El
viejo país que los griegos llamaron Mesopotamia ("País entre ríos"),
situado entre el Tigris y el Éufrates, fue sede de una potente civilización,
una cultura que por los años que se prolongó y por las espléndidas
manifestaciones artísticas que produjo sólo puede ser comparada con la del
Egipto antiguo. Como en Egipto, Mesopotamia se trata de una zona en extremo
fértil, abundantemente regada en su parte inferior por los cursos fluviales,
donde se produjo muy pronto la sedentarización de los pueblos nómadas, que se
convirtieron en agricultores y con ello se encontraron en condiciones de
iniciar el desarrollo de una civilización.
Vaso
de cerámica pintada (Museo Re-
al de Arte, Bruselas). Esta pieza
co-
rresponde a la época más primitiva de
Susa, que se remonta probablemente
al
IV milenio a.C.
|
Ídolo
femenino mesopotámico (Musée
du Louvre, París). Pieza anterior
a la
diferenciación de las divinidades, que
muestra el desarrollo adiposo caracte-
rístico
de las esculturas primitivas.
|
Mesopotamia llamaba la atención porque
los libros más antiguos de la Biblia sitúan allí el origen de la Historia. Por
ello, es lógico que se hayan buscado en las ruinas que alberga la zona los
primeros pasos de la Historia de la humanidad. En ellos se refieren las
primeras ciudades que construyeron los hombres: Erek, Akkad, Babil o Babilonia,
Ur, patria de Abraham. Nombres de ciudades y personajes que transportan a miles
de años atrás. Ese texto habla de reyes poderosos que dominaban la llanura
mesopotámica, de sabios sacerdotes, de jardines colgantes y de torres que
escalaban el cielo.
Los profetas de aquellos antiguos libros
de la biblia habían condenado la perversidad de Nínive y de Babilonia, dos de
las ciudades más importantes que surgieron en la antigua Mesopotamia; los
libros sagrados contaban el poder y la crueldad de los monarcas que habían
oprimido el pueblo hebreo. Todo ello parecía evocar una realidad histórica,
pero, obviamente, era preciso poner en tela de juicio muchas de las
afirmaciones que se realizaban en esos libros hasta contar con pruebas
fehacientes que las apoyaran y complementaran. Pero ¿qué se había hecho de
Nínive y de Babilonia? Una civilización de tal importancia no podía haberse
desvanecido sin dejar huellas.
Aunque realmente lo parecía. En la monótona llanura mesopotámica, y para mayor desesperación de los estudiosos del arte y la historia, no había nada que llamase la atención, nada que recordase, como las pirámides, estatuas y obeliscos de Egipto, la gloria pasada. Algunos viajeros, funcionarios consulares y aventureros habían recogido ciertos ladrillos con extrañas inscripciones. Pero ¿qué podían representar un montón de ladrillos aliado de las colosales y espléndidas pirámides de Egipto? ¿Acaso era posible derivar el estudio de una civilización a partir de simples ladrillos?
Obviamente la respuesta es negativa. Era
preciso encontrar restos más sólidos e importantes para que aquellas lejanas
civilizaciones mesopotámicas, de las que tan sugestivamente hacía referencia la
Biblia, fueran más que un espejismo en el desierto. Estos ladrillos a los que
se hacía mención se encontraban en algunas colinas arcillosas que dominaban la
llanura. Los naturales del país ignoraban la naturaleza y origen de esas
colinas que ellos llamaban tell. No
obstante, estas colinas ocultaban las ciudades legendarias.
En 1843, el cónsul francés en Mosul,
Paul-Emile Botta, excavó los tells de
Qujundjiq y Jorsabad. Bajo el primero descubrió Nínive y bajo el segundo, el
palacio del rey asirio Sargón. Pocos años después, el inglés Layard descubrió
otras dos ciudades asirias: Assur y Kalakh (Nimrud; 1846-1847).
En 1847, el Musée du Louvre inauguró su
primera colección de antigüedades asirias y en 1848 le siguió el British
Museum. Mientras tanto, Grotefend desde Alemania y Rawlinson en Bagdad
empezaban a descifrar las inscripciones escritas en caracteres cuneiformes.
En los años que siguieron se
precipitaron los hallazgos: los ingleses descubren Uruk (el Erek de la Biblia)
y Ur, la patria de Abraham, y el cónsul francés Sarzec encuentra Lagash. Pero
estas antiquisimas ciudades sumerias de la Baja Mesopotamia parecían más
pobres, y los enviados de museos se dirigieron otra vez a las ciudades asirias
del Norte, más ricas en hallazgos. En 1899, el alemán Koldewey descubre
Babilonia y lleva a cabo su excavación sin descanso hasta 1917, removiendo
gigantescas montañas de barro y cascotes. Sus discípulos empiezan en 1912 una
minuciosa exploración de Uruk en la que aplican ya la técnica de excavación
"con microscopio", examinando hasta el más pequeño detalle cuya
posición es escrupulosamente fijada en un plano. Por tanto, en poco más de 50
años se habían descubierto prácticamente las ruinas de toda una civilización,
pero aún habría hallazgos de gran importancia.
Por ejemplo, en 1927-1929, el inglés
Woolley descubre las tumbas reales de Ur, cuyos tesoros casi eclipsaron el
esplendor del entonces reciente descubrimiento de la tumba de Tutankamon. Pero
hasta la década de 1930 no se encuentran las capas más antiguas de Lagash;
hasta 1933, André Parrot no descubre Mari; hasta 1943, los arqueólogos iraquíes
no descubren el yacimiento de Hassuna, que hace retroceder los orígenes de la
civilización mesopotámica hasta el IV milenio a.C., y hasta 1948 no se descubre
el templo de Eridu, el edificio religioso más antiguo del mundo.
Vasija
de cerámica con motivos incisos. Procedente del yacimiento de
Hassuna, esta pieza del neolítico se remonta hacia 6000-5800 a.C.
|
Los futuros descubrimientos enriquecerán
el conocimiento sobre este fabuloso pasado, aunque no parece probable que
modifiquen las conclusiones a las que se ha llegado en estas últimas décadas.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario.