Punto al Arte: Las capitales persas

Las capitales persas

Los Estados marítimos de la Grecia asiática fueron satrapías persas; hasta la misma Fenicia, donde la dominación de Nínive no se hizo nunca efectiva, transmitió a Persia, en tiempos de Darío, su soberanía marítima, y por primera vez los ejércitos asiáticos atravesaron los pasos del mar que separaban Asia de Europa.

Friso de los grifos (Musée du Louvre, París). Procedente de la antigua ciudad de Susa, este bajorrelieve sobre ladrillo esmaltado se inspira claramente en las decoraciones de los muros de Babilonia, especialmente los que adornaban la avenida procesional y la puerta de lshtar. Las representaciones de animales mitológicos conformados por un cuerpo de león alado con patas engarfiadas de ave rapaz y cuernos de cabra serían readaptados continuamente por todas las artes populares hasta la actualidad.
Las dos primeras capitales del nuevo Imperio fueron Ecbatana y Pasargada, dos urbes que acreditaban ya una larga historia. Ecbatana, por ejemplo, era la primitiva residencia de los reyes medos, y era natural que Ciro y sus sucesores tuvieran empeño en restaurar y habitar la misma capital de sus antiguos aliados, que habían constituido un estado poderoso y de prestigio. Por lo que no es raro que Ciro quisiera establecer la capitalidad del reino en una ciudad que él creía a la altura de sus pretensiones como soberano de un gran estado. Herodoto, que conoció la antigua ciudad de Ecbatana sólo por referencias, hizo de ella una fantástica descripción que ha quedado legendaria en los anales de la historia; en dicho relato insiste sobre sus siete reductos de murallas de distintos colores y aventura las dimensiones de cada uno.

Base de columna de la apadana (Persépolis, El Fars). Utilizado como lugar de recepciones por Darío I, el mayor vestíbulo de la ciudad de Persépolis fue erigido sobre más de cien columnas de cedro con la base de piedra de las que ya tan sólo se conservan 36 en pie. En este detalle se puede apreciar el bello diseño vegetal del bajorrelieve que decora una de las bases.
Polibio, historiador griego que vivió durante el siglo II a.C. y que escribió una excelente obra, titulada Historia universal, en la que ensalza las glorias del Imperio romano, se muestra en sus escritos, por lo general, muy exacto y preciso. En todo caso, cuando se refiere a la ciudad de Ecbatana describe el Palacio Real en estos o parecidos términos: "Aunque todo él haya sido construido de cedro o de ciprés, en ninguna parte aparece la madera al descubierto; columnas, frisos y techos, todo está cubierto de metal; el oro y la plata brillaban por todos lados, hasta las tejas eran también plateadas". Una sola base de piedra muestra hoy en la moderna Hamadán el lugar del emplazamiento de la Ecbatana antigua. Las descripciones de los historiadores sirven, sin embargo, para enseñarnos el gran papel que representaba en la arquitectura primitiva persa el material leñoso, tan abundante en la región y tan escaso en muchos puntos de Mesopotamia, como ya se ha señalado anteriormente.

Cabezas de león con cuernos (Musée du Louvre, París). Este fresco de ladrillo esmaltado decoraba el friso de la apadana de la antigua ciudad de Susa, alrededor del siglo VI a.C. Simbólicamente el león servía para atemorizar al pueblo, permitiendo el paso a la apadana tan sólo a las castas autorizadas, pero también respondía a un significado supersticioso. La riquísima ornamentación geométrica y el variado brillo cromático embellecen someramente el conjunto del relieve.
 
Los inmortales (Musée du Louvre, París). En este detalle del friso de los arqueros reales del palacio de Artajerjes, en Susa, se representan varios de los guardias personales del ejército del rey, de 1,47 m de alto cada uno. Se contaba que su ejército lo componían más de diez mil soldados, tan diligentes y disciplinados que renunciarían a su propia vida por salvar la de su rey, quien los mandó considerar por ello como "inmortales". Sobre el hombro izquierdo cuelgan el arco, y el carcaj cargado en la espalda está forrado con piel de pantera; en las manos sostienen una larga pica con hoja de plata.


Capitel del palacio de Darío I (Musée du Louvre, París). En la gran apadana donde el rey solía recibir sus visitas, seis hileras de columnas de 20 m de altura acababan en soberbios capiteles zoomórficos de 5,80 m que sostenían las vigas de cedro que aguantaban el techo. Las vigas reposaban sobre la nuca de toros de mármol esculpidos en mármol gris, trabajados según la técnica babilónica.
Más adelante, la corte se trasladó a otra ciudad, Pasargada. De esta urbe era originaria la familia de Ciro, y allí habitaron también éste y su hijo Cambises. Sus ruinas, al sur de Persia, se encuentran todavía en las inmediaciones de Aleged, en una estrecha llanura rodeada de abruptas montañas, con desfiladeros fáciles de defender por cada lado. Sólo alguna que otra columna medio destruida y el relieve que decoraba una jamba de alguna puerta, con el retrato de Ciro, subsisten del palacio de los primeros reyes persas. Se comprende, sin embargo, a pesar de la escasez de vestigios de esa época, que su planta cuadrada debió de tener un pórtico de columnas a cada lado; las habitaciones estaban en los ángulos, y la sala de recepciones era central, como también se verá después en los grandes edificios de· Susa y de Persépolis. El tipo de la columna podría ser ya también el que resulta tradicional más adelante en la arquitectura de los persas.

Ritón con busto de cabra (Colección privada). Este vaso ritual de oro de 12 x 19 cm del período aqueménida se utilizó presuntamente en el culto al dios Ram de la fertilidad.

La vasta Pasargada, que conservaba piadosamente los restos de Ciro, a cuya tumba se hará referencia en siguientes apartados, continuó siendo siempre la ciudad santa adonde acudían a coronarse sus sucesores, tal era su importancia simbólica para los nuevos soberanos, que deseaban iniciar su reinado allí donde descansaba eternamente el que había sido uno de los principales gobernantes del Imperio persa. De todos modos, la ubicación de Pasargada, en una zona en extremo montañosa, no convenía para la capital y Darío, que reinó treinta y cinco años (del 521 al 485 a.C.), trasladó su residencia al llano, en el lugar que los griegos llamaron Persépolis, y que desde un punto de vista meramente estratégico era mucho más conveniente.

Así, en la nueva capital Darío no construyó más que dos o tres edificios, a pesar de lo prolongado de su reinado; pero sus descendientes se encargaron de enriquecerla con tal fastuosidad, que hubo de quedar como proverbial entre los antiguos, como una de las grandes ciudades de referencia en aquella época. Aquí aparece el gran Alejandro Magno, camino de la India, quien quiso habitar la terraza de Persépolis, que por tanto tiempo había sido la residencia del señor del mundo, y la tradición insiste que marchó después de incendiarla en una noche de orgía, en la vigilia de su partida.

Alhajas del tesoro de Susa (Musée du Louvre, París). Los dos brazaletes de oro decorados con cabezas de león y con inscripciones de lapislázuli y  turquesas provienen de una tumba de Susa del período aqueménida. Se cree que sirvieron de ofrenda funeraria en algún enterramiento oficial.
Desgraciadamente, no quedan tantos restos como sería deseable de aquella ciudad tan espléndida que debió de ser Persépolis, capital de un fabuloso imperio. Más tarde, los reyes persas de las dinastías sasánidas, posteriores al desmembramiento del Imperio de Alejandro, no restauraron los palacios de Persépolis; por otra parte, la circunstancia de hallarse en el valle que cruza el camino de las caravanas hizo que su ruina fuese más completa. Sin embargo, su emplazamiento siempre se ha conocido, y su exploración no fue un verdadero descubrimiento, como el de los palacios de Nínive, sepultados en las montañas de arcilla.

