas del monaquismo oriental, introdujo en Irlanda aquel monaquismo primitivo. La vida monástica prosperó bien pronto en la isla, sin abandonar las características raciales célticas, y estos primeros cenobios irlandeses desarrollaron una labor cultural sumamente eficaz y meritoria.

Pronto estos primeros monjes irlandeses se sintieron atraídos por la idea de evangelizar la vecina Escocia; hacia allí se dirigió San Columbano, que en 565 fundó el monasterio de la isla de Iona en el suroeste de la costa escocesa. Las predicaciones de San Columbano se extendieron hasta la muralla de Adriano, límite meridional de la Northumbria, en territorio inglés. La fundación del monasterio de Lindisfame el año 653, por Aidan, monje de lona, coincidió con el apogeo de este primer monaquismo independiente de Roma en el norte de Gran Bretaña.

Beatus de Liébana (Morgan Library, Nueva York). De entre las innumerables copias que se hicieron del códice original, destacan la que se conserva en La Seu d'Urgell y las imitaciones de Magius para el Beatus de San Miguel de la Escalada. Además de las 79 miniaturas que representan escenas del Apocalipsis, se recogen más de 250 folios de textos doctrinales enmarcados en un millar de columnas de pulcra caligrafía y enmarcados por orlas y cenefas de deslumbrante policromía. 
El celo evangelizador de San Columbano le había llevado a predicar también en el norte de la Galia, e incluso a fundar cerca de Milán la abadía de Bobbio, en el año 615, bajo la protección de un rey lombardo que estaba en malas relaciones políticas con el Papa.

Beatus de Girona (Catedral de Girona). Este códice del año 965 inaugura un nuevo clima artístico que se anticipa al ritmo y la estilización propiamente románicos. Por primera vez en la historia del arte occidental aparece la firma de una mujer, la monja Eude, que colaboraría en la ilustración de las miniaturas junto a Emeterius, discípulo del leonés Magius. Si bien el maestro pintaba las pupilas en el centro del ojo, los autores de estos dibujos las situaban bajo la línea superior, sobresaliendo por un ancho párpado, consiguiendo así una expresividad más humanizada y natural que no se veía en otras muestras de arte religioso hasta entonces.



Este Papa no era otro que San Gregorio Magno, quien, inquieto ante la independencia demostrada por esta iglesia monástica irlandesa, en el año 596 había enviado a Inglaterra una misión dirigida por el monje Agustín (San Agustín de Canterbury), integrada por treinta y nueve benedictinos. Su propósito era lograr la conversión de los anglosajones recientemente instalados en el país. No tardó en estallar una fuerte rivalidad entre los misioneros romanos y los irlandeses que se habían establecido en Nortumbria, y las desavenencias se exacerbaron a consecuencia de las discrepancias en cuestiones de rito (forma de la tonsura y cómputo pascual).

Entre tanto, el proselitismo irlandés proseguía en Inglaterra. El monje inglés Willibrord, que llegó a Irlanda a los veinte años de edad, partió en 690 (después de doce años de estudio) para evangelizar la Frisia acompañado de un grupo de monjes irlandeses y sajones. El monasterio que fundaron en Echternach (Luxemburgo) se convirtió en un foco de irradiación religiosa y cultural sobre todo el centro y norte de Europa.

Por su parte, los romanos crearon en Inglaterra, además de las sedes episcopales de Canterbury y Chester, centros monacales gobernados por normas distintas de las que se seguían en los cenobios que en el Norte habían fundado los irlandeses discípulos de San Columbano. Estos nuevos centros, radicados en York, Harrow y Wearmouth, fueron verdaderos bastiones del monaquismo italiano que había sido definido por San Benito. En el año 761, lona, el centro irlandés de la resistencia a estas nuevas normas, se tuvo que someter.

 Espada de Khilderico I (Biblioteca Nacional, París). Las pocas piezas que se conservan de la antigua espada del rey merovingio suponen una buena muestra del exquisito trabajo de oro esmaltado de sus artesanos. Secuestrado de niño por los hunos y famoso por sus amoríos con mujeres casadas y sus alianzas y traiciones con las tropas enemigas, conquistó las tierras de Alemania, el norte de Italia y de paso el corazón de la reina de Turingia, esposa de su huésped y amigo.



Los monjes irlandeses habían aportado a la Nortumbria el cristianismo y la instrucción, y recibieron allí ciertas influencias artísticas característicamente nórdicas o germánicas, debidas a los invasores anglos y sajones que, contemporáneamente a la llegada de San Patricio a Irlanda, se habían establecido en el suelo inglés. Estos invasores habían traído consigo su estilo decorativo germánico, una de cuyas más brillantes muestras la constituyen los objetos con adornos de esmalte cloisonné que integran el hallazgo de la tumba real de Sutton Hoo, que data del siglo VII.

La talla escultórica en piedra se había manifestado primeramente en Irlanda, en el adorno de entrelazos célticos que presentan cierto número de pilares y estelas; los ejemplares más notables son las cruces pétreas que, como las de Clonmacnoise, Muiredach, Ahenny y Bealin, se yerguen junto a las altas torres cilíndricas o ligeramente cónicas de los antiguos monasterios. Estas cruces, en su mayoría fechadas en el siglo VIII, son imponentes monumentos que en general sobrepasan los tres metros de altura y están completamente recubiertas por una decoración esculpida, que destaca sobre el fondo recortado por la sombra oscura. Parece ser que, diseminadas en torno a los monasterios, estas cruces jugaban el papel de guardianes contra las potencias infernales que amenazaban a los monjes desde todos los puntos del horizonte.

 Torre Redonda (Cionmacnoise, Offaly). A orillas del río Shannon se erigió a principios del siglo VI uno de los monasterios más grandes de la geografía irlandesa aprovechando el emplazamiento de esta vieja torre del año 1123 y el campo de cruces que la rodea, antiguos vestigios monumentales de la escultura religiosa de los primeros celtas que poblaron esas tierras. El conjunto arquitectónico, formado por una catedral dedicada a San Ciaran, ocho iglesias construidas entre los siglos X y XII y toda una vastísima colección de lápidas cristianas tempranas, destaca por la belleza de los parajes que lo rodean camino de Galway.



Casi todos estos cenobios debidos al proselitismo monacal irlandés desaparecieron a consecuencia de incursiones de los vikingos, durante los siglos VIII y IX. En Gran Bretaña, en Northumbria, el primero que fue destruido por esta misma causa, en el año 793, fue el de Lindisfarne. En 801, los vikingos saquearon Iona y los monjes que lograron salvarse, abandonaron la isla y se refugiaron en el centro de Irlanda, donde fundaron el monasterio de Kells (un poco al norte del actual emplazamiento de Dublín).

Cruz de las Escrituras (Cionmacnoise, Offaly). La más antigua de las cruces de este monasterio, datada en el siglo VIII, mide más de tres metros y conserva muchos de los rasgos escultóricos heredados del arte céltico. Los relieves que decoran el pie y los brazos rectangulares representan escenas bíblicas diversas, mientras que el centro del círculo perforado está dedicado a Cristo y San Patricio. Se considera que es una de las primeras muestras de escritura grabada de la escultura irlandesa. 
Por su parte, la acción evangelizadora de los monjes llegados con San Agustín de Canterbury había dejado también, en Inglaterra, monumentos de un arte escultórico en que el estilo anglosajón se revela con toda su potente fantasía. Son altísimas cruces con profuso adorno en relieve, como la de Hirton, en Nortumbria, la de Gosforth o la de Kirk Braddan, en la isla de Man. Pero los dos ejemplares más famosos, ambos del siglo VII, son las cruces de Bewcastle y de Ruthwell, ambas en Nortumbria, donde se combinan el adorno de entrelazos y la talla figurativa, realizada según un estilo que sugiere la influencia del arte prerrománico italiano.

 Cruz del Sur (Kells, Leinster). Varias cruces de más de tres metros abren el camino hasta el monasterio de Kells, fundado en el año 804 siguiendo la peregrinación de San Patricio y San Columbano. Distribuidas alrededor de los conjuntos monásticos, se cree que servían como protección para los monjes contra las tentaciones de Satán. En esta cruz pueden apreciarse algunas escenas bíblicas dedicadas a Adán y Eva, Caín y Abel, Daniel y los leones, David tocando el arpa y San Pablo y San Antonio en el desierto.



Los objetos más antiguos que se poseen de la orfebrería céltica irlandesa revelan una clara supervivencia del arte de La Téne. La forma misma de las fíbulas o broches es característica de las tioulas célticas de dicho período: están constituidas por un anillo circular que forma el broche con una aguja que lo atraviesa. Algunas de las &'bulas irlandesas parecen muy antiguas; sus ornamentos no son entrelazados rectilíneos, sino espirales, y es posible que sean todavía de la época pagana, anterior a la conversión de Irlanda al cristianismo. Las más antiguas son generalmente de bronce, con los esmaltes e incrustaciones de coral que usaban los pueblos prehistóricos europeos. Más tarde el broche, en lugar de ser un anillo uniforme, se ensanchó por un lado, y en esta superficie plana se dibujaron delicadamente los más complicados motivos de decoración. Los broches servían para prender los mantos, como pueden verse en las figuras de los relieves de las cruces altas y en las miniaturas, y algunos incluso llegaron a ser de dimensiones exageradas.

