Hijo
de un vidriero con ambiciones de poeta, el joven Honoré Daumier se vio
obligado a interrumpir sus estudios muy pronto para ganarse la vida. Con
sólo doce años Honoré comenzó a trabajar como mensajero de un ujier en
el Tribunal de Justicia y, más tarde, fue empleado como asistente en la
librería Delaunay del Palacio Real. De forma paralela, Daumier empezó a
tomar clases en una academia de dibujo donde, inmediatamente, Alexandre
Lenoir, ilustre fundador del Museo de Monumentos Francés, reconoció al
joven su capacidad.
Aunque
tal vez menos voluntaria que perentoria, la precocidad de Daumier se
sumó a sus habilidades artísticas, dando como resultado, por una parte,
un profundo conocimiento de las diferentes clases sociales que se
interrelacionaban en su propio medio y, por otra, una gran capacidad de
observación para retenerlas y reproducirlas. Esta condición de lucidez y
sensibilidad es la que más adelante le permitió llevar a cabo obras de
arte como El vagón de tercera clase (Le Wagón de Troisiéme Classe).
Ante
todo, Honoré Daumier era un agudo crítico. Prestigioso y ácido
caricaturista, fue, posiblemente, el primero de los artistas que se
sirvió de medios de comunicación masivos, como revistas satíricas, para
difundir su mensaje político de manera simultánea con su estilo
pictórico. Dueño de una profunda conciencia social, en El vagón de tercera clase,
como en gran parte de sus trabajos, el pintor marsellés desarrolla un
tema reivindicativo de manera magistral: la dura vida de las clases
populares en las grandes ciudades.
La
dosis de sordidez que Daumier aplica en esta obra a sus personajes
genera en el espectador una sensación de ternura que contrasta
profundamente con la sofisticación industrial del tren -vehículo que, a
la vez, les sirve de escenario social y de fondo-. Realizada entre 1862 y
1864, esta litografía confirma la inclinación del pintor hacia las
causas que promueven la igualdad. La naturaleza grotesca en los rasgos
de sus personajes, es una característica desarrollada a través de su
condición de eximio caricaturista pero también el resultado de su gran
admiración por la obra de Goya.
Entre
los pasajeros del tren podemos observar en primer plano y en el centro,
estratégicamente ubicado en la parte inferior de la tela, a un muchacho
de clase popular durmiendo. A su izquierda, un hombre con las manos
apoyadas sobre su bastón y el sombrero a su lado, medita en un gesto de
fatiga que puede significar resignación o indolencia. A la derecha del
muchacho, el hombre inflamado de altanería que lleva bombín, con la
vista puesta en algo más alto, parece soportar la situación de homogeneidad que le impone el vagón con histriónica arrogancia.
En
los asientos de detrás, el resto del pasaje convive sin apenas
observarse: un hombre de sombrero de copa mira con entusiasmo el paisaje
de fuera, lo mismo que la mujer que se halla frente a él pero sin
establecer un diálogo entre ambos. La otra mujer de la escena tampoco
parece interesada más que en sus propios pensamientos. Al fondo de la
escena, a la derecha, un anciano con los ojos cerrados ha cedido al
cansancio.
El
trazo contundente y dinámico, los contrastes pronunciados y el poder de
síntesis de Daumier, dejan claro el porqué de la admiración que más
tarde despertó en muchos expresionistas. La obra mide 23 x 33 y
pertenece a la colección Oskar Reinhart en Winterthur (Suiza).
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario.