Jean-François Millet (1815-1875) -natural de Gréville, en La Mancha- poseía el mismo profundo sentido de la naturaleza de que estaba dotado Rousseau; como él, comprendía las voces de la tierra y el cielo, e interpretaba lo que nos quieren decir los árboles y lo que significan los senderos.
La llegada de Millet a Barbizon fue en 1849, y sus nuevos amigos no tardaron en advertir lo que este pintor significaba.
J.F.Millet, hijo de campesinos pobres y campesino el mismo. Esta obra es Los gavilladores. Unido al grupo de Barbizon, Millet se distinguió también como paisajista, pero en sus paisajes no olvidaba nunca a los campesinos, callados, humildes, cabizbajos y pesimistas, aunque redimidos por el trabajo.
Millet y Rousseau fueron vecinos en Barbizon, y llegaron a intimar mucho. A menudo, Rousseau, que disponía de más recursos, tenía que acudir en auxilio del pobre Millet. Allí murieron ambos con pocos años de diferencia, y allí se les enterró, uno al lado del otro.
Millet percibía en el paisaje algo más que lo que se percibe a través de los sentidos: “Cuando regreso a casa por la noche, oigo hablar entre ellos a esos grandes diablos de árboles. No los entiendo, pero esto es culpa mía. Voilà tout”.
Pero, a pesar de esas sensaciones cósmicas que experimentaba, lo primero para Millet, en el campo, es el hombre. Nunca olvida en sus composiciones al campesino. “Es el lado humano, lo que me interesa más en el arte… Y jamás se me presenta con cariz alegre; su alegría no sé dónde está, no la he visto todavía… Lo más alegre que aquí he llegado a conocer es la calma, el silencio de los bosques y campos”.
El Ángelus (Musée d'Orsay, París), por Jean-François Millet. Las figuras de Millet son masas pesadas y tristes, con la cabeza baja, sumidas en la desolada inmensidad de las llanuras inacabables. Sus contemporáneos le reprocharon siempre su visión áspera y triste de la vida de los campesinos. Sin embargo, el pintor consideraba que "Al mirar la naturaleza y los hombres nunca he visto su aspecto alegre". Para él, que parecía escuchar las voces profundas de la naturaleza, interpretaba una realidad que, aun sin comprenderla como él afirmaba, trascendía cualquier sentimiento de complacencia bucólica.
Aproximándose a Daumier por su sentido del contraste de luces y sombras y de la construcción del cuerpo humano, lograda a través de la simplificación de sus volúmenes, Millet, en sus abocetados estudios de campesinos, se diferencia del gran diseñador por su total abandono de los dejos románticos. Su pintura, tendió siempre a ser opaca y terrosa. Baudelaire, espíritu clarividente, pero agrio, le echaba en cara además los asuntos de sus cuadros: “Hace alarde de un sombrío y pesimista embrutecimiento en sus campesinos que excita nuestro furor. Parecen decirnos: somos los “desheredados” del mundo, los únicos que “producimos gracias a nuestro trabajo”. Alguna verdad hay en ello; pero Millet buscaba algo que un diletante en pintura, como Baudelaire, no llegaría a comprender.
“Cuando pintéis -decía-, tanto si se trata de una casa como de un bosque, o de un campo, o del cielo, o el mar, pensad en quien lo habita o lo contempla. Una voz interior os hablará entonces de su familia, de sus ocupaciones y labores, y esta idea os llevará dentro de la órbita universal de la humanidad. Pintando un paisaje pensaréis en el hombre; pintando al hombre, pensaréis en el paisaje que le rodea."
Al abandonar el tema de los campesinos, parece como si el genio de Millet experimentase un cambio importante en las manifestaciones anímicas de los seres humanos que representa. Así, en La costurera (Musée d'Orsay, París), cuya figura es robusta y maciza como la de una campesina, aunque también tiene la cabeza baja, no da la impresión de que este gesto se deba al peso del trabajo considerado como castigo, sino que es propio de la labor que está realizando. La paleta del pintor parece, así mismo, haberse aclarado, y junto a los ocres y grises típicos de su gama aparece ya un definido color azul y hasta un tímido rojo.
Al abandonar el tema de los campesinos, parece como si el genio de Millet experimentase un cambio importante en las manifestaciones anímicas de los seres humanos que representa. Así, en La costurera (Musée d'Orsay, París), cuya figura es robusta y maciza como la de una campesina, aunque también tiene la cabeza baja, no da la impresión de que este gesto se deba al peso del trabajo considerado como castigo, sino que es propio de la labor que está realizando. La paleta del pintor parece, así mismo, haberse aclarado, y junto a los ocres y grises típicos de su gama aparece ya un definido color azul y hasta un tímido rojo.
Millet dedicó, pues, su interés a los campesinos; alguien tenía que inmortalizar, en el siglo XIX, al humilde laboureur abrumado. Una famosa obra suya (de las que ofrecen más suaves efectos cromáticos), Las Espigadoras (1857), representa a tres mujeres trabajando bajo el sol; una de ellas no puede más, es evidente que le duele la espalda. Su célebre Ángelus (1867), con sus dos sobrias figuras a contraluz, es una creación maravillosa.
Diga Baudelaire lo que quiera, esas figuras campesinas de Millet viven intensamente, y tienen sus compensaciones; no son ciegas y brutales imágenes de trabajo. En un dibujo de Millet -que fue hábil dibujante a la pluma-, dos pastoras ven pasar una bandada de ocas, y ¡cómo aspiran ambas mujeres el aire aromático y suave del otoño! Virgilio se equivocó, en Las Geórgicas, al decir a los labriegos: “¡Si conocierais vuestra felicidad…!”, creyéndoles incapaces de la percepción del mundo.
La primavera (Musée d'Orsay, París), por Jean-François Millet. En este paisaje no hay nada dramático, ningún elemento anecdótico y, sin embargo, la atmósfera sugiere el casi imperceptible paso del tiempo, una contenida explosión de vida a través de la brillante luz solar que ilumina los perfiles de los árboles y la tenue brisa que deshace y arrastra las nubes. Incluso el delicado equilibrio de la composición contribuye a que el cuadro transmita la sensación del irremediable acontecer de las estaciones.
La primavera (Musée d'Orsay, París), por Jean-François Millet. En este paisaje no hay nada dramático, ningún elemento anecdótico y, sin embargo, la atmósfera sugiere el casi imperceptible paso del tiempo, una contenida explosión de vida a través de la brillante luz solar que ilumina los perfiles de los árboles y la tenue brisa que deshace y arrastra las nubes. Incluso el delicado equilibrio de la composición contribuye a que el cuadro transmita la sensación del irremediable acontecer de las estaciones.
Sí; el campesino de Millet goza del paisaje de otro modo que el hombre intelectual, pero mientras la ciudad no haya corrompido su espíritu, el gañán y el labrador tienen también intensa conciencia de lo bello. Por lo menos, Millet la tenía al comentar las observaciones adversas de algunos críticos:”Creen que me harán retroceder, que me convertiré al arte de los Salones. Pero no: campesino nací y moriré campesino. Quiero pintar lo que yo siento”.
No obstante, cuando murió el artista en 1875 se demostró el aprecio que había suscitado su arte. Después, su gloria creció: El Ángelus que había logrado vender por 2.500 francos, en 1890, volvió a venderse por 800.000. Casi idolatrado por Vincent Van Gogh, ahora Millet, como Rousseau, esperan su revalorización ante los ojos de la generación actual.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.