Desde fines del siglo XVIII los viajeros curiosos, al visitar Persia, se interesaban por las ruinas de la terraza de Persépolis. El primero que trazó una planta científica e hizo detenido estudio de estos edificios reales fue el francés Flandin, el mismo que sucedió a Botta en las excavaciones de Nínive. Después de los trabajos de Flandin, otra comisión francesa, la de M. Dieulafoy, estudió en 1885 las ruinas- y publicó las interesantes fotografías que hasta principios del siglo XX fueron el principal elemento de estudio para el arte persa. Asimismo, ésa no fue la única aportación realizada por Dieulafoy al estudio del arte persa, pues sus excavaciones le llevaron a desvelar más secretos arquitectónicos que permanecían desde 2.500 años atrás esperando bajo la tierra. Además de Persépolis, Dieulafoy descubrió también otro edificio real del mismo carácter en Susa, la capital del antiguo Elam; donde los monarcas persas tenían también un palacio.

Y el mismo tipo de sala real persa, llamada apadana, que se analizará en el siguiente apartado, dedicado completamente al palacio de Darío en Persépolis, se encuentra también en las ruinas de la famosa residencia de Susa, donde el Gran Rey tenía su corte durante el invierno. Susa, una de las más antiguas ciudades de la vieja Asia, había sido la primera capital del Elam, anterior de la hegemonía mesopotámica. Dominada sucesivamente por Caldea y por Asiria, los persas la ocuparon ya en sus primeras campañas de expansión, y sobre las antiguas ruinas en ella existentes construyó su palacio Artajerjes 11 (405-358 a.C.).

⇦ Medo con un haz de ramas sagradas (Museo Británico, Londres). Esta plaquita de oro forma parte del tesoro de Oxus y se encuadra dentro del estilo Bactriano. Analizando esta pieza se puede deducir la forma de vestir y las armas que usaban los medos, así como los rasgos faciales de este pueblo.































Planta de Persépolis, en Irán. Plano
que muestra la distribución del pala-
ciego fundado por Darío l.

   


























La planta es la establecida en los palacios persas, aunque en Susa el material principalmente utilizado es el ladrillo. Tan sólo para la columna y el capitel, los escultores de la apadana de Susa emplearon la piedra caliza; todo lo demás es de ladrillo cocido y esmaltado, y de allí provienen los más espléndidos ejemplares de la cerámica vidriada antigua: los llamados "arqueros de Susa" o friso de "Los Inmortales", trasladados por Dieulafoy al Louvre. Susa está situada en la pendiente de las montañas persas, bastante próxima aún para ofrecer toda clase de seguridades, y, al mismo tiempo, más céntrica para dirigir desde ella el gobierno de las provincias de Asia y mantener relaciones diplomáticas con Egipto y Grecia.

Las embajadas y los sátrapas o los gobernadores iban a Susa para tratar con el omnipotente monarca oriental; en Susa pone Esquilo la acción de Los persas; en esta misma ciudad coloca también la del conocido episodio del regreso de los vencidos de las guerras Médicas, y en Susa, finalmente, se concertó la paz con Grecia.

Palacio de Darío, en Persépolis. Las ruinas de este palacio se hallan detrás de la columnata de la sala hipóstila. Se trata de la residencia de Darío construida en ladrillo secado al sol. Como se puede ver, solamente subsisten las puertas en piedra que tienen como remate la característica gola invertida o moldura egipcia.  
El edificio de Susa ofrece la curiosa circunstancia de estar más influido de las vecinas construcciones asirias: su fábrica es de ladrillo; hasta los mismos toros alados de las puertas están hechos con piezas esmaltadas. Sólo las columnas y los capiteles son de tipo persa, como en Persépolis. La columna persa, que no tiene precedentes en ningún otro estilo, es mucho más alta y esbelta que la egipcia; su proporción indica acaso un primer origen de un soporte de madera. La basa es de forma acampanada, como enorme flor invertida, sin precedentes en Asia ni en Egipto. El fuste tiene estrías, pero más numerosas que en la columna griega, y encima descansa un grupo originalísimo de volutas combinadas, con dos toros fantásticos o unicornios, que sirven de cartelas para sostener las vigas de la cubierta. Entre los dos monstruos, en el espacio que media del cuello a las grupas, se apoyan las vigas transversales. Una sola mirada a la fotografía del capitel de Susa, expuesto en el Louvre, dará de él mejor idea que todas las descripciones. Imagínense el maravilloso efecto que produciría una sala como las de Persépolis, con sus cien columnas altísimas, rematadas con estos capiteles singulares.

En los palacios persas se combinan elementos del arte de Egipto y de Lidia con la construcción y los materiales cerámicos de Mesopotamia; pero lo que caracterizaba aquellos edificios era la manera de estar dispuesta la cubierta, seguramente de material leñoso. Encima de los toros de los capiteles descansaba un entramado de madera, formando casetones. Base para la restauración de la cornisa es el entalle, que aparece en las jambas y en los machones de piedra con que terminaban las columnatas. Pero sirve también muchísimo la representación del edificio o palacio esculpida en las fachadas de las tumbas reales.

En Persia, los muros de los edificios principales de los palacios estaban hechos de adobe, mientras que los cimientos, las columnas, los pórticos y los pedestales eran de piedra. Probablemente para los suelos se utilizó la madera. El recinto sagrado estaba formado por un patio en cuyo interior se alzaban dos altares y una tribuna escalonada de forma rectangular. La torre era una gran estructura hecha de piedra.

Puerta de Jerjes, en los propileos de Persépolis. Su magnificencia podría resumir el esplendor artístico de la Persia antigua. Los propileos o entrada monumental daban acceso a la gran sala hipóstila, de la que todavía se conservan trece columnas mutiladas que continúan siendo muy admiradas. Estos toros alados esculpidos son elementos tradicionales de la decoración asiria que Persia adoptó, aunque dotándolos de una inconfundible personalidad. 
Por otro lado, cabe destacar que durante el esplendor de la dinastía aqueménida Susa y Persé­ polis fueron las ciudades donde los talleres de orfebrería fueron más importantes. Se han encontrado numerosos elementos que podrían conformar un ajuar funerario. Son piezas realizadas en oro y plata, que muestran gran variedad, tanto de formas como de influencias, como las asirias o las escitas. La impronta aqueménida se nota sobre todo en las decoraciones de animales fantásticos, como los toros alados o los leones.

Detalle de la escalinata monumental, en Persépolis. Situada al este de la apadana o Sala del Consejo, del siglo VI a.C., el relieve describe con perfecto realismo cómo un toro es atacado por sorpresa por un león. Es fácil imaginar el fasto de las procesiones rituales que recorrían esta escalinata ceremonial hace dos mil quinientos años. 
Destacan por su gran valor, el tesoro de Oxus (conservado en el British Museum de Londres), el de Ziwiye o el de Ecbatana. Se cree que el tesoro de Oxus fue enterrado hacia el año 200 a. C. y no fue encontrado hasta 1877. La abundancia de joyas, como brazaletes, anillos, pendientes, nos hace pensar en una producción seriada. Asimismo se incrustaba oro en piedras preciosas. En otras piezas ha encontrado un tipo de representación animal muy presente en el arte iraniano; se trata de las figuras zoomórficas enfrentadas, en los extremos de las asas de los recipientes y en los brazaletes abiertos. Otro elemento que se encuentra con mucha abundancia es el ritón o vaso ritual, que generalmente se fabricaba de oro.

⇦ Puerta con relieve, en Persépolis. Uno de los elementos más singulares de la arquitectura persa es el marco de una ventana o puerta: no se hacían de cuatro piezas independientes, sino de una, o de segmentos que podían abarcar varios lados del rectángulo. 






⇨ Puerta del Tripylón, en Persépolis. Relieve que adornaba el acceso a la Sala del Consejo o Tripylón. 





























Fuente: Texto extraído de Historia del Arte. Editorial Salvat

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