Cruz del Oeste (Kells, Leister). Mucho más elaborada ornamentalmente que la Cruz del Sur, esta cruz del siglo X presenta unos paneles finamente decorados con inscripciones y relieves de Adán y Eva, las bodas de Caná, el bautismo de Cristo, el exilio de Israel y la entrada en Jerusalén. La rotura de su parte superior fue ocasionada por las milicias de Oliver Cromwell. 
La más hermosa de estas fíbulas es la de Tara, descubierta en 1850. Es de bronce, pero su anillo está recubierto de placas de oro con entrelazados y esmaltes, algunos de ellos hechos con trozos de coral.

La riqueza de esta fíbula tiene su rival en el famoso cáliz encontrado en 1868 en Ardagh. Asombra la maravillosa variedad de sus entrelazados, la gracia y elegancia con que están dibujadas las bandas y medallones, que lo convierten en una de las obras más hermosas que se tienen del arte de los metales en todas las épocas.

Otra obra maestra de la orfebrería irlandesa es el estuche de plata dorada que sirve de relicario para la histórica campana de San Patricio. La caja tiene, en su cara anterior, cuatro plafones entrelazados combinados con medallones; en la cara posterior hay una bella decoración de cruces, y en su rededor una leyenda en que se pide una oración para el rey Domnell, que encargó tal relicario, otra para el obispo sucesor de Patricio en la mitra de Armagh, para el guardián de la campana, y para Cudilig y su hijo, que hicieron la obra. Es interesante, sobre todo, el remate para coger la joya, donde, entre los motivos de entrelazados se ven aparecer unas cabezas de dragón de estilo escandinavo.

Broche celta (Colección privada). Esta filigrana de plata chapada en oro hallada en un yacimiento irlandés del siglo VIII presenta la típica forma de la fíbula micénica, parecida a la hebilla y provista de un imperdible afilado. Si bien la joyería celta adoptó un exquisito gusto en la decoración de estos objetos, no sería hasta el siglo V que comenzaran a representarse figuras de dragones, pájaros y máscaras humanas. 
Por otro lado, los objetos litúrgicos de metal, fácilmente transportables, fueron indudablemente vehículo principal de las formas célticas en el Continente, en las colonias monásticas irlandesas que se instalaron en toda la Europa occidental. Pero un medio más poderoso aún de difusión del arte céltico de los entrelazados fueron sus manuscritos. Los monjes de Irlanda, que habían recogido la ciencia clásica y cristiana, sentían por los libros un amor raro en aquellos tiempos, y aplicaron gran parte de su actividad a la iluminación de nuevas copias y decoración de los textos con miniaturas. Estos libros, llevados después a los monasterios de monjes de Italia o de Germania, debían de ser la base principal de las bibliotecas de Bobbio, Falda y Saint-Gall.

Esta labor caligráfica y de iluminación de códices comenzó a mediados del siglo VII y perduró hasta poco después del año 800. El manuscrito más antiguo, de los que integran la serie más importante, es el Libro de Durrow (hoy en el Trinity College de Dublín), que se realizó en el cenobio de aquel nombre, fundado por los monjes de San Columbano. En los entrelazados que decoran sus orlas marginales, dispuestas, en algunos casos, en forma de franjas que rodean grandes rosetones, se descubren elementos de estilización animal propios del arte nórdico. Quizá la relativa sobriedad de sus composiciones ornamentales indique también influencia de los manuscritos coptos sobre este arte monástico irlandés.

Cáliz de Ardagh (National Gallery, Dublín). En 1868 se encontró este cáliz del siglo VIII por cuya forma se confundió con una corona visigótica y un relicario carolingio. Considerada una de las mejores piezas de la orfebrería irlandesa, las filigranas abstractas del centro y los dibujos con esmaltes rojos y azules destacan sobremanera por la banda de bronce dorado con decoración de entrelazados que los rodea. 
El texto de cada uno de los Evangelios contenidos en el Libro de Durrow se inicia por una página que contiene el símbolo del Evangelista en el centro de un marco de entrelazados; sigue una página de decoración completamente abstracta y, a continuación, la primera página del texto, que se inicia con una mayúscula monumental. Sólo tres colores han sido empleados a lo largo de todo el manuscrito: un rojo anaranjado, un verde muy intenso y un hermoso amarillo de oro. Los tres colores se reparten en proporciones iguales sobre las superficies marfileñas del pergamino.

