La
población ibérica tendía a agruparse en núcleos protectores que conformaron las
primeras ciudades; éstas solían constituirse en lo alto de colinas y montañas y
dentro de un cerro o muralla, de manera que fuera difícil su acceso a pueblos
invasores. Esta tendencia a la concentración urbana en lugares altos y
amurallados se puede observar claramente en ciudades como Lleida, Sagunto,
Tarragona, Ullastret, Olérdola, La Bastida de Mogente, La Serreta de Alcoy,
etc. Todo ello formaba parte de una mentalidad de precaución ante un entorno
hostil.
El interior de las ciudades estaba
constituido por edificios alineados a los lados de una calle central o plaza,
de manera que la parte trasera de las casas formase una especie de muro exterior
que cumplía nuevamente una función defensiva. Cada ciudad tenía una estructura
original y diferente, pero todas ellas parecían desconocer el esquema ortogonal
de la ciudad griega. Las calles principales eran trazadas con bastante rectitud
y siguiendo en lo posible las curvas de nivel; las calles secundarias que
enlazaban con las anteriores debían de tener unas pendientes muy pronunciadas.
No obstante, los llanos no fueron evitados
radicalmente, si éstos estaban situados en puntos estratégicos, de cara a una
vía comercial o cerca de un puerto importante. Lo fundamental entonces era la
construcción de una muralla sólida, la correcta ubicación de las torres de
vigilancia y la formación de un nutrido y bien armado contingente militar; éste
fue el caso de ciudades como La Alcudia de Elche o Córdoba.
La muralla más antigua de la época (siglos X
y IX a.C.) se encuentra en Tejada la Vieja, Huelva, y fue realizada mediante un
amontonamiento artificial de piedras y tierra de 38 metros de altura. Ategua,
la población cordobesa, poseyó también una muralla defensiva semejante, aunque
más sofisticada, y durante el asedio de César tenía varias torres de madera.
La fortificación constituyó, a partir del
siglo V a.C., un sistema indispensable para la defensa del mundo ibérico y,
así, se entiende que la provincia de Córdoba dispusiera de un importante número
de recintos fortificados (El Higuerón, Vértice Armas ... ), y que todos ellos
tuvieran características similares: en las esquinas de las murallas se
construía una doble entalladura vertical a todo lo largo de la arista,
influencia de Cartago, sin duda alguna. Ullastret (Gerona), aún conserva una
muralla con sus torres y puertas en perfecto estado. Su construcción se inició
en el siglo VI a.C., a partir de una serie de torres de planta circular a
intervalos aproximadamente de 28
metros ; éstas eran unidas mediante trazados de muralla
cuya parte externa era lo más vertical posible.
Pero, sin duda alguna, entre todas las
murallas ibéricas destaca por su solidez y su belleza la de Olérdola
(Barcelona), formada por una estructura poligonal que trababa los sillares
mediante ángulos entrantes, desigualdades e irregularidades de corte, lo que
crea una composición mural de gran plasticidad.
Las casas ibéricas suelen ser pequeñas, de
tendencia rectangular o cuadrada y de una sola planta; sus muros tienen un
grosor de 30 a
40 centímetros .
Para su construcción se utilizaban la mampostería y el adobe sobre zócalo de
piedra, y se reservaban las piedras mayores para las esquinas de la vivienda. El suelo
era construido con tierra apisonada que resultaba muy fina y dura, y podía ser
barrido y enlucido. En el techo se utilizaban vigas y viguetas de madera para
la armadura, y el brezo y la tierra apisonada para su cubrición.
La arquitectura ibérica acogió también
lugares para el culto. Eran espacios destinados a albergar las estatuas de las
deidades y, a veces, tenían pinturas murales. En la zona de las poblaciones
marineras del sur se rendía culto al dios Neto, de gran poder, que se extendió
hasta Levante, y también Artemis Efesia, de origen griego, era venerada como
diosa ibérica. Los templos urbanos se encontraban situados lejos del centro de
la urbe, como en el caso del recinto de Ullastret.
Paralelamente a los santuarios de las
ciudades, existían otro tipo de construcciones situadas en el campo para la
adoración de las divinidades generalmente relacionadas con la naturaleza. Cualquier
accidente extraño, caprichoso o fuera de lo común del paisaje era adoptado como
símbolo o lugar de culto, y en estos lugares se alzaba un muro que definía el
recinto sagrado y donde se albergaban las imágenes religiosas (Collado de los
Jardines, Despeñaperros).
El rito funerario ibérico por excelencia era
la cremación del cuerpo en una pila de troncos de madera, y las cenizas eran
cuidadosamente recogidas en recipientes de barro o urnas de piedra que se
depositaban en un hoyo o en el interior de un mausoleo. A este acto primitivo
se le fue añadiendo, poco a poco, un sistema más complejo de construcciones
monumentales que llevarían a dos formas básicas: la tumba-torre, de influencia
oriental (Pozo Moro, Albacete), y la tumba-casa, de influencia fenicia y
púnica; esta última forma arquitectónica se desarrolló en Andalucía con gran
esplendor.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.
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