Franceses, alemanes e italianos encabezaron distintas etapas en el proceso de construcción de la catedral de Milán, edificio sin parangón en Europa cuyas enormes proporciones no dejan indiferente al espectador. Durante algún tiempo actuaron de directores arquitectos franceses, como Buenaventura de París, que era el ingegniere de la catedral en 1388, en sustitución de Símone d’Orsenigo y sobre todo alemanes, como Enrique de Ensingen y Enrique de Gmünden, que eran los maestros de la obra hacia fines del siglo XIV. Después toman otra vez su dirección los italianos, dirigidos por Felipe de Organi.
La catedral de Milán tiene cinco naves longitudinales y tres en el transepto. El interior produce un efecto extraño, porque todas estas naves, de diferentes alturas, tienen la misma anchura, y además han sido decoradas modernamente con pinturas de grisaille. En el crucero se levanta una alta linterna, como una torre de agujas y pináculos superpuestos; los contrafuertes rematan también en altos pináculos coronados por esculturas de santos.
La catedral de Milán es el resultado de un esfuerzo llevado a cabo sin entusiasmo y sin fe; a pesar de todo, su masa es tan colosal y tiene tanta personalidad, aun por su misma falta de espíritu en los elementos y detalles, que no se parece a ninguna otra catedral de Europa. Durante la noche o vista desde lejos, cuando no se pueden apreciar bien las formas monótonas de sus contrafuertes y sólo se distingue su blanca montaña de mármol labrado, es cuando más impresiona.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.
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