Libro de Lindisfarne (Museo Británico, Londres). El principal factor que unificó todas las culturas nómadas que invadieron progresivamente el continente europeo fue su fe en el cristianismo, cuyas interpretaciones particulares y semimitológicas fueron tildadas de herejías por los pueblos asentados que pugnaban por conservar su espacio. La producción artística de estas culturas era tosca y volcada forzosamente en los objetos más transportables, como las joyas y los mantos, como muestra el arte pictórico del entrelazado de este evangeliario del siglo VII cuyas coloristas e intrincadas miniaturas recuerdan las del Libro de Durrow
La ornamentación es más rica y ostentosa en el Libro de Lindisfarne (en el Museo Británico), que fue iluminado en el scriptorium del cenobio de este nombre, en Nortumbria. Es de fin del siglo VII y principios del siglo VIII, y además de hermosísimas capitales y páginas íntegramente ornamentadas en un fulgurante estilo en que los entrelazados se ordenan con admirable inventiva, contiene cuatro páginas con las figuras de los evangelistas, de un elegante diseño que se inspiró, sin duda, en códices benedictinos italianos, y presagia cualidades que serán propias de las mejores miniaturas inglesas posteriores.

 Relicario de la campana de San Patricio (National Gallery, Dublín). El remate de la superficie del relicario, que recuerda la decoración de la orfebrería bizantina, está ornado con motivos entrelazados cuyos cabos superiores representan dos cabezas de dragón de clara influencia escandinava. En la cara frontal, cuatro plafones con arabescos célticos se entrecruzan con medallones y gemas de grandes dimensiones. En la cara opuesta, una inscripción envuelta por cruces pide una oración para el rey, el santo, el obispo sucesor, el guardián de la campana y los autores del relicario, los orfebres Cudiling e hijo.




Evangelio de San Marcos (Trinity College, Dublín). Iluminado alrededor del año 800, la profusa decoración ornamental del Libro de Kells induce a hablar ya de manierismo. De marcada inspiración celta, su diseño posee intrincadas cenefas en los márgenes, una gran diversidad cromática y una desbordante fantasía simbólica en las escenas figurativas. Las letras iniciales y las ilustraciones de página entera que enriquecen el texto constituyen la culminación de la escuela celta aplicada al diseño de manuscritos, que terminó abruptamente antes de haber concluido el códice.
Este estilo ornamental y caligráfico alcanza sumayor paroxismo barroco en el Libro de Kells, de hacia el 800 (hoy también en el Trinity College de Dublín), obra de los monjes fugitivos de Iona. Este códice contiene asimismo algunas composiciones figurativas que se ajustan a la tradición irlandesa orientalizante, con lejanos recuerdos del arte copto, que también se puede observar en las páginas miniadas de otro célebre manuscrito, el Evangeliario de Saint-Gall, de mediados del siglo VIII, y que ya en la antigüedad pasó a la biblioteca de la abadía suiza de este nombre.

 León de San Juan (Biblioteca del Trinity College, Dublín). La época turbulenta de las grandes invasiones no afectó a Irlanda, donde se desarrolló un arte medieval inconfundible por su sentido de la simetría y su precisión en los temas geométricos. El Libro de Durrow, del que se extrae esta miniatura, es un ejemplo de la maestría ornamental de los copistas cristianos del siglo VII, que adoptaban muchos de los propósitos simbólicos de los antiguos celtas, como se puede apreciar en la orla flotante que dibuja la cola del león.







 Águila de San Marcos (Biblioteca del Trintity College, Dublín). Influidos por algunos elementos decorativos captas, celtas y germánicos, los ilustradores del Libro de Durrow manifestaron en el estilo con el que ilustran sus miniaturas la grave crisis que estaba padeciendo la iglesia irlandesa.



Parece evidente que el sistema decorativo irlandés -en análoga proporción que las influencias orientales- enseñó a los artistas románicos de los siglos XI y XII a tomar la figura humana y a plegarla, estirarla y retorcerla caprichosamente, según las leyes exigentes de la ornamentación o de la curva de un capitel.

Estela de Tagelgarda (Statens Historiska Museum, Estocolmo). En este detalle del antiguo relieve del siglo VII hallada en Suecia se aprecia una emotiva escena en la que un héroe abatido es llevado hasta el reino de los Arte prerrománico 61 cielos a lomos del caballo del dios Odín, mientras le reciben varias figuras portando cuernos y anillos de oro simbólicos. El fragmento de la vela de un barco asoma por el cuadro inferior. 
El sistema de los orfebres y miniaturistas irlandeses estaba basado, como el de todas las artes abstractas, en una completa independencia de las apariencias del mundo real. La espiral, el trenzado y el círculo crean un mundo de extraños espejismos en el que aparecen y desaparecen cabezas de monstruos y de seres humanos, patas de bestias y colas de pájaros. Las líneas fluidas y los ritmos de colores sabiamente calculados sugieren un extraño repertorio de formas, un mundo paralelo al nuestro, que tiene sus propias leyes